Sábado, 2 de mayo de 2009 | Hoy
AMENAZA INFINITESIMAL
Apocalípticamente integradas a nuestras vidas, las fantasías nanotecnológicas –esa novel disciplina que divide al mundo en millonésimas de milímetro– trae consigo la fantasía secundaria de una “plaga gris” que, aunque diminuta, se presenta como una peste tecnológica mucho más peligrosa que los virus informáticos, y que vive y prospera, hoy por hoy, solamente en la ciencia-ficción.
Por Pablo Capanna
Cualquier veterano que haya pasado por la escuela primaria recordará aquellos problemas con los cuales pretendían enseñarnos a dividir, multiplicar o aplicar la regla del tres. Quizás los sigan usando todavía.
Un problema típico de esa época era algo así: “una vaca come 4 metros cuadrados de pasto por día. ¿Cuánto tardará en comerse diez hectáreas?” o bien: “Si diez vacas lo hacen en un mes, cuánto tardarán 150 vacas en acabar con toda la Pampa Húmeda?”
Evidentemente, eran situaciones ideales. En uno de esos sistemas que los físicos llaman “inerciales” la vaca no puede hacer otra cosa que rumiar infinitamente, a ritmo constante. Pero en el mundo real, en algún momento la vaca se cansará de comer y si la obligamos a seguir no tardará en reventar.
Puede que en estos sencillos problemas se inspiraran quienes diseñaban los planes de estudio universitarios con los cuales tuve que lidiar a lo largo de la vida (aunque mucho menos que mis sufridos alumnos) al aplicar estrictamente el “Teorema de la Vaca”. Si un complejo programa de matemática, física o química se podía desarrollar en un año, a razón de ocho horas semanales, ¿por qué no darles dieciséis horas en un cuatrimestre? ¿Y por qué, en lugar de tres horas repartidas en dos días por semana, no dar seis corridas, sin recreo? Si diez alumnos se juntaban a estudiar, ¿aprenderían en un mes lo que uno solo tarda un año en asimilar?
Enfrentado a tales desafíos el alumno, que tenía que cursar cinco o seis materias más, trabajar, dormir, comer e ir al baño, sucumbía al destino de la vaca, y abandonaba antes de cumplir el mes. Si lograba entender algo de la materia, o por lo menos aprobarla, era sólo después de cursarla varias veces. Era la distancia que separaba los planes del mundo real, donde la atención se volatiliza y el estudiante está sometido a otras fuerzas, más triviales pero ciertamente ineludibles.
Razonamientos como éstos, que pertenecen a la familia del crecimiento exponencial y otras hipérboles, son los que llevan a imaginar escenarios apocalípticos con sólo extrapolar una tendencia, sin considerar que el mundo real es un poco más complejo y que las cosas no llegan tan lejos. Uno de ellos nació con la nanotecnología y cada tanto agita el fantasma de la “plaga gris” (gray goo): una peste tecnológica que, según dicen, podría acabar con el mundo.
La nanotecnología, en la que muchos ven la clave de la próxima revolución tecnológica, consiste en manipular objetos de un tamaño que se mide en nanómetros (nm.), la millonésima parte de un milímetro. Por eso algunos proponen llamarla tecnología del átomo (atomtech), aun a riesgo de que la confundamos con la ingeniería nuclear.
¿Cómo es posible trabajar con objetos tan pequeños como el átomo, a los cuales sólo podemos acceder con los microscopios de efecto túnel (STM) o de fuerza atómica (AFM), empleando herramientas que a esa escala resultan torpes y desmesurados, como el ojo y la mano humanos?
En 1942 al escritor Robert A. Heinlein se le ocurrió cómo hacerlo. Se trataba de crear una mano mecánica que reprodujera nuestros movimientos como un pantógrafo, pero en una escala menor. Con esa mano, fabricaríamos otra más pequeña, y así hasta alcanzar el nivel atómico. A esos dispositivos, Heinlein los llamó waldos, como el protagonista de su cuento. Más tarde, ese nombre fue adoptado en la industria cuando se trató de desarrollar manipuladores remotos para trabajar con sustancias peligrosas.
En 1959 la misma idea se le ocurrió a Richard Feynman, uno de los grandes físicos del siglo XX. Es difícil, pero no imposible, que conociera a Heinlein cuando desafió a físicos e ingenieros del Massachussets Institute of Technology (MIT) a que intentaran fabricar máquinas capaces de fabricar otras cada vez más pequeñas. No tardaron mucho en dar los primeros pasos.
Cuando ya se habían logrado ciertos éxitos en esta línea, K. Eric Drexler presentó el tema al gran público con su ensayo Motores de la creación (1986). No se diría que contribuyó demasiado a su comprensión. El libro carecía casi totalmente de didáctica pero abundaba en metáforas pintorescas como describir una línea de montaje “nano” con robots alineados y cintas transportadoras. Como suele ocurrir, despertó tanto desmesuradas expectativas como temores infundados.
Mucho más allá de las posibilidades de la tecnología de entonces y aun de aquellas con que contamos hoy, Drexler basaba toda su revolución en unos dispositivos (los “ensambladores”) que treinta años más tarde siguen siendo tan hipotéticos como entonces. Pensaba que si pudiéramos fabricar nano-robots capaces de manipular un átomo a la vez conforme a un programa maestro y, sobre todo, que fueran capaces de producir otro robot similar a ellos, cualquier problema tecnológico se resolvería casi mágicamente.
Inspirándose quizás en otra versión del “Teorema de la Vaca”, Drexler hacía sus cálculos. Si cada ensamblador, provisto de materia prima suficiente, era capaz de hacer una copia en mil segundos, el crecimiento exponencial nos permitiría tener una tonelada de ensambladores en menos de un día. De tener asegurado el suministro de materia prima, en dos días más la masa de nanobots replicantes sería tan grande como la del sistema solar. Otros nanobots (los “desarmadores”) se encargarían de alimentarlos, separando de las basuras los átomos apropiados, para recombinarlos produciendo los insumos químicos necesarios.
En un derroche de imaginación, Drexler imaginaba cómo se podría llegar a fabricar motores para la NASA, en un tanque sellado. Se introducía una sopa de compuestos químicos, rociada con una pizca de nanobots en suspensión. Inmediatamente se empezarían a reproducir y a trabajar siguiendo las instrucciones de sus nano-computadoras. En pocas horas, aparecía un motor flamante, de cero defectos y calidad total. No había límites: se podían cultivar autos y heladeras, fabricar alimentos sin necesidad de agricultura o reparar las células enfermas enviando nano-submarinos a patrullar arterias y venas, a la caza del colesterol.
El propio Drexler admitía que eso era como incorporar una nueva forma de vida a los ecosistemas, con resultados imprevisibles. Los expertos habían visto el peligro y lo habían llamado Grey goo, la jalea gris. Imaginaban una proliferación de virus mecánicos que podía llegar a invadir el planeta, digiriendo todo lo que encontrara a su paso para convertirlo en más nanobots y acabando con la vida. Ed Regis, un periodista científico con un sentido del humor bastante bizarro, se puso a imaginar una de esas epidemias.
Drexler había prometido que algún día la nanotecnología nos permitiría dar la solución final al problema de la vaca. Cada cual tendría en su cocina una “Máquina de Carne”, que sería capaz de elaborar bifes gracias a una colonia de nanobots alimentados con una dieta de cartones, bolsas de plástico, polvo o pasto seco.
Regis imaginaba qué ocurriría si hubiera una fuga de ensambladores; invadirían la casa, saldrían a la calle y se comerían a los autos, colmando el barrio de bifes sintéticos, hasta toparse con una marea de electrodomésticos que vendría avanzando desde el otro lado de la ciudad: era casi peor que Godzilla.
A Drexler algo de eso se le había ocurrido y ya en su libro había propuesto algunas medidas de seguridad para prevenir cualquier epidemia “gris”. Ante todo, sería necesario producir los ensambladores y hacerlos trabajar en condiciones de aislamiento total. Habría que hacerlos depender de una sola fuente de energía y de suministros, incorporarles una sustancia sintética que no pudieran hallar en la naturaleza, o programarlos para que a partir de cierto número de generaciones se volvieran estériles y dejaran de reproducirse.
Al parecer, Drexler perdió el interés bien pronto por sus “ensambladores”. En Nanosistemas (1992), una obra mucho más académica, ni siquiera los mencionaba, y en las normas de seguridad producidas por su fundación, el Foresight Institute (www.fore sight.org), proponía procedimientos destinados a evitarlos. En un artículo que escribió en 2004 llegó a admitir que los ensambladores no tendrían una importancia vital para la manufactura molecular, de manera que podría prescindirse de ellos.
Sin embargo, gracias a las listas de bestsellers y el oportuno respaldo de Marvin Minsky, su obra había tenido gran difusión. Como era de esperar, atrajo la atención de los escritores de ciencia ficción, que usaron la idea a discreción. Greg Bear la empleó acertadamente en Blood Music (1983), pero el que más hizo para divulgarla fue Michael Crichton, el autor de Jurassic Park, cuando imaginó una plaga gris en Presa (2002).
Estas novelas, y con ellas el sensacionalismo mediático, lograron meter en la opinión pública otro fantasma apocalíptico, desatando ásperos debates entre personas generalmente desinformadas, y de paso ocultando la contaminación que otras formas más sencillas de nanotecnología pueden estar provocando. Más peligrosos que cualquier plaga gris imaginaria pueden ser los agentes “nano” de uso militar, aunque no sean reduplicantes. No sabemos nada de ellos.
Personalidades tan distintas como el príncipe de Gales y Fidel Castro han mostrado preocupación por el tema. En el 2003 se debatió bastante cuando la prensa europea se movilizó a la zaga de unas polémicas declaraciones del príncipe Charles sobre los transgénicos y los “alimentos Frankenstein” (Frankenfoods).
En opinión de muchos científicos, los ensambladores sólo son capaces de proliferar en las páginas de las novelas de ciencia ficción. Difícilmente prosperen en el mundo real donde, como sabemos, el “Teorema de la Vaca” no siempre se cumple y los sistemas caóticos se disparan de la manera menos previsible. En primer término, aún no estamos en condiciones de construir una máquina “replicante” de tamaño humano, y menos aún de reducirla a escala “nano”.
El problema siguiente es que no sólo se trata de que la máquina se reproduzca. Antes de poder pensar en reproducirse, los duplicados tienen que sobrevivir en el medio, para lo cual deberán convertir en materia prima aquello que encuentren; para eso, necesitarán energía. En la naturaleza, lo más parecido a ello son los organismos, con un sólido currículum evolutivo.
Otras dificultades atañen precisamente a la escala en que nos movemos. El físico inglés Richard Jones ha analizado las dificultades que debería afrontar no sólo el nanobot autorreproductor sino hasta un “submarino” diseñado para patrullar nuestros tejidos y repararlos. Según Jones, Drexler no viola ninguna de las leyes de la física, pero parece haber subestimado las condiciones del ambiente a nivel “nano”.
A esa escala, la viscosidad puede ser más fuerte que la inercia. La tensión superficial es muy alta y el movimiento browniano de las moléculas pueden dificultar sobremanera el desplazamiento de un vehículo hecho de materiales rígidos, por más pequeño que sea. La fantasía de Drexler resulta un poco más seria que la de esas películas de Hollywood como Viaje fantástico, pero es muy difícil de llevar a la práctica.
El último argumento contra la plaga gris es el simple hecho de que en la naturaleza ya existen unos seres pequeñitos que se reproducen sin ayuda y comen de todo. Con ellos hemos convivido desde siempre, porque estaban antes que nosotros. No sólo nunca nos han exterminado, sino que los necesitamos hasta para digerir y sin ellos posiblemente no podríamos sobrevivir.
Lynn Margulis y Dorion Sagan nos enseñaron que algunos de ellos, como las mitocondrias o los cloroplastos de los vegetales, fueron agentes libres antes de que la evolución los incorporara a nuestras células. Lejos de arrasar con el planeta, son parte de la vida tal como la conocemos.
Estamos hablando de las bacterias, tan necesarias como temibles.
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