Sábado, 18 de julio de 2009 | Hoy
A 40 AñOS DE LA LLEGADA DEL HOMBRE A LA LUNA
A dos días del 40º aniversario, Futuro dedica esta entrega a conmemorar ese momento especial y espacial, cuando los astronautas Neil Armstrong y Edwin Aldrin descendieron en la Luna. Se trata de recordar esas palabras previstas de Armstrong (“Es un pequeño paso para el hombre pero un gigantesco salto para la humanidad”, cuando cuatro minutos antes del 21 de julio de 1969 el hombre caminaba sobre nuestro satélite por primera vez) y a aquellos que habían viajado ya a través de la literatura.
Por Mariano Ribas
Aún hoy resulta asombroso y escalofriante: dos hombres caminando, por primera vez, y a los tumbos, en otro mundo. Y su compañero, esperándolos pacientemente en órbita. Aquel 20 de julio de 1969, Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins se animaron a la mayor aventura humana de todos los tiempos. Tres adelantados, tres emisarios, llegaban a la Luna en nombre de la Tierra. Fue un episodio mayúsculo. Y abrió las puertas a una nueva era que, seguramente, se extenderá durante los próximos siglos.
La era en la que el hombre saldrá finalmente de su cuna, para proyectarse hacia el universo cercano. Desde esa perspectiva, aquel primer viaje tripulado a la Luna –al que siguieron varios más– resultó por demás significativo (más allá de circunstanciales cuestiones políticas que, inevitablemente, el tiempo irá dejando en el olvido).
La mítica misión Apolo 11 fue aquel gran salto para la humanidad. Y lejos de ser un episodio aislado o caprichoso –como algunos creen– fue el espectacular resultado de casi toda una década de largos y costosos preparativos científicos y técnicos, sueños y esfuerzos, éxitos y fracasos.
A 40 años del primer alunizaje, Futuro, curiosamente, echa una mirada al pasado para recordar aquel día en que el planeta entero se paralizó. Como nunca antes, como nunca después. Pero también, exploraremos los antecedentes de aquella proeza y miraremos hacia el horizonte, esperando el ansiado, demorado y ya no tan lejano regreso a la Luna.
La Era Espacial arrancó con una sucesión de enormes hazañas soviéticas que despertaron el asombro mundial: el primer satélite (el Sputnik, 1957), el primer ser vivo en el espacio (la perrita Laika, el mismo año), y el primer cosmonauta en órbita (Yuri Gagarin, 1961), sólo por citar lo más resonante. Ante semejante avanzada, y en el delicado marco de la Guerra Fría, Estados Unidos y su flamante agencia espacial, la NASA, buscaron ganar, de un solo golpe, el terreno perdido: en mayo de 1961, el propio Kennedy anunció el objetivo nacional de enviar astronautas a la Luna “antes del fin de la década”. E inmediatamente, la NASA puso manos a la obra, siguiendo un plan largo, complejo y ordenado.
El primer paso fue el Proyecto Mercury, un programa espacial que tras algunos vuelos “suborbitales” puso varios astronautas en órbita terrestre entre 1962 y 1963, entre ellos, al famoso John Glenn, a bordo de la cápsula Friendship 7. No estaba nada mal, para empezar.
Sin embargo, antes de pegar el salto a la Luna, aún hacía falta construir cohetes de lanzamiento más potentes, lograr mayor maniobrabilidad de las naves (incluyendo movimientos de encuentro y acoplado), conseguir mejoras informáticas (tanto en hardware como software) y, por supuesto, astronautas con mayor cantidad de horas en el espacio.
Así, poco más tarde, la NASA dio a luz el Proyecto Gemini, que incluía, entre otros progresos, cápsulas para dos astronautas. Luego de dos ensayos sin tripulación, en marzo de 1965, un cohete Titán II puso en órbita a Gus Grissom y a John Young. Tres meses más tarde, el Proyecto Gemini fue aún más lejos cuando, durante una misión orbital de 4 días, Edward White salió de su cápsula y realizó una “caminata espacial” (algo que, dicho sea de paso, ya habían logrado los soviéticos).
A fines de 1966, luego de ocho misiones más, la NASA dio por finalizado este exitoso programa de vuelos. Acumulando vueltas y vueltas a la Tierra, los astronautas, los cohetes y las cápsulas de los Proyectos Mercury y Gemini prepararon el camino de lo que vendría poco más tarde.
Pero antes de mandar astronautas a la Luna, había que conocerla mucho mejor. No alcanzaba con lo que revelaban los telescopios. Hacía falta explorar su superficie en detalle, palmo a palmo, para saber, por ejemplo, si el terreno era firme. O para elegir lugares de descenso seguros, sin peligrosos cráteres a la vista. Y para eso, la NASA envió toda una flotilla de pequeñas sondas lunares no tripuladas.
Así es: en forma paralela a las misiones Mercury y Gemini, la agencia espacial estadounidense se despachó con tres programas de exploración lunar, a manos de naves robots. Primero: a mediados de esa década, tres sondas del Proyecto Ranger transmitieron a la Tierra detalladas fotos de la superficie de la Luna (antes de estrellarse intencionalmente). Segundo: entre 1966 y 1967, cinco naves robot Lunar Orbiter se pusieron, justamente, en órbita de la Luna, estudiando y fotografiando en detalle su relieve.
La tercera parte de la avanzada robótica de la NASA fue la más osada: el Proyecto Surveyor tenía como objetivo bajar en la Luna. Todo comenzó muy bien: en junio de 1966, el Surveyor 1 posó suavemente sus tres patas en terreno selenita, y transmitió miles de fotos y valiosos datos. Su sucesora, en cambio, se estrelló.
La Surveyor 3 anduvo muy bien (analizó la composición del suelo lunar y midió su solidez), pero la 4 también se estrelló. Con más éxitos que fracasos, todas estas máquinas no tripuladas trazaron un perfil de la Luna mucho más completo y fino que el que existía hasta comienzos de los años ’60. El círculo comenzaba a cerrarse: la Luna ya se estaba preparando para recibirnos.
Hablar de la llegada del hombre a la Luna es hablar del Proyecto Apolo. Un punto culminante que no se habría alcanzado sin todo lo anterior. El nuevo programa espacial enfrentó las enormes dificultades que implicaba llevar astronautas hasta la mismísima superficie lunar, y traerlos sanos y salvos de regreso a la Tierra.
Por empezar, hacía falta un nuevo cohete. Más potente y más confiable que todos los anteriores. Después de varias idas y vueltas, desarrollos y ensayos, la NASA dio a luz al monumental Saturno V, un monstruo de más de 100 metros de altura, dividido en tres “etapas”. Las dos primeras eran potentísimos motores –alimentados con hidrógeno y oxígeno líquidos como combustible– destinados a vencer la gravedad terrestre y ponerse en ruta hacia la Luna. La tercera etapa del Saturno V era la que llevaría a los astronautas.
Y justamente ése era el otro punto crucial: la nave en sí. O más bien, las naves. Había que ir, bajar en la Luna, y volver. Y para eso la NASA desarrolló –no sin dificultades– un tándem formado por tres componentes: un “Módulo de Servicio” (que llevaría oxígeno, combustible y cohetes para maniobrar al acercarse a la Luna), un “Módulo de Comando”, con capacidad para tres astronautas (que sería la nave principal) y, finalmente, el “Módulo Lunar”. Al llegar a las cercanías de la Luna, uno de los astronautas se quedaría en órbita en la nave madre, mientras que sus dos compañeros bajarían a la superficie en el Módulo Lunar. Decir se dice fácil, pero era de lo más complicado.
A decir verdad, la recta final hacia la Luna empezó de la peor manera. Tras varios lanzamientos de prueba (sin tripulación), el 27 de enero de 1967, durante unos ensayos, el Apolo 1 se incendió en la rampa de lanzamiento del Centro Espacial Kennedy. Y sus tres astronautas, Grissom, White y Chaffee murieron asfixiados dentro de su cápsula. El golpe fue durísimo. La NASA, y la opinión pública en general, recién se recuperaron con el sensacional éxito del Apolo 8: en diciembre de 1968, sus tres astronautas, Borman, Lovell y Anders, se convirtieron en los primeros seres humanos en escaparse de la gravedad terrestre y enfilar hacia la Luna.
No bajaron, pero lograron ver lo que ninguna persona había visto directamente: la cara oculta de nuestro satélite. Y algo más: en el viaje de ida, la tripulación del Apolo 8 apuntó una cámara de televisión hacia la Tierra. Y por primera vez, la humanidad vio a su planeta desde la distancia. Fue un hito. Los Apolo 9 y 10 dieron un paso más allá, al practicar en el espacio difíciles maniobras con los módulos de comando y descenso.
Estaba la experiencia, estaban las naves, y estaban tres astronautas ansiosos por subirse al próximo Apolo: Neil Armstrong, Edwin “Buzz” Aldrin y Michael Collins. ¿Qué habrán pensado y qué habrán sentido en la tensa noche del 15 de julio de 1969? Mientras los técnicos de la NASA cargaban miles y miles de litros de oxígeno e hidrógeno líquidos en el todopoderoso Saturno V, la tripulación del Apolo 11 intentaba conciliar el sueño...
El Apolo 11 despegó de la plataforma LC39A de cabo Kennedy, Florida, a las 9.32 de la mañana (hora local) del 16 de julio de 1969. Durante el lanzamiento, Armstrong, Aldrin y Collins, sentados boca arriba en una pequeña cápsula –ubicada en la parte más alta del poderosísimo Saturno V– sintieron que tenían un volcán a sus espaldas. Para escapar al tirón de la gravedad terrestre, la tremenda máquina devoraba 15 toneladas de combustible por segundo. Y su furioso rugido se escuchaba a kilómetros de distancia.
Apenas 90 segundos después del despegue, la primera etapa del Saturno V se desprendió, y cayó hacia la Tierra. Lo mismo ocurrió unos minutos más tarde con su segundo tramo. Ya en el espacio, la tercera etapa –llevando a los 3 astronautas, y a los módulos– entró en órbita terrestre. Y toda la misión pasó a ser controlada desde Houston. Durante unas 3 horas en la llamada “órbita de aparcamiento” alrededor de nuestro planeta, la tripulación chequeó todos los equipos y se preparó para lo que vendría: al completar la segunda vuelta a la Tierra, el Apolo 11 puso la proa hacia la Luna.
Luego de desprenderse de la tercera etapa del Saturno V, y sin mayores sobresaltos, los astronautas siguieron su derrotero. Y luego de tres largos días, finalmente, entraron en órbita lunar. Fueron momentos críticos, con varias maniobras cruciales y delicadas: en cierto momento, Armstrong y Aldrin se pasaron del Columbia (el Modulo de Comando), al Eagle (“Aguila”), el Módulo Lunar. Y tras varias vueltas a la Luna, Collins –que se quedó en el Columbia– accionó el mecanismo de separación de ambas naves: a bordo del frágil Eagle, sus dos compañeros iniciaron el descenso final.
“Houston..., aquí base Tranquilidad, el Aguila ha alunizado.”
Las palabras de Neil Armstrong fueron recibidas con gritos, aplausos y alivio en el centro de control de la misión. Eran las 15.17 del 20 de julio de 1969 (16.17 en la Argentina). Con el combustible al límite, y a sólo 40 metros de un gran cráter –que pudo ser esquivado por una maniobra de último momento– el Eagle se había posado en el Mar de la Tranquilidad, una suave llanura volcánica, de cientos de kilómetros, cercana al Ecuador de la Luna.
Pero antes de salir del módulo, Armstrong y Aldrin se pasaron varias horas descansando, comiendo, recibiendo instrucciones, y chequeando todos los sistemas de la nave. Cuando todo estuvo listo, Armstrong abrió la escotilla, se asomó, encendió una cámara de televisión, y mientras bajaba lentamente la corta escalera, recitó su célebre “un pequeño paso para un hombre, un gigantesco salto para la humanidad”. A las 22.56 de aquel 20 de julio de 1969 (hora de Houston, 23.56 en Argentina), el hombre pisaba la Luna por primera vez.
Bajo un insólito cielo negro con Sol a pleno y estrellas por doquier (por la falta de atmósfera), el comandante del Apolo 11 dio sus primeros pasos en aquel suelo gris, rocoso y polvoriento, como cubierto de ceniza. Y no sin cierta dificultad: a fin de cuentas, no sólo tenía puesto un traje nada cómodo, sino que además debió ajustarse a la rara experiencia de la débil gravedad lunar (un sexto de la terrestre). Unos minutos más tarde, se le sumó Aldrin y juntos contemplaron un paisaje ajeno y extrañamente bello. Con absoluta espontaneidad, el segundo ser humano que pisó la Luna dijo: “Bonito... bonito..., una magnífica desolación”.
Luego de colocar la bandera estadounidense y charlar brevemente con el presidente norteamericano Richard Nixon, Armstrong y Aldrin empezaron su misión científica. Sacaron fotos, colocaron una cámara de televisión, recolectaron más de 20 kilos de rocas y polvo lunar, e instalaron algunos instrumentos: un sismógrafo, un medidor del viento solar, y hasta un retrorreflector, un aparato que –mediante un rayo láser apuntado desde nuestro planeta– permite medir la distancia Tierra-Luna (que, dicho sea de paso, aún hoy funciona).
También hubo momentos especialmente fuertes y simbólicos. A poco de bajar, ambos astronautas leyeron una placa metálica anexada a una de las patas del Eagle: “Aquí, hombres procedentes del planeta Tierra pisaron por primera vez la Luna en julio de 1969 d. C. Vinimos en son de paz en nombre de toda la humanidad”. Armstrong y Collins también llevaron –y dejaron– en suelo lunar un disco grabado con mensajes y saludos en distintos idiomas, medallas enviadas por las familias de Yuri Gagarin y otros cosmonautas, e insignias recordatorias de los astronautas fallecidos en la tragedia del Apolo 1.
Mientras todo esto sucedía en el Mar de la Tranquilidad, Michael Collins, a bordo del Columbia, orbitaba a la Luna a 112 kilómetros de altura. Y experimentando la más profunda de las soledades que ser humano alguno haya vivido –especialmente cuando sobrevolaba el hemisferio nocturno de la Luna, y no veía ni siquiera a la Tierra– esperaba el regreso de sus compañeros.
Tras dos horas y media de caminatas por la superficie selenita, y dormir unas horas, Armstrong y Aldrin dejaron la Luna a bordo del tramo superior del Eagle. Y poco más tarde, se reencontraron en órbita con Collins, iniciando el regreso a casa. En la mañana del 24 de julio de 1969, los tres astronautas a bordo del módulo Columbia amerizaron –paracaídas mediante– en el Océano Pacífico. Y fueron rescatados por la marina estadounidense. Habían pasado 8 días, 3 horas y 18 minutos desde la partida desde el Centro Espacial Kennedy.
El Apolo 11 fue el primer desembarco humano en la Luna. Pero no el único: aquel viaje iniciático fue seguido por los Apolo 12, 14, 15, 16, y por último, en diciembre de 1972, el Apolo 17. Y cada uno fue estirando los tiempos de permanencia y los réditos científicos. No siempre se dice, pero, en realidad, fueron 6 los viajes a la Luna. Y doce los astronautas que caminaron por su superficie.
Pero de pronto todo terminó. Y la NASA canceló los Apolo 18, 19 y 20. ¿Razones? Por un lado, Estados Unidos ya le había ganado la carrera a la Luna a la Unión Soviética. Por el otro, los costos de cada misión eran hipermillonarios, y los objetivos científicos estaban cumplidos. Por último, y no menos importante, ya se había perdido la magia. A la gente dejó de interesarle la Luna.
Pero la NASA está planeando la vuelta. En estos mismos momentos las sondas espaciales LRO y LCROSS están orbitando la Luna, para estudiarla y fotografiarla como nunca antes, buscando posibles lugares de alunizaje, y hasta posibles depósitos de agua congelada en sus polos (ver Futuro del 27/6). Eso para empezar. Pero además, ya se está pensando en toda una nueva generación de cohetes y módulos de alunizaje (como el Orión). Y hasta hay una fecha posible para el retorno: 2018. Sólo resta esperar.
La misión Apolo 11 fue seguida por televisión por más de 1000 millones de personas en todo el mundo. Proporcionalmente, la mayor audiencia televisiva de la historia. Fue la primera y única vez en que toda la humanidad estuvo pendiente de un solo hecho que no fuera una guerra, una pandemia, un megaatentado o un desastre natural.
Un detalle nada menor que nos habla a las claras del impacto, la trascendencia y la curiosidad que despertó, en toda nuestra especie, aquella inolvidable travesía. Aquella vez, hace 40 años, cuando nos animamos a caminar sobre la Luna. Aquella “magnífica desolación”.
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