Sábado, 18 de julio de 2009 | Hoy
VIAJES A LA LUNA, EN LA IMAGINACION
Mucho antes de que en 1969 la Apolo XI alunizara, todos nosotros ya habíamos viajado a la Luna a través de la imaginación de muchos escritores, en múltiples novelas y cuentos de ciencia ficción, de los cuales, sin duda, el más famoso es De la Tierra a la Luna, de Julio Verne. Pero no fue el único que propuso sistemas de navegación para alcanzar ese anhelado objetivo.
Por Claudio H. Sanchez
Si dejamos de lado viajes logrados por medios mágicos o milagrosos, el verdadero precursor de los viajes a la Luna es Cyrano de Bergerac; no el personaje de Rostand sino el escritor del mismo nombre que, en 1650, escribió Viaje a la Luna. A la manera del Quijote, la lectura de novelas fantásticas alienta al protagonista a intentar un viaje a la Luna. Cyrano imagina distintos métodos para hacer el viaje.
Primero se ata al cuerpo una serie de botellas llenas de rocío, bajo el supuesto de que al elevarse con el sol, el rocío debía arrastrar consigo al viajero. Esta idea funcionaría como una especie de globo aerostático, con vapor de agua en vez de aire caliente, pero solamente permitiría elevarse dentro de los límites de la atmósfera.
Con todo, el protagonista logra su cometido, consigue elevarse a una buena altura y arrastrado por los vientos aterriza finalmente en Canadá, donde es recibido por los colonos y mantiene una interesante discusión con el virrey acerca de la posibilidad de los viajes espaciales y la pluralidad de los mundos.
Luego de unos días, el virrey pierde interés en el recién llegado, que entonces regresa a trabajar en su proyecto y construye una segunda máquina voladora que cae con violencia lastimando seriamente a su tripulante.
La tercera máquina es la más interesante, ya que funciona gracias a cohetes que expulsan gases hacia abajo, impulsando la nave hacia arriba. Newton apenas había enunciado su principio de acción y reacción pocos años antes, pero Cyrano identifica correctamente el principio como un método para impulsar una máquina voladora. De los muchos autores que imaginaron viajes a la Luna, Cyrano fue el único en mucho tiempo que dotó a su héroe del mecanismo adecuado.
Edgar Allan Poe es conocido por sus cuentos de terror, por su poema El cuervo y por ser el creador del género policial. Pero Poe también incursionó en uno de los géneros que más tela cortó alrededor de las innovaciones y promesas futuristas: la ciencia ficción. En 1835 apareció La aventura sin par de un tal Hans Pfaall. El protagonista (el Hans Pfaall del título) construye un globo para viajar a la Luna.
Aunque sabe que los globos aerostáticos funcionan en la medida que haya una atmósfera que los sostenga, Pfaall desarrolla una complicada e insostenible teoría según la cual una sustancia etérea llenaría el espacio interplanetario y podría proveer el empuje necesario para elevar el globo.
¿Y cómo podría sobrevivir el aeronauta sin aire? El protagonista identifica correctamente los problemas que esto plantea: la baja presión que haría hervir la sangre y los fluidos internos y la imposibilidad de respirar. Descarta el primer problema bajo el presupuesto de que, dado que la disminución de presión sería gradual conforme se asciende, el cuerpo podría acostumbrarse a él.
En cuanto a la respiración, se nos explica que, aunque el aire se hace cada vez menos denso con la altura, la atmósfera nunca desaparece del todo. Por lo tanto, el viajero construye un aparato para condensar ese aire sumamente rarificado hasta hacerlo respirable.
Tras algunos días de navegación, el aeronauta descubre que se acerca a la Luna. Su aparato de condensación comienza a funcionar con dificultad y lo atribuye a la resistencia que ofrece la atmósfera lunar. Sin embargo, poco después nos informa que los selenitas no tienen orejas, dado que el sonido no puede propagarse en “una atmósfera tan modificada”. Sea cual fuere el gas que formara esa atmósfera, inevitablemente debería ser capaz de propagar el sonido.
Pfaall pasa cinco años en la Luna y luego envía a un selenita a la Tierra en un globo similar, con su diario de viaje, que contiene el texto del relato propiamente dicho. La llegada del visitante es recibida con sorpresa y escepticismo y el selenita es identificado con un enano que había perdido sus orejas; en el pueblo algunos aseguran haber visto a Pfaall en una taberna cercana y se descubre que el globo está hecho con periódicos locales. Finalmente, todo se atribuye a una broma.
Este cuento tiene especial importancia en la historia de la ciencia ficción pues se cree que, traducido al francés por el poeta maldito Charles Baudelaire, fue leído por Julio Verne y le inspiró su serie de viajes extraordinarios, el primero de los cuales fue, justamente, una historia de aeronautas: Cinco semanas en globo.
Herbert George Wells (1866-1946) también escribió su historia de viajes a la Luna: Los primeros hombres en la Luna, publicada en 1901. Trata de un científico aficionado llamado Cavor que busca una sustancia “opaca a todas las formas de energía radiante”.
En efecto, explica Cavor, todas las sustancias son opacas a una u otra forma de radiación. El vidrio es altamente transparente a la luz, pero mucho menos al calor. Los metales son opacos tanto a la luz como a las ondas de radio. Pero todas las sustancias conocidas son transparentes a la gravitación. Una sustancia opaca a la gravitación permitiría aislar las cosas de la influencia de la gravedad, de modo que perderían todo su peso.
Finalmente, Cavor sintetiza esa sustancia, la cavorita. Construye entonces una nave esférica con persianas de ese material que, según se abren y se cierran, permiten a la nave flotar por el espacio con rumbo a cualquier otro planeta. En esa nave Cavor y un amigo se convierten en los primeros hombres en llegar a la Luna.
En 1953 y 1954 se publicaron Objetivo: la Luna y Aterrizaje en la Luna, los dos libros en los que Tintín y sus amigos se convierten en los primeros hombres (y Milú, en el primer perro) en llegar a la Luna. El autor Georges Remy (Hergé) era muy detallista y se documentaba para escribir sus relatos.
Por eso las dos historias de Tintín astronauta tienen muchos puntos científicos destacables. Por ejemplo, en el relato se nos dice que la nave mantiene una aceleración constante que proporciona “gravedad artificial” dentro de la nave. En realidad, si la nave mantuviera la aceleración necesaria durante todo el viaje, al cabo de unas horas, alcanzaría velocidades muy superiores a la de las reales naves espaciales, pero Hergé acierta al suponer que esa aceleración produciría una sensación de gravedad similar a la terrestre. De hecho, ése es uno de los postulados fundamentales de la Teoría General de la Relatividad.
Otro detalle interesante ocurre cuando Tintín, al descender de la nave, describe el cielo lunar “negro como la tinta” y unas estrellas “sin ese titilar que las hace parecer tan vivas desde la Tierra”. Efectivamente, el cielo lunar es negro aun en pleno día, por la ausencia de atmósfera que difunda la luz del sol. Y esa misma falta de atmósfera hace que las estrellas no titilen. Sin embargo, el resplandor solar sobre el suelo lunar es suficiente como para hacer invisibles las estrellas. Por todo esto, Las aventuras de Tintín se han ganado un lugar destacado en la galería de historias de viajeros a la Luna.
Cuando el viaje a la Luna se hizo realidad, en 1969, todo el mundo empezó a señalar las coincidencias entre la hazaña de la Apolo XI y el viaje imaginado por Julio Verne más de cien años antes. Esas coincidencias incluían:
La cantidad de tripulantes (tres).
El país organizador (Estados Unidos).
La duración del viaje (cuatro días).
El punto de lanzamiento (Florida).
Según el relato de Verne, lo que se dispararía a la Luna sería un proyectil no tripulado. Pero Miguel Ardan, un aventurero francés inspirado en un personaje real, amigo de Don Julio, solicita que se acondicione el proyectil para viajar en él. Luego, se le unen Impey Barbicane, el organizador y el Capitán Nicholl. Así se llega a la cantidad de tres tripulantes, como en la Apolo XI.
Lo del país organizador es más interesante aún. En 1865, cuando se publicó De la Tierra a la Luna, el mundo estaba dominado en buena medida por el imperio británico y Alemania era la potencia industrial y científica más importante. Pero, por alguna razón, Verne vio en el pueblo norteamericano el espíritu necesario para emprender una misión tan grande como viajar a la Luna.
La predicción de la duración del viaje es estrictamente científica. La nave de Verne consistía en un proyectil disparado desde un cañón. Las verdaderas naves espaciales son autopropulsadas. Pero en ambos casos, y una vez alcanzada cierta velocidad inicial, la mayor parte del recorrido se lleva a cabo gracias a la inercia y a la fuerza de gravedad (recordar la película Apolo XIII cuando uno de los astronautas dice “hemos sentado a Isaac Newton en el puesto del piloto”). En esas condiciones, la duración del viaje puede calcularse y resulta ser, justamente, de unos cuatro días.
Lo mismo con la ubicación de la plataforma de lanzamiento. Verne sabía que, para aprovechar el impulso de la rotación terrestre, el punto de lanzamiento debía estar ubicado cerca del Ecuador. Y, en 1865, el punto del territorio norteamericano más próximo al Ecuador era la península de la Florida. No fue el primer relato sobre viajes a la Luna. Tal vez tampoco fue el mejor. Pero a De la Tierra a la Luna, de Julio Verne, lo queremos como se quiere un amor adolescente.
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