Sábado, 8 de mayo de 2010 | Hoy
HISTORIA DE LA MEDICINA
Hasta el segundo siglo de nuestra era, las concepciones del cuerpo en las civilizaciones orientales y occidentales no diferían demasiado. Después se divorciaron irreconciliablemente, a causa de modos diferentes de pensar e imaginar. Y, sobre todo, de tocar.
Por Marcelo Rodriguez
En medio de su profuso legado, Hipócrates, el gran maestro de Cos, había dejado escritas siete siglos antes apenas algunas observaciones sobre los “pulsos”, aquellos movimientos involuntarios que imponían al cuerpo ritmos incontrolables: los latidos del corazón; las palpitaciones producidas por la agitación; los temblores; el dolor pulsante de las heridas que se agravan; los calambres; las convulsiones producidas por la “enfermedad sagrada”; los estertores febriles de los moribundos. Todos éstos eran el mismo fenómeno, sólo que con diferente frecuencia e intensidad.
Sangre y nervios, entonces, participaban de ellos, pero, ¿cómo? Praxágoras –otro griego, también de la isla de Cos– daba una explicación plausible: los nervios, aseguraba, no son más que las sutiles ramificaciones de las venas.
Y una idea asaltaba desde hacía tiempo a Galeno, el filósofo de Pérgamo que se había hecho médico practicando con gladiadores tullidos y que había llegado a cuidador oficial de la salud del emperador Marco Aurelio. Por entonces los romanos se habían hecho dueños de casi todo el mundo conocido, pero cuando necesitaban de alguien que realmente entendiera de algún arte o una ciencia, necesitaban llamar a un griego.
Galeno de Pérgamo comenzó a dictarle a su amanuense: “Podemos detectar con claridad algo que procede desde abajo hacia la piel y que nos golpea; tras el latido, a veces se marcha notablemente y se detiene, y a veces inmediatamente después del comienzo del latido parece detenerse, y entonces vuelve de nuevo y late, y luego se marcha de nuevo y se para”.
Después de un breve silencio, continuó: “Este proceso continúa en el cuerpo entero, desde el día en que nacemos hasta que morimos. Éste es el tipo de movimiento que la gente denomina el pulso”.
Con lo que acababa de decir, Galeno (130-200) resolvía la incógnita fallando en favor de Herófilo de Calcedonia (335 a.C.-280 a.C.), uno de los pocos outsiders de la medicina griega que se habían dedicado a construir el mapa de la Anatomía diseccionando cadáveres humanos. Los nervios, había dicho Herófilo, no estaban conectados con los vasos sanguíneos. Y éstos parten todos en ramificaciones conectadas con el corazón, por lo que el pulso no puede estar compuesto más que por movimientos subsidiarios de la sístole y la diástole cardíacas.
Sin embargo, ¿cuánto de esa definición del pulso, escrita en uno de tantos tratados galénicos, correspondía realmente a lo que se sentía al palpar la muñeca, y cuánto de eso era imaginación, es decir, producto de la representación mental de que ese tenue latir es la expresión indirecta del latir del corazón? Y finalmente, ¿cuánto de real y cuánto de representación hay en el concepto de “pulso” que la medicina occidental mantiene hasta nuestros días?
Estas son algunas de las preguntas que se hace el japonés Shigehisa Kuriyama, y cuya respuesta general exponemos aquí de manera bastante más apurada y tal vez algo menos bella que en su libro La expresividad del cuerpo (2005): asediado y confundido por la enorme complejidad de lo que se siente al palpar la muñeca de un ser humano, complejidad que a los médicos chinos los había llevado a desarrollar todo un sistema diagnóstico multivariable que funcionaba sin más herramientas que tres dedos debidamente entrenados colocados sobre la cara interna del antebrazo, Galeno, como buen griego que era, prefirió no sentir el pulso en sí, sino aislar los elementos que le permitieran construir una idea del pulso diáfana y acorde a su idea previa. Señales puras, cuantificables, inequívocas, que terminarían reduciéndolo a parámetros como la frecuencia, el ritmo y la intensidad.
Tan inequívocas y cuantificables eran esas señales que el arte de tomar el pulso prácticamente no habría de evolucionar desde el siglo II en Occidente, salvo excepciones –como un ingenioso sistema diseñado por Josephus Struthius (1510-1568), que describía el pulso usando la notación musical– y que no alcanzaría su consumación sino hasta la llegada de la civilización industrial, en la que máquinas como el electrocardiógrafo pudieran registrar ese oscuro lenguaje con verdadera precisión, y sin que fuera degradado por la subjetividad humana.
Una vez más, diría Friedrich Nietzsche, las límpidas notas de la lira del resplandeciente Apolo han triunfado sobre el lejano murmullo orgiástico de las bacantes del oscuro y borracho Dionisos, que nada entiende de razones.
Efectivamente, las figuras que pueden verse en un electrocardiograma pueden evocar en alguien las palabras que los médicos chinos usaron por siglos para describir los diferentes estados del mo, eso por lo que preguntaban –porque el verbo wen, que se aplica a la acción de “tomar” el mo, se traduce como “preguntar por”, asumiendo de entrada el necesario papel activo del médico– cuando colocaban sus tres dedos sobre el antebrazo del paciente.
El mo puede ser flotante, hueco, resbaladizo, rápido, desbordante, intermitente, encordado, tenso. Veinticuatro características mayores, más muchas otras menores, multiplicadas por cada dedo que siente un punto diferente del mo, y por cada muñeca y por cada antebrazo donde se expresan diferentes mo, además.
Claro, los europeos se maravillaron de este arte del diagnóstico del que los médicos chinos, para colmo, alardeaban: identificaban puntualmente enfermedades de la columna, del corazón, del hígado o del bazo, del intestino grueso o de la vejiga, de los órganos yin o de los yang, prescindiendo incluso de todo relato del paciente. Pero entonces, sostiene Kuriyama, no a pesar de su complejidad y su dificultad sino justamente a causa de ella, los médicos europeos, totalmente embebidos en la tradición galénica, dejaron de tomar en serio a la medicina china: un sistema tan complejo, donde las variaciones entre los supuestos estados eran tan imperceptibles que el profano duda de que no sean pura imaginación, y que no pueden ser comprobadas ni contrastadas por nadie que no sea un iniciado, no puede constituir una verdad objetiva, no puede ser un dato.
Pero estaban ya por el siglo XVII, y los europeos no podían sentir el fluir de la vida misma porque ya hacía siglos que, a causa de los griegos, habían tomado otro camino. El mo no es, ni nunca fue, el pulso.
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