Sábado, 10 de julio de 2010 | Hoy
Por Claudio H. Sanchez
Estos malentendidos están fomentados, en parte, por cierta literatura New Age (principalmente, el libro El Tao de la física, de Fritjof Capra, y la película ¿Y tú qué sabes?). Pero también se deben a una inadecuada elección de metáforas por parte de científicos, docentes y divulgadores. Toda metáfora guarda cierta distancia con el fenómeno que quiere ilustrar. En el caso de la mecánica cuántica, esa distancia es especialmente grande.
La mecánica cuántica es la física de lo muy chiquito, la rama de la física que explica lo que sucede en el mundo microscópico. Por ejemplo, lo que sucede en el interior del átomo o lo que sucede con las partículas que hay en el interior del átomo cuando salen e interactúan entre sí.
¿Por qué hay una mecánica cuántica? ¿Por qué las leyes del mundo microscópico son diferentes de las del mundo de todos los días?
Porque el comportamiento de la naturaleza no es el mismo cuando cambian las escalas, cuando cambia el tamaño de los objetos involucrados. Por ejemplo, si dejamos caer una tabla de madera lo hace con cierto estrépito. Si le acercamos un fósforo, arde con relativa dificultad. Si esa misma madera la reducimos a aserrín y lo dejamos caer, lo hace lentamente y queda suspendido en el aire durante varios segundos. Si le acercamos un fósforo, arde rápidamente. Es decir que las propiedades de la madera dependen de su tamaño. De la misma forma, las propiedades y el comportamiento de un pedazo de hierro son diferentes de las de un átomo de este metal.
La existencia de los átomos fue supuesta por Demócrito en el siglo IV a.c. Pero no se tuvieron indicios ciertos de su existencia y sus propiedades hasta principios del siglo XIX, con los trabajos del inglés John Dalton. Los físicos comenzaron a sospechar que los átomos realmente existían y que eran los ladrillos que formaban la materia: todo estaba hecho de átomos.
Lo que no se sabía era cómo eran los átomos, cómo era su estructura interna. A fines del siglo XIX J. J. Thomson (otro inglés) descubrió que dentro de los átomos había unas partículas cargadas con electricidad negativa, que hoy llamamos electrones. Como, hasta donde se sabía, los átomos eran eléctricamente neutros, esas cargas negativas tenían que ser compensadas por igual cantidad de carga eléctrica positiva. Thomson imaginó a los átomos como una gran masa cargada positivamente, con los electrones (negativos) incrustados en ella como pasas en un budín. Era, justamente, el modelo del budín.
Más tarde el neocelandés Rutherford descubrió que las cargas positivas (que hoy llamamos protones) estaban concentradas en una región muy pequeña dentro del átomo, el núcleo, y que los electrones los rodeaban como planetas girando alrededor del sol. Se lo llamó el modelo planetario.
Este modelo planetario resultaba muy cómodo. Tenía el atractivo de la metáfora eficaz: poner algo desconocido (el átomo) en relación con algo conocido (el Sistema Solar). Sin embargo el modelo estaba condenado desde su nacimiento. Los físicos sabían que no podía ser completamente cierto porque la teoría electromagnética predecía (y la experiencia lo había confirmado) que las cargas eléctricas emiten energía cuando giran. Por lo tanto los átomos, con electrones girando a su alrededor, también debían emitir energía continuamente. Y eso no sólo no se había observado (salvo en el caso de las sustancias radiactivas) sino que, si así fuera, en algún momento esa energía se agotaría y el electrón caería dentro del núcleo. Lo que tampoco sucedía.
Sin embargo el modelo planetario era tan cómodo y elegante que persistió. Aún hoy la imagen que todos tenemos del átomo es la del modelo planetario. Los institutos de investigación atómica y empresas de tecnología nuclear usan el modelo planetario como emblema. Y cuando, en 1967, Grecia emitió un nuevo billete de 100 dracmas con el retrato de Demócrito, incluyó también la imagen de un átomo de litio, en su versión planetaria.
Para salvar al modelo planetario, los físicos intentaron demostrar que “de alguna manera”, “bajo ciertas condiciones”, los electrones podían girar en órbitas estables sin emitir energía, contra lo que indicaban la experiencia y la teoría electromagnética, aunque nadie sabía cómo esto podía ser posible.
Lo que sabemos hoy es que los electrones no son “partículas que giran” sino “ondas que vibran”. No se sabe bien qué es lo que vibra. Pero este modelo ondulatorio evita las contradicciones del modelo planetario porque una vibración se puede mantener en el tiempo sin perder energía, como un péndulo que oscila en el vacío, sin rozamientos internos.
El problema con el modelo ondulatorio es que es contrario a la experiencia. Pero a una experiencia que no surge de la observación de la naturaleza (nadie vio directamente un electrón) sino de la observación de los libros: estamos tan acostumbrados a ver los electrones representados como partículas que nos resulta muy difícil considerarlos ondas.
Para convencerse de que los electrones son ondas y no partículas se los puede someter a un experimento hoy clásico: el experimento de la doble rendija o de los dos agujeros.
Se tiene una placa con dos agujeros. Si sobre esta placa se dispara un chorro de arena, algunos granitos pasarán por el agujero de la izquierda, otros pasarán por el agujero de la derecha y si más allá de la placa hay una pantalla para recoger los granitos, se formarán dos montones de arena, uno frente a cada agujero. Y si los agujeros están muy próximos entre sí es posible que los dos montones se superpongan, que haya una zona en común donde caigan granitos de ambos agujeros. Eso es lo que uno espera que suceda con partículas, y eso es lo que efectivamente sucede.
Si en vez de un chorro de arena lo que se dispara sobre los agujeros es un haz de ondas (como el sonido, ondas de radio u olas en el agua), el resultado es bastante diferente. Como antes, el haz se divide al pasar por los agujeros. Una parte pasa por el agujero de la izquierda y la otra por el agujero de la derecha. Una pantalla adecuada que registre la llegada de los dos haces mostrará la acumulación de las ondas en dos zonas, una frente a cada agujero. Pero en la zona central donde ambos haces se superponen ocurrirá algo especial: puede ser que en algún punto donde el haz de la derecha llegue vibrando “para allá” se encuentre con el haz de la izquierda vibrando “para acá”. Como resultado las dos vibraciones se anularán y la pantalla no registrará ninguna vibración en ese punto. Es que las ondas hacen algo que las partículas no pueden hacer: interfieren. En el punto de la pantalla donde se encuentren un granito de arena proveniente de cada agujero necesariamente aparecerán dos granitos. Pero del encuentro de dos haces, el resultado puede ser ningún haz.
Si se hace la experiencia con un haz de electrones, el resultado es el mismo que con las ondas: hay zonas donde los dos haces interfieren. Esto no es una especulación teórica: el experimento se hizo y el comportamiento del haz de electrones fue el mismo que el de una onda.
Alguien podría preguntar si el electrón realmente “es una onda” o si solamente “se comporta como una onda”. Pero la física no dice “qué” son las cosas sino “cómo” son. Es un hecho que el electrón (y las partículas subatómicas en general) se comportan como ondas. Y eso explica por lo menos una de las paradojas de la mecánica cuántica: que una partícula pueda estar en dos lugares al mismo tiempo. Uno se imagina a la partícula duplicada, cada una en una posición diferente, como dos mellizos, uno en la sala y el otro en el comedor. Si aceptamos que el electrón es una onda podemos imaginarla extendida a lo largo de todas sus posiciones. Es como una persona (sólo una) parada en la puerta que separa las dos habitaciones: está al mismo tiempo en la sala y en el comedor. Lo que no tiene nada de paradójico.
Cuando los físicos comenzaron a aceptar que los electrones eran ondas surgió el problema de investigar la naturaleza de esas ondas. Lo que resultaba más o menos evidente era que la intensidad de esas ondas podía relacionarse con la probabilidad de ubicar el electrón en un determinado lugar del espacio. En el experimento de la doble rendija, en el punto de la pantalla donde se acumulaban más electrones, la intensidad de la onda era alta y, por lo tanto, era alta también la probabilidad de encontrar un electrón. Ahí donde no llegaban electrones, las ondas interferían, su intensidad se hacía nula o casi nula y también era nula o casi nula la probabilidad de encontrar un electrón.
Según este criterio, la onda no era algo “real” (como el sonido o las ondas de radio) sino una especie de ente matemático asociado a la partícula: estaba la partícula por un lado y, asociada a ella, la “onda de probabilidad”. De alguna manera, se trataba de mantener al electrón como partícula. Pero ¿cómo una partícula podría interferir con otra?
Una respuesta sería que la onda no iba asociada a las partículas individuales, sino a un haz de muchas de ellas. Después de todo, la probabilidad es un concepto que se aplica a conjuntos de elementos y no a elementos individuales: si queremos comprobar que la probabilidad de sacar cara al tirar una moneda es del 50% tenemos que tirar la moneda muchas veces. En el caso del experimento de la doble rendija los electrones que pasaban por un agujero podían chocar con los que pasaban por el otro y distribuirse sobre la pantalla “como si” interfirieran.
Pero el experimento de la doble rendija se puede realizar disparando los electrones uno por uno con los mismos resultados. ¿Cómo puede un electrón interferir con el anterior, que ya pasó? O, mucho peor, con el siguiente, que todavía no pasó. La respuesta es, por supuesto, que cada electrón es una onda en sí mismo y, al atravesar la placa, pasa por los dos agujeros al mismo tiempo. Una partícula no puede. Una onda, sí.
Para entender mejor este comportamiento se han planteado variantes al experimento de la doble rendija. Se pueden instalar detectores en la placa para “ver” cómo el electrón se divide en dos al pasar por cada agujero. Pero aquí surge otro problema: al electrón no lo podemos ver directamente, hay que hacerlo interactuar con otra cosa (un campo magnético, por ejemplo). Y esa interacción cambia el experimento y su resultado no es el mismo que sin detector. También se puede probar abriendo y cerrando alternativamente los agujeros para obligar al electrón a pasar por solo uno de los dos. En este caso el resultado vuelve a cambiar porque ya no sería el experimento de la “doble” rendija.
Los resultados de estos experimentos no pueden entenderse si consideramos al electrón como partícula. Richard Feynman (Premio Nobel de Física en 1965) dijo en relación con esto que “nadie entiende la mecánica cuántica”. En realidad, lo que no se entiende es cómo una partícula pueda interferir con otra. Es que no es una partícula, es una onda.
Que el electrón cambie su comportamiento según el experimento ha llevado a otro malentendido: creer que el electrón se adapta a nuestras intenciones o que “sabe” si lo están mirando. Todo se aclara cuando entendemos que cada experimento implica una interacción que necesariamente debe afectar al electrón. Decir que un electrón sabe que lo están mirando porque cambia su comportamiento es como decir que una vela encendida sabe que la están soplando porque se apaga.
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