Sábado, 4 de diciembre de 2010 | Hoy
Por Pablo Capanna
La historia de la ciencia está hecha tanto de exitosos proyectos de investigación como de fantasías, callejones sin salida, frustraciones y hasta errores que pueden resultar fecundos.
Se diría que algo similar ocurre con la política, que necesita tanto del realismo y del utilitarismo como de esa dimensión utópica que le permite ser creativa.
En la historia de la ciencia no han faltado los falsos problemas y las cuestiones insolubles. Por lo menos sirvieron para que entendiéramos que no tenían solución o buscáramos otros caminos. Pero algunas de esas cuestiones, que pertenecen a una suerte de metafísica de la ciencia, vuelven a plantearse siempre, y la esperanza de resolverlas nunca muere.
Los grandes problemas que se planteaba la ciencia en el mundo antiguo no eran aquellos que recién comenzarían a verse siglos más tarde. Las cuestiones que más intrigaban estaban en el campo de la geometría, o mejor dicho de los límites que se había autoimpuesto la geometría griega. Uno de ellos era la cuadratura del círculo: construir un cuadrado que tuviese la misma superficie que un círculo dado. La tradición quiso que se convirtiera en sinónimo de “problema sin solución”, y lo cargó de misteriosos sentidos. No menos insolubles eran la trisección del ángulo y la duplicación del cubo.
La condición era que todos estos problemas debían resolverse usando sólo regla y compás. Pero después de haber ocupado a algunas de las mejores mentes de la historia, recién en el siglo XX se pudo demostrar que no tenían solución con los medios gráficos.
La medicina griega tenía varios remedios de múltiple acción, como las panaceas de Quirón, Asclepios y Heracles. En el límite, soñó con la panacea universal, el remedio que curaría todas las enfermedades.
En el mundo de los alquimistas, la idea de la panacea universal se asoció con la búsqueda de la inmortalidad. Los alquimistas árabes convirtieron la panacea en elixir y su búsqueda se asoció con la piedra filosofal, que podía convertir los metales vulgares en oro. Ocurre que la inmortalidad y la riqueza son sueños hermanos, porque la una sin la otra pierde bastante de su atractivo.
El elixir, la panacea o la piedra filosofal eran los sueños de la ciencia medieval; con el tiempo fueron olvidados, o acabaron refugiándose en las seudociencias.
Pero si hay un sueño moderno por excelencia (por lo menos así lo creía Spengler) se diría que es la máquina de movimiento perpetuo, que nació con la mecánica y se resiste a desaparecer. En su tiempo, Leonardo renegaba de los inventores de esas máquinas tanto como de los alquimistas. Homero Simpson, una autoridad hoy más respetada que Leonardo, también se puso firme el día que Lisa trajo una de esas maquinitas. Con tono admonitorio, le recordó: “¡En esta casa se respetan las leyes de la termodinámica!”.
Se podría creer que el movimiento perpetuo sólo sobrevive en el vals “Perpetuum mobile” de Johann Strauss. Pero, a pesar de que se suele decir que la Academia de Ciencias francesa dejó de aceptar trabajos de ese orden después que se enunciaron las leyes de la termodinámica, el hecho es que se han seguido otorgando patentes. Una de las últimas es de 2003 y fue concedida en Estados Unidos.
Por lo que sabemos, el único movimiento perpetuo posible sería el de un péndulo ideal, es decir uno que prescindiera del rozamiento. Aun en ese caso, sería perpetuo, pero jamás eterno porque, como cualquier objeto físico, estaría expuesto al desgaste. Y aunque pudiera vencer a la fricción, los péndulos se detienen en cuanto pretendemos que hagan algún trabajo.
Cualquier otra máquina requiere energía y está sujeta a las leyes de la termodinámica. Podríamos hablar de movimiento perpetuo si estuviéramos ante una máquina que no requiere de energía y al mismo tiempo produce trabajo, lo cual es casi como crear de la nada. Algunos imaginan máquinas que podrían producir más energía de la que consumen, violando la primera ley de la termodinámica. Otros no pretenden tanto, pero suponen que pueden evitar la entropía.
La mayoría de esas máquinas utilizan la fuerza de gravedad, como los viejos relojes de pesas. Las más comunes son apenas ruedas desbalanceadas para que la gravedad las ponga en movimiento, como aquella con un número impar de pesas que ideó en el siglo XIII el francés Villard de Honnecourt. Siglos antes, el indio Brahmagupta había propuesto hacer otra con rayos huecos que contenían mercurio.
Algunos, como el alquimista Robert Fludd y el químico Boyle, apelaron a la hidrostática. Fludd imaginó una rueda de palas que funcionaba gracias al agua que extraía una bomba que ella misma ponía en marcha. Boyle pensó que el agua que subía por capilaridad, goteaba sobre la rueda y podía llegar a moverla a perpetuidad.
Hubo quienes pensaron combinar magnetismo y gravedad, levantando una bola metálica con un electroimán y dejándola caer por gravedad. Otros recurrieron a la electricidad, a la fuerza mareomotriz, y la lista sigue...
Si hay alguien en la historia de la ciencia (¿o de la seudociencia?) que se hizo famoso con el movimiento perpetuo sin duda es el alemán Orffyreus. De sus máquinas incansables se ocuparon personajes como Leibniz, Newton, Gravesande o Christian Wolff, y todavía hay quien le rinde homenaje.
Vivió entre 1680 y 1745, cuando culminaba la revolución científica y ya humeaban esas calderas que anunciaban la máquina a vapor. En su partida de nacimiento figuraba con el nombre de Johann Ernst Elias Bessler. Había adoptado el seudónimo “Orffyreus”, que resultaba de escribir todo el alfabeto en un círculo y reemplazar cada letra de “Bessler” por su opuesta.
No es mucho lo que se sabe de su vida, que parece haber sido turbulenta y por momentos trágica. Se dice que tenía muy mal carácter y marcados rasgos paranoicos. Se le atribuye una escasa formación teórica, pero también una extraordinaria inventiva. Fabricó relojes, inventó un carro automóvil que decía obtener energía de la gravedad, diseñó una fuente ornamental, un órgano programable y un barco movido por ingeniosos mecanismos de relojería. Con todo, fueron sus máquinas de movimiento perpetuo las que lo hicieron famoso.
La primera la exhibió en 1712 en Gera, en el antiguo principado de Reuss. Se trataba de una rueda de dos metros de diámetro, unida a un complicado sistema de palancas. Una vez puesta en movimiento no se detenía y parecía generar la fuerza suficiente para levantar algunas pesas. Era un bastidor revestido de lona, que ocultaba cierto mecanismo secreto que tenía en su eje. Su espesor (de 10 cm) hacía difícil que ocultara algo demasiado complejo.
Al año siguiente, Orffyreus exhibió otra rueda en Draschwitz, en las cercanías de Leipzig. Esta tenía 2,75 metros de diámetro y 15 cm de espesor, y levantaba unas piezas metálicas más pesadas. En estas circunstancias la vieron funcionar centenares de personas, y las autoridades convocaron a una comisión de doce expertos para que la estudiaran.
Los investigadores pudieron ver que si bien para arrancar la rueda alcanzaba con soltar la cuerda que la detenía, la máquina pronto ganaba velocidad y había que hacer un considerable esfuerzo para detenerla. Era capaz de levantar un hombre del suelo. Testigos calificados como Christian Wolff y el arquitecto Fischer dejaron constancia de que hacía mucho ruido al arrancar y era movida por ocho pesas, que pudieron examinar.
Como en esa época no existía el registro de patentes, Orffyreus ofrecía vender el secreto de su mecanismo por 100 mil táleros, unos 2 millones de dólares actuales.
La tercera y última máquina tuvo aún mayor difusión. Orffyreus la construyó en una cámara del castillo de Weissenstein que le cedió el Landgrave de Hesse-Cassel. Tenía 3,7 metros de diámetro y 36 cm de espesor. Ahora no sólo levantaba pesas sino que sacaba agua de una cuba mediante un tornillo de Arquímedes. La máquina fue puesta en marcha ante una comisión de notables (que no tuvieron acceso al mecanismo secreto) y el único acceso a la sala fue clausurado. A los quince días se rompieron los sellos, y la máquina seguía andando. Pasaron otros dos meses, cuando se volvió a abrir la sala, la máquina aún giraba a unas 25 rpm constantes.
Esta vez también desfilaron centenares de personas. Uno de ellos era el físico Gravesande, que mantenía correspondencia con Newton. Cuando intentó acceder al mecanismo oculto, el inventor montó en cólera y lo destruyó antes de permitir que lo viera.
Orffyreus murió a los 65 años, al caerse de un andamio mientras estaba construyendo un molino de cuatro pisos para el rey de Prusia.
A todo esto, la rueda de Orffyreus se estaba pareciendo a un clásico tema policial, como el de ese crimen que ocurre en un cuarto herméticamente cerrado. Algunos sospechaban que hubiese un hombre escondido en la rueda, pero el espesor de la rueda no lo permitía. Otros han llegado a imaginar que el alemán, adelantándose a Volta, podía haber inventado algún tipo de batería eléctrica; una idea que apenas alcanza para un cuento de ciencia ficción. Más convincente es pensar que Orffyreus, que había fabricado relojes, hubiese escondido un resorte en alguna parte.
La segunda comisión emitió un informe favorable. Uno de los que habían observado funcionar la rueda durante horas había sido nada menos que Leibniz, el filósofo que junto a Newton creó el análisis matemático. Tras reivindicar a Orffyreus como su amigo, Leibniz no vacilaba en afirmar que allí “había algo extraordinario”. Muy positivo fue también el juicio del filósofo Christian Wolff, una de las figuras más influyentes del mundo académico de entonces, que hizo un detallado informe de sus observaciones. Para esos días, la Royal Society inglesa estaba reuniendo fondos para comprar la máquina, a pesar de las pretensiones monetarias del inventor.
Diez años después se volvió a abrir la cuestión, cuando una mujer que había trabajado como criada de Orffyreus se presentó ante la Justicia para denunciar que la máquina era movida desde otra habitación mediante un dispositivo manual. Según la mucama, el inventor, su mujer, su hijo y ella misma se habían turnado para moverla durante horas. ¿La máquina de Orffyreus era un ingenioso engaño, parecido a aquel famoso Turco mecánico que jugaba al ajedrez y acostumbraba ganarles a los mejores jugadores?
La comisión de expertos desestimó la denuncia. Entre ellos estaba Willem Jacobs Gravesande, el físico holandés a quien todos recuerdan por ese anillo que permite comprobar la dilatación de los metales. Gravesande era miembro de la Royal Society y en el informe que le mandó a su amigo Newton afirmaba: “Sé perfectamente bien que Orffyreus está loco, pero me niego a considerarlo un impostor”.
Aunque la Justicia tampoco hizo caso de la denuncia, la fama de Bessler quedó muy dañada. Desde entonces no se pudo demostrar si sus máquinas eran fraudulentas. Si realmente hubieran funcionado, entonces el problema sería más serio.
Por cierto, cuestiones como éstas no se resuelven en los tribunales mediante testigos juramentados sino en los laboratorios. Pero el enigma se mantiene.
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