Sábado, 12 de marzo de 2011 | Hoy
LOS PLANES ARGENTINOS DE EXPANSION ESPACIAL
Por Matias Alinovi
Será un golpe a la suspicacia. Un asalto al escepticismo descomunal ante la posibilidad de perseverar en desarrollos propios. Será, también, una victoria de la gestión política de la ciencia: el final de la distinción taxativa y anómala, que todo el mundo parece compartir en los foros digitales, entre la probidad y la capacidad desmedida de nuestros científicos, y la ineptitud incurable de nuestros políticos.
Se sabe que la condición de posibilidad de la soberanía supone el sostenimiento de una identidad aun cuando uno no se reconozca en todas las circunstancias. O mejor, que la identidad nacional sobrevive porque es una referencia que preexiste a los avatares que esa identidad pueda sufrir; en otras palabras, que la identidad nacional está antes que todos los mundos posibles. Pero también se sabe que es la efectiva apertura hacia esos mundos posibles la que, como una confirmación periódica, contribuye a su sostenimiento. Poner un satélite en órbita a través de un lanzador propio será decididamente más que la concreción de esa rigurosa posibilidad material atravesando tenazmente los avatares de la historia nacional reciente.
El país tiene una larga tradición en cohetería. En la década del sesenta, un par de experiencias exitosas –un ratón viajó a bordo de un cohete Orión II, y un mono tripuló un cohete Rigel que alcanzó setenta kilómetros de altura– convirtió a la Argentina en uno de los cinco países del mundo que por entonces habían desarrollado experimentos biológicos en el espacio. Esas experiencias querían inaugurar una estrategia escalonada cuyo objetivo era el desarrollo de un lanzador satelital, y ya en 1971 la prensa publicaba que el país se preparaba para poner un satélite en órbita.
Con la infausta llegada del Proceso hubo recursos inéditos en materia de investigación espacial, pero los dos conflictos bélicos de la época hicieron que esa línea de cohetería con propósitos científicos se viera atravesada por otra distinta. Como recuerda el historiador Diego Hurtado de Mendoza en La ciencia argentina (un proyecto inconcluso), pocas semanas después de la rendición de Malvinas, en una reunión secreta de brigadieres y comodoros en la sede del comando de la Fuerza Aérea, se tomó la decisión de desarrollar un misil balístico de alcance medio, el Cóndor II, que podría transportar una cabeza explosiva de quinientos kilogramos a mil kilómetros de distancia. Para la iniciativa secreta se buscaron socios: Alemania proveería la tecnología, e Irak, con Egipto como intermediario, el financiamiento. Argentina aportaría las instalaciones y el personal científico. Dos años después, esa iniciativa secreta de los militares argentinos –que entre otras cosas implicó la construcción de un laboratorio subterráneo en Falda del Carmen, Córdoba– ya era conocida por los servicios secretos de Gran Bretaña e Israel, además de la CIA.
Con la vuelta de la democracia el proyecto de la dictadura no se suspendió. Alfonsín supo de su existencia a través de su primer jefe de la Fuerza Aérea y firmó un decreto secreto que aprobaba su continuidad. Según Hurtado, la iniciativa buscaba controlar parcialmente el desarrollo y apaciguar a los militares mientras se los juzgaba por la violación de los derechos humanos. Pero hacia el final del mandato de Alfonsín las presiones de los Estados Unidos para que se abandonara el proyecto aumentaron decididamente. Con la cancelación de la participación de Irak, en 1989, se temieron sanciones económicas.
Lo que vino después fue la humillación del realismo periférico, en acto. Es bien sabido que en materia de relaciones exteriores la filosofía del gobierno de Carlos Menem era aquella que había alcanzado a razonar nuestra Cancillería: desafiar el orden impuesto por las potencias centrales desde la vulnerabilidad argentina –son expresiones textuales, que atinadamente recoge Hurtado– sería definitivamente gravoso para el país. En consecuencia, la prescripción soberana era no ahorrar esfuerzos por disminuir la confrontación política con las potencias a cero. Por eso, cuando los Estados Unidos volvieron a la carga para que se diera de baja el proyecto, el realismo periférico entró en acción y el gobierno argentino facilitó al norteamericano todas las partes del Cóndor II desarrolladas en el país para su metódica destrucción. De acuerdo con Hurtado, de ese modo, luego de más de tres décadas de desarrollo de cohetes sonda, lanzadores y misiles, el desarrollo espacial en la Argentina volvía a punto cero: se había cumplido nuestra voluntad soberana.
En los medios, la ciencia siempre juega a la refundación: todo parece empezar hoy. Pero es una ilusión del relato. Todo desarrollo tecnológico se apoya en conquistas anteriores. El servilismo ramplón de Carlos Menem –y de Carlos Escudé, que hoy juega su propia refundación– no supo reorientar el proyecto para preservar los adelantos tecnológicos y prefirió destruirlo todo. Algo, sin embargo, se preservó. A cambio del desmantelamiento del proyecto Cóndor II, la magnanimidad norteamericana se comprometió a transferir tecnología a la Argentina para el desarrollo de satélites. En 1991 se creó la Conae que, contra todo pronóstico, supo aprovechar extraordinariamente lo que se ofrecía. A través de acuerdos de cooperación con la NASA, la Conae puso en órbita varios satélites propios con el criterio acertado de que la información satelital permitiría optimizar determinadas áreas socioeconómicas. Ese sagaz cambio de frente abrió un margen de maniobras a la obstinación inteligente de Conrado Varotto, su director desde 1994, cuya figura va exigiendo hace rato la aparición de un biógrafo bien determinado. Bajo Varotto, la Conae estableció un sistema de Planes Espaciales de revisión periódica, y en 1997 se decidió que la comisión trataría el problema del acceso al espacio. Así, seis años después del desguace, la Argentina volvía a hablar oficialmente de desarrollar un lanzador.
Para ser precisos, los tecnólogos no hablan de cohetes, sino de vectores. Conceptualmente, un vector es un elemento que puede ubicar una carga útil en un punto determinado. Desde el momento en que posee esa capacidad, es tecnológicamente indiferente de qué carga se trate. Si transporta una carga explosiva, el vector es, desde luego, un arma de guerra; si transporta instrumentos de medición, un aparato científico. También puede poner un satélite en órbita y ser un lanzador. El pasaje entre el elemento de investigación, o el lanzador, y el arma bélica, es una decisión política. Es claro que en el caso del Cóndor los militares argentinos ya habían tomado esa decisión, pero también lo es que el desarrollo era tecnológicamente indefinido, porque para convertirse efectivamente en cualquiera de esas aplicaciones carecía de determinados elementos técnicos.
La otra diferencia entre vectores es anterior a su función y estriba en el combustible. Los hay de combustible sólido o líquido. El combustible sólido está asociado a la aplicación militar, aunque permite también desarrollar vectores con cualquier otra aplicación. Los lanzadores satelitales suelen utilizar una combinación de las tecnologías sólidas y las líquidas: el empuje del motor de combustible sólido permite que el vector salga de la atmósfera, mientras que el motor líquido habilita una capacidad de maniobra que permite colocar el satélite precisamente en su órbita. Pero también existen lanzadores satelitales enteramente líquidos.
En cambio, el vector líquido no habilita la aplicación militar, simplemente porque no permite la administración de los tiempos de respuesta bélicos: el tanque de combustible de un motor líquido debe llenarse durante dos o tres días. En conclusión, el vector de combustible líquido, entre otras cosas, aventa los fantasmas de la utilización bélica porque no es estratégicamente sensato.
¿Se puede decir, sin faltar a la verdad, que con el Cóndor Argentina tuvo un proyecto de lanzador propio que debió abandonar por presiones internacionales? La respuesta taxativa tiene sus dificultades. Dos cosas, quizás, sí pueden decirse: que si no se hubiera desmantelado completamente el Cóndor estaríamos más cerca de tenerlo –aun cuando el Cóndor haya venido a enterrar promisorios proyectos anteriores–. Y que hoy, efectivamente, tenemos un proyecto, el del Tronador, que en principio no tendría por qué interrumpirse. Pero entonces la pregunta natural es por qué esta asociación entre la Conae y otras instituciones nacionales, que empezaría a dar sus frutos, ahora prospera. ¿Por qué ahora no habría impedimentos visibles? ¿Qué cambió respecto del proyecto Cóndor?
La primera dificultad con el Cóndor era, sin duda, su origen. Aunque siempre se consideró como nacional, el Cóndor era un proyecto originalmente alemán, desarrollado en el país. La segunda dificultad era el secreto. La tercera, que utilizara combustible sólido. Con el desarrollo del Tronador, Conae buscó disipar minuciosamente todas esas dificultades y aventar los fantasmas del secreto y de las desviaciones posibles del proyecto. El Tronador, en consecuencia, es un desarrollo enteramente nacional, abierto a la comunidad científica internacional, y que utiliza combustible líquido.
Desde su creación la Conae ha desarrollado y puesto en órbita, a través de lanzadores extranjeros, varios satélites propios. El próximo lanzamiento está previsto para junio próximo. Se trata del satélite SAC_D/Aquarius, la cuarta misión conjunta entre la Conae y la NASA.
En materia de satélites, se prevé que lo que viene es la arquitectura segmentada. Es decir, la idea de que en el futuro varios satélites livianos capaces de dar prestaciones distintas podrán conjugar sus datos para obtener la misma prestación que un satélite grande. Se dice que esos satélites pequeños formarán clusters, o constelaciones. Las ventajas son previsibles: la idea del cluster evitaría los riesgos de poner un gran satélite en órbita, con todo lo que se pone en juego en cada lanzamiento. Pero a su vez la arquitectura segmentada exigiría la autonomía de lanzamiento, porque supondría poner en órbita más seguido satélites más pequeños. Esa autonomía estaría garantizada a través del Tronador, que sería capaz de poner pequeños satélites en órbita para formar clusters.
¿Y qué aportaría el motor líquido? Si la idea es avanzar hacia un esquema de lanzamiento satelital más confiable, el motor líquido presentaría ventajas indudables. El motor sólido, una vez encendido, ya no puede detenerse, mientras que el líquido es controlable. Es decir que habría una razón técnica para preferirlo. Podría suponerse, sin embargo, que la ingeniería del motor líquido es más compleja. En la Conae son conscientes de esa dificultad, pero también entienden que una ingeniería compleja no puede disuadirlos, porque es una ventaja estratégica del país: los planos del Tronador son enteramente nacionales, y el costo del motor líquido estriba en su ingeniería.
En materia de combustible sólido Conae tiene un ejemplo visible y cercano. Brasil tiene un desarrollo propio, llamado Vehículo Lanzador de Satélites (VLS), con el que busca poner en órbita satélites propios desde el Centro de Lanzamiento Alcántara, en el estado de Marañao, al oeste de la Región Nordeste. Es un desarrollo de combustible sólido que se lanzó tres veces. En 1997, en el lanzamiento inaugural, debió ser destruido en vuelo, con un satélite a bordo. Dos años después, en 1999, ocurrió lo mismo. Y el 22 de agosto de 2003, en el tercer intento, el lanzador explotó con dos satélites a bordo. En la explosión murieron veintiún personas.
¿En qué situación está el desarrollo argentino? El motor del Tronador se ha puesto a prueba en bancos de ensayo, y se han verificado algunos lanzamientos sobre el mar, con motores pequeños. Hoy la Conae estaría buscando financiamiento de fuentes internacionales, a través del gobierno argentino. Ese financiamiento permitiría construir el lanzador –que se prevé de unos treinta metros de altura–, pero sobre todo vendría a financiar las facilidades que permitirían lanzarlo, puesto que las de Falda del Carmen no serían aptas para hacerlo. Se supone que en Tecnópolis, la muestra tecnológica que tendrá lugar en Villa Martelli hacia el mes de mayo, podrá verse una maqueta en escala natural del vector.
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