Sábado, 11 de junio de 2011 | Hoy
UN ANALISIS CIENTIFICO DE LA ACCION DIVINA
Por Matias Alinovi
Hay en Roma una comisión de peritos que se quiere científica. ¿En qué sentido lo es? Podemos reconocer tres razones diversas en esa aspiración. En principio suele estar integrada por médicos. Los médicos, ¿son científicos? En un libro de Isaac Asimov cuya referencia perdí, leí alguna vez que, de todas las ciencias, la física era la que más había avanzado, y la medicina la que menos. La afirmación prueba que aun en el criterio escalonado del divulgador ruso-norteamericano, una comisión de médicos puede aspirar a ser una comisión científica. La comisión que nos ocupa quiere, además, que su palabra valga por un veredicto académico, y ése es el segundo sentido en que debemos considerar su pretensión: su razón de ser es gestionar un dictamen científico. Pero en tercer lugar, y es lo que aquí nos interesa, cada vez que establece los límites de lo inaudito, nuestra comisión legisla sobre una extraordinaria categoría epistémica: el milagro.
¿Qué es un milagro? De acuerdo con Voltaire, la violación de leyes inviolables, es decir, una mera contradicción en los términos, un oxímoron, una invención de la lengua sin contrapartida empírica. De acuerdo con la Congregación para la Causa de los Santos –la institución vaticana que estudia milagros, martirios y virtudes, y propone los ejemplos de santidad–, es un hecho que no puede ser explicado por causas naturales.
Es bien sabido que convertirse en santo supone atravesar las distintas etapas de un proceso laborioso inspirado en lo jurídico. Ese proceso tiene fases preliminares que pueden instruirse fuera de Roma. Pero en la segunda etapa, la decisiva, la causa es acogida en el Vaticano, y es allí donde el candidato podrá ascender, o no, los dos últimos escalones: la beatificación y la canonización. Alcanzar la beatitud implica sin embargo iniciar un proceso suplementario por el que debe comprobarse que Dios ha operado un milagro por intercesión del candidato. Una vez beatificado, para acceder a la canonización se exige un nuevo milagro comprobado, ejecutado por la intercesión del ahora beato.
En conclusión, todo santo cuenta en su haber con, al menos, dos milagros comprobados (a excepción de los mártires, de quienes no nos ocupamos aquí). Durante el proceso, los milagros presuntos son estudiados por una comisión de peritos –usualmente integrada por médicos si el milagro implica curación– y luego discutidos en un congreso especial de teólogos. Pero es nuestra comisión la que, en definitiva, examina los aspectos científicos de la operación milagrosa.
La mayoría de los milagros que examina la comisión es de naturaleza médica. En el devenir de la historia del milagro, los prodigios empíricos, las manipulaciones aparatosas de la realidad inanimada, han cedido terreno ante las curaciones milagrosas. Sabemos, sin embargo, que es posible, y hasta deseable, que la comisión investigue milagros de otro tipo: en un mensaje reciente al prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, Benedicto XVI recordaba que de acuerdo con una tradición inveterada de la Iglesia, el milagro siempre debe ser físico, “pues no basta con un milagro moral”.
¿Cuál fue el último milagro empírico, no médico, aprobado por la comisión? Una multiplicación de arroz. En el mes de enero de 1949, el fraile Juan Macías dio de comer en Badajoz, España, a una multitud hambrienta con tres tazas de arroz, que al ser arrojadas al agua hirviendo se multiplicaron indeciblemente. Una salvedad: Juan Macías había muerto trescientos años antes, en Perú, y el prodigio se verificó a través de la sola mención de su nombre por parte de la cocinera. A través de ese milagro comprobado, Macías accedió a la canonización.
La filosofía experimental que concibió primero el inglés Robert Boyle –la que sigue sustentado nuestras prácticas científicas– establece que los hechos pueden servir como fundamento del conocimiento en la medida en que no sean vistos como productos humanos. Es decir, la ciencia está basada en hechos naturales, y los hechos naturales son necesarios porque no suponen agencia humana. Todo lo que supone agencia humana es contingente: podría no haber sido como es. En cambio, el hecho natural, al estar definido como aquello que no admite agencia humana, puede, y debe, ser considerado como necesario. Para los detractores de Boyle, sin embargo, la contradicción de su filosofía estribaba en el experimento.
Porque Boyle producía los hechos experimentales que sustentaban su conocimiento a través de una máquina: la máquina de vacío. Pero si aspiraba a que esos hechos fueran fundamento de su conocimiento debía garantizar que fueran necesarios, es decir, que no admitían agencia humana alguna. Ahora bien, si esos hechos eran producidos por una máquina fabricada por los hombres, la agencia humana, ¿no se colaba de algún modo a través de la máquina, alterando así el supuesto básico de la filosofía de Boyle? Esa era la objeción de Thomas Hobbes a las prácticas experimentales de Boyle. Hobbes no creía que la máquina pudiera producir hechos –eventos sin agencia humana– simplemente porque era un producto humano. En consecuencia, siempre consideró como viciada de nulidad la actividad de Boyle: la ciencia experimental era una práctica extraviada. Por su parte, Boyle vivió preocupado por mostrar que en la máquina no se colaba el aire, que no había ningún descuido, que estaba bien sellada, es decir, que en la producción de los hechos no se filtraba inadvertidamente la agencia humana.
La analogía con los milagros estaría establecida en estos términos: nuestra comisión vaticana de peritos, que establece qué es un milagro y qué no lo es, es una máquina productora de hechos de fe. Los milagros podrían ser considerados como hechos de fe en la medida en que la comisión querría que los consideráramos como hechos sin agencia humana –la intercesión no sería agencia– y por lo tanto como necesarios. En un documental extraordinario sobre el Santo Sudario que periódicamente se repite por el canal de televisión Santa María, Amílcar Funes, un físico egresado del Instituto Balseiro, sostiene que Dios, cuando hace milagros, no altera las leyes de la física. Simplemente acelera, estimula o inhibe procesos naturales. Funes expresa así el supuesto epistemológico básico de nuestra comisión de peritos. La pregunta es: ¿por qué Funes y la comisión eligen pensar así?
Si decimos que un milagro no supone la alteración de las leyes de la naturaleza, el milagro solamente puede estribar en la aparición milagrosa del evento. Dios hace aparecer inopinadamente una luz –estimula una emisión inopinada de fotones, digamos– que en cuanto aparece en el mundo obedece las leyes de la física: se desplaza a una cierta velocidad, se difracta, se refleja. De paso imprime la imagen de un cadáver sobre una tela. Lo milagroso estribaría entonces en la irrupción de la voluntad divina en el mundo. De modo que ahora podríamos preguntarnos: ¿tiene sentido decir que una irrupción es milagrosa? En otros términos, una intervención divina, ¿es siempre una intervención a costa de la cadena causal? ¿Implica siempre una ruptura de esa cadena? Podría creerse que no. En algún sentido, la física podría considerar que el hombre es un milagro, puesto que no tiene cómo explicar la irrupción de la vida. Establecer las leyes de la naturaleza no supone un determinismo definitivo sobre todo lo que ocurrirá. Supone un determinismo, si se quiere, sobre el modo en que las cosas ocurrirán. No es lo mismo. ¿O sí?
Habría, entonces, una explicación para la posición epistemológica de Funes y de nuestra comisión: que Dios respete las leyes naturales al ejecutar un prodigio es el único camino para reconocer que algo es un milagro, en términos científicos. Es decir, al estudiar el Santo Sudario se podrá establecer, digamos, que allí se proyectó una luz de una determinada potencia –que podrá estimarse–, que imprimió una imagen precisa. Lo que al mismo tiempo permitirá sugerir que la utilización de una luz de esas características era impensable en ese momento, en ese lugar. En definitiva, se podrá explicar científicamente la impresión y establecer las características de la fuente de esa luz, para conjeturar que, al no ser plausible que una fuente semejante haya existido allí, lo que se ha verificado en la ocurrencia es una intervención divina en el mundo. El milagro estriba sólo en la irrupción, pero debe ser posible remontar la cadena causal para reconocerlo.
Dios no altera las leyes de la física, porque sólo así nos permite reconocer sus milagros. Los hechos prodigiosos deben poder explicarse. Si no, seríamos incapaces de apreciar lo extraordinario de su causa. En una curación milagrosa, la comisión podrá establecer, por ejemplo, que una alteración de las proteínas curó al enfermo. Podrá explicar de qué manera se verificó la curación. Ahora bien, ¿cómo pudo ocurrir que se alteraran las proteínas? La respuesta está sugerida en la explicación: intervención divina. No entender el mecanismo natural equivaldría a perder la pista divina para reconocer el milagro.
Pero entonces emerge una nueva interpretación para la aseveración de Funes: los milagros no alteran las leyes de la física porque son creados por el hombre. El respeto por las leyes naturales identificaría una agencia humana, más que una divina. Una agencia humana que identifica el milagro, cuando no hay dolo, y una agencia humana que lo fragua, cuando lo hay. Los milagros no alterarían las leyes naturales porque serían hechos de este mundo, reconocidos por hombres de este mundo. Nótese, sin embargo, que el milagro no es una mera ilusión, como podría ser la magia, simplemente porque supone un mensaje. Para que haya milagro debemos creer que alguien está diciéndonos algo, presuponer que hay anuncio. Si todo hecho es un hecho natural, el mundo es mudo. El milagro, sin embargo, suele interpelar a gente sin mayores recursos epistemológicos. Cuando los apóstoles ven caminar a Jesús sobre las aguas, se sorprenden milagrosamente, pero no se interrogan sobre cómo es posible el hecho, o si es o no un hecho natural. Es decir, la ocurrencia del milagro clausura la pregunta. Salvo para Tomás, y para nuestra comisión, que debe dictaminar a través del examen que allí ocurrió un milagro. Así, la comisión parece violar un presupuesto básico del milagro, que sería el de no examinarlo epistémicamente. El milagro sólo nos interpela desde el no examen epistémico. El milagro es sin por qué. La pregunta es entonces: ¿por qué existe la comisión? Y la respuesta es política: se trata de dar la batalla de la opinión pública.
David Hume tiene un argumento que no ataca la producción milagrosa sino su testimonio, aunque una cosa depende naturalmente de la otra, puesto que no hay milagro si no hay testimonio del hecho milagroso. ¿En qué consiste el argumento de Hume? El filósofo se pregunta cuándo es razonable creer en los milagros. ¿Cuándo es razonable creer en el testimonio de hechos extraordinarios? Es decir, examina la cuestión del testimonio epistémico. De acuerdo con Hume, sería imposible obtener un testimonio que nos convenciera epistémicamente de que se ha producido un milagro. Un milagro exige un testimonio, pero ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a no ser que la naturaleza del testimonio sea más milagrosa que el hecho. En sus Diálogos sobre religión natural, dice Hume: “Cuando alguien me dice que vio resucitar a un muerto, inmediatamente me pregunto qué es más probable: que esta persona engañe o sea engañada, o que el hecho que narra haya podido ocurrir realmente”. Cuando alguien nos dice que ha ocurrido un milagro, la experiencia, a su vez, nos dice que lo más probable es que no haya ocurrido, porque mientras lo milagroso ocurre raramente, la mentira es más o menos corriente. En conclusión, aunque metafísicamente la intervención divina podría ocurrir –la divinidad podría permitir que alguien resucitara, digamos–, puesto que nuestra experiencia es la única fuente para saber si el hecho ocurrió realmente, deberíamos contar con un testimonio aún más milagroso que el hecho mismo. Un testimonio con el que nunca damos.
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