Sábado, 25 de junio de 2011 | Hoy
SOBRE LA COHETERIA Y LA INDUSTRIA AEROESPACIAL ARGENTINA
Por Jorge Forno
A comienzos de los años sesenta la tecnología aeroespacial estaba dando sus primeros y vigorosos pasos en todo el mundo. Los sueños de viajes intergalácticos asomaban en la literatura, el cine y las series televisivas de ciencia-ficción, algunas de dudosa calidad. Sin embargo, la realidad parecía desmentir aquellas fantásticas aspiraciones, trocándolas en realidades tecnológicamente más limitadas pero tangibles. Las naciones competidoras en la carrera tecnológica no eran muchas y pugnaban por llegar primero a metas que vistas desde la actualidad pueden parecer modestas, pero que en aquellos años exigían titánicos esfuerzos. La tecnología aeroespacial era una ficha valiosa y esquiva en el complejo juego político y militar que las superpotencias de la época desplegaban con el planeta a modo de tablero.
La Argentina pretendía jugar en las grandes ligas de la naciente industria aeroespacial, y sin dudas tenía pergaminos para hacerlo. En la década del 40 el país había realizado los primeros ensayos de motores para cohetes, utilizando distintos tipos de combustibles. La convulsión política de la década siguiente no detuvo a los científicos y técnicos que perseguían el sueño de la cohetería nacional y en 1956 se logró lanzar el Martín Fierro, un rudimentario cohete experimental de pequeñísimo porte y sin carga útil que alcanzó una altura cercana a los dos kilómetros y sirvió como aperitivo de lo que vendría cinco años más tarde.
El Martín Fierro no era un portento tecnológico ni mucho menos, pero permitió al país poner un pie en un campo de investigación altamente sensible y selecto. Sobre todo en tiempos en que las grandes potencias se aprestaban para enviar al espacio animales, satélites y seres humanos. Así fue que en 1957, un año después del lanzamiento del Martín Fierro, la Unión Soviética se adelantó a los EE.UU. en la furiosa competencia espacial con dos acontecimientos que marcaron hitos: en octubre colocó en órbita terrestre al satélite Sputnik y un mes después llevó al espacio a la perra Laika. Estos y otros logros estimularon a científicos e investigadores de todo el mundo para sumarse a la aventura que significaba la conquista del espacio exterior. Sin embargo, los platos fuertes de la actividad aeroespacial llegarían con la siguiente década.
En plena Guerra Fría el desarrollo de cohetes y misiles era un tema caliente. Y en 1961, la Unión Soviética tomó nuevamente la delantera de la carrera espacial, colocando en órbita a un hombre por primera vez en la historia. El 12 de abril de aquel año Yuri Gargarin, un teniente de la Fuerza Aérea Soviética, fue lanzado al espacio a bordo de la nave espacial Vostok I. El nombre de la nave, que en ruso alude al punto cardinal Este, podía asociarse sin mucha perspicacia al conflicto político que el bloque oriental mantenía con el otro gran bloque mundial, genéricamente llamado Oeste. El asunto es que la URSS logró poner en órbita durante más de una hora a una pequeña cápsula esférica, en la que Gargarin protagonizó el primer paseo espacial de un humano. El arriesgado cosmonauta logró regresar a la Tierra sano y salvo y en tiempo y forma, tal como lo habían previsto los mentores del programa espacial soviético. La hazaña cambió para siempre el terreno de la carrera espacial y de la industria armamentística. La Unión Soviética se volcó con estratégicos bríos a producir misiles de cada vez más largo alcance. La vida de Gargarin también cambió radicalmente. El cosmonauta se encontró con una repentina fama, difícil de manejar, condimentada con ribetes de leyenda y –según dichos de la época– con una fuerte adicción al alcohol.
Estados Unidos contraatacó rápidamente. Para la superpotencia de Occidente era inaceptable volver a quedar rezagada frente a su archirrival en este juego tecnológico y geopolítico. El mismísimo presidente Kennedy anunció el 25 de mayo de 1961 un compromiso formidable: aseguró que antes de 1970 su país colocaría un hombre en la Luna. Los escépticos debieron rendirse ante los hechos consumados sobre el filo del plazo en que la promesa debía hacerse realidad, cuando el 20 de julio de 1969 un hombre pisó por primera vez suelo selenita.
Mientras esto pasaba en el mundo, nuestro país, con su modesta capacidad, seguía adelante y con el comienzo de la nueva década las experiencias en cohetería darían un salto cualitativo y cuantitativo de proporciones. El interés criollo por las cuestiones aeroespaciales no era algo nuevo. En los años cuarenta, un ingeniero llamado Teófilo Tabanera creó junto con otros especialistas la Sociedad Interplanetaria Argentina. Una sociedad bautizada con aires de universalidad que en la práctica funcionaba como un espacio de intercambio entre expertos –y también algunos aficionados– sobre temas aeroespaciales. Tal era la efervescencia en relación a estos asuntos, que la revista Más Allá, una publicación dedicada a la ciencia- ficción muy conocida por esos años, tenía un espacio para notas de divulgación científica, en buena parte destinado a temáticas como la tecnología aeroespacial.
El inquieto Tabanera también se convirtió en un referente a nivel global y en 1952 representó al país en la fundación de la Federación Internacional de Astronáutica. En lo que a derecho espacial se refiere, Aldo Cocca, un especialista argentino, ayudó a consolidar una idea que en medio de la Guerra Fría no era fácil de consensuar. Se trataba de que el espacio exterior fuera considerado como patrimonio común de la Humanidad, un criterio que fue consagrado por las Naciones Unidas recién en 1976.
En enero de 1960, Tabanera fue designado por el gobierno de Frondizi para dirigir un organismo que parecía hecho a su medida, la Comisión Nacional de Investigaciones Espaciales (CNIE). Desde ese lugar y en cooperación con el Instituto de la Fuerza Aérea Argentina de Investigaciones Aeronáuticas y Espaciales (IIAE), el comodoro Zeoli del Instituto Aerotécnico de Córdoba y otros tozudos emprendedores, Tabanera decidió jugar fuerte para meter a la Argentina en el reducido grupo de países con cohetería propia. Para ello puso rápidamente en marcha el desarrollo de un cohete nacional de investigación meteorológica, con prestaciones diversas y capacidad de portar y recuperar la carga útil. El Centro de Investigaciones Científicas y Técnicas de las Fuerzas Armadas (Citefa) se sumó al equipo colaborando en la producción de un combustible sólido adecuado para la ocasión.
En asuntos tecnológicos tan complejos como este, un año no es nada. Sin embargo, en febrero de 1961, el primer cohete de desarrollo nacional estaba listo para ser lanzado. La base de lanzamiento se instaló en la provincia de Córdoba, en una estancia de la zona de Pampa de Achala. El lugar, que presenta extensas planicies en altura, resultaba ideal para la experiencia por sus condiciones geográficas y ambientales.
El 2 de febrero de 1961 se lanzó el primer cohete de la saga de los centauros, el APEX A102 Alfa Centauro. El cohete alcanzó, según los testimonios de la época, una altura de casi 20 kilómetros, todo un éxito de la tecnología aeroespacial local. Sin embargo, el paracaídas que debía regresar su carga útil –compuesta por dispositivos para la medición de variables atmosféricas– a la superficie terrestre, nunca fue encontrado por los aviones enviados para hacerlo y la carga útil nunca pudo recuperarse.
El primer paso de la cohetería argentina estaba dado, pero no sería el último en aquel año 1961.
En septiembre y octubre del mismo año otra vez Pampa de Achala fue escenario de lanzamientos, en este caso el Beta Centauro APEX A1S2015. Con la experiencia del Alfa Centauro a cuestas, se tomó nota de las dificultades y se realizaron algunos cambios. Por ejemplo, se optó por diseñar un cohete de dos etapas para que la nave llegara más alto. Cada etapa funciona como un cohete montado sobre otro y la primera etapa se desprende cuando ya no tiene utilidad para el conjunto –por ejemplo cuando un depósito de combustible ha agotado su contenido– haciendo a la nave más liviana y mejorando su capacidad y rendimiento. También, para evitar el problema de localizar la carga útil, se montó un sistema telemétrico, un tipo de sistema de comunicación –que permite la transmisión de datos a distancia y en tiempo real.
En los años posteriores el desarrollo espacial argentino no se detendría, a pesar de los vaivenes políticos y económicos. Ya en 1962, el Gamma Centauro llegaría a 59 kilómetros de altura, lanzado desde una base adecuada para cohetes de mayor porte y construida en el marco del programa espacial en Chamical, provincia de La Rioja. Luego vendrían cohetes y satélites más sofisticados, que aportaron avances nada desdeñables en el camino de la autonomía tecnológica nacional. Aquellos pioneros con espíritu innovador han generado las bases y cimientos de la industria aeroespacial argentina. Medio siglo después la senda que ellos marcaron –aunque muchas veces despreciada a lo largo de la historia– parece gozar de renovada vigencia.
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