Sábado, 20 de agosto de 2011 | Hoy
Por Esteban Magnani
La tecnología expande el horizonte de lo posible y, por lo tanto, fuerza discusiones éticas que antes ni se imaginaban. En los ‘80, por ejemplo, uno de los campos que se abrían imponiendo debates nuevos lo daba la fecundación in vitro y la posibilidad de implantar óvulos en otro útero, lo que obligaba a plantear cuestiones tan básicas como los cánones aceptados de “familia” (niños con dos madres, por ejemplo). Con el tiempo, las prácticas (y el deseo de procrear como fuera) relegaron los debates a un segundo plano. De alguna manera es lo que está ocurriendo con otro tipo de paternidad, la intelectual, que viene ocupando el centro de la escena gracias al nuevo corrimiento de lo posible que ha generado la digitalización de la información. Pero el potencial de Internet se contradice con una lógica de negocios que se agrieta y se apoya en la propiedad privada como axioma que justifica todo lo demás. Pero empecemos por el principio de un nuevo capítulo en esta lucha.
Philosophical Transactions of the Royal Society es la revista científica más antigua de todos los tiempos. Comenzó a publicarse en 1666, y sigue hasta nuestros días, e incluyó trabajos de los grandes pensadores de la revolución científica y posteriores, desde Robert Hooke hasta Charles Darwin, pasando por Isaac Newton. Sin duda esta revista es uno de los grandes patrimonios culturales de la humanidad.
En la era digital la materia resulta un estorbo. Por eso, luego de un acuerdo entre la Royal Society y la empresa Jstor (que se dedica, justamente, a archivar digitalmente publicaciones científicas), esta última procesó los números de los Philosophical... de los últimos 350 años. El objetivo, seguramente trabajoso, fue logrado en 2010, cuando se publicaron 18.592 papers online. Una simple visita al sitio de la Royal Society permite descubrir que para ver la dedicatoria del primer número de la revista (de 5 párrafos) es necesario pagar US$ 8, aunque la mayoría de los papers cuestan US$ 19, dinero que seguramente compensa muy satisfactoriamente el esfuerzo de la digitalización, sobre todo teniendo en cuenta que el grueso del trabajo se hace un sola vez y luego solo queda facturar. Un poco de matemática simple indica que con que se descargue una vez cada paper, a un promedio de US$ 15, se obtendrían US$ 278.880. De más está decir que la ganancia queda limpia, ya que los derechos de autor caducaron hace siglos. En cualquier caso es muy probable que rápidamente se cubra la inversión y luego sea todo rentabilidad neta. Jstor es una empresa sin fines de lucro y la Royal Society asegura que entre sus misiones está “incrementar el acceso a la mejor ciencia internacionalmente”. ¿Entonces por qué una vez cubiertos los costos de la digitalización no liberar esa información, que es parte de la historia cultural mundial? El precio puede no parecer mucho para los científicos, pero ¿qué pasa, por ejemplo, con estudiantes del tercer mundo usando el material para sus trabajos escolares?
Como era de esperar, a muchos no les gustó la idea de pagar por algo que consideraban patrimonio de la humanidad. Uno de ellos es un joven de 24 años llamado Aaron Swartz, conocido activista y empresario informático con varias campañas en su haber (ver recuadro). En un manifiesto de 2008 que se le atribuye, advertía: “La información es poder. Pero como todo poder hay quienes quieren quedárselo para sí mismos”. Un poco más abajo explicaba que era necesario apelar a la desobediencia civil y descargar “revistas científicas y subirlas a las redes que comparten información”, es decir a las redes P2P (o peer to peer), en las que se comparten archivos digitales entre usuarios, como permiten hacer numerosos sistemas, desde el iniciador Napster hasta los actuales torrent.
Swartz entró en los servidores del Massachusetts Institute of Technology (MIT) usando nombres falsos, escondiéndose de las cámaras de seguridad detrás de un casco de ciclista y demás gracias dignas de una película de espías, hasta que Jstor cerró el acceso al MIT para evitar que siguiera la sangría de su información. En cualquier caso ya era tarde, porque Swartz llegó a descargar casi 5 millones de artículos de los archivos de Jstor, entre los que estaban todas las Philosophical Transactions. Cabe aclarar que él, como cualquier otro investigador del MIT, podría haber accedido gratuitamente a la información ya que la institución pagaba un abono; pero su objetivo era el que explicitaba en su manifiesto: permitir que fuera público.
Una vez detenido, el joven devolvió los discos rígidos con toda la información, asegurando que no había más copias y que no distribuiría nada más en el futuro, por lo que la empresa retiró los cargos, probablemente consciente de que no sería buena publicidad poner tras las rejas a un genio de 24 años. Sin embargo, el caso siguió en manos de la fiscalía del Estado de los EE.UU., para cuya representante Carmen Ortiz “robar es robar, ya sea con un comando de computadora o una barreta, y sea para robar documentos, datos o dólares”. Es por eso que el mes pasado el activista fue demandado y se pide a la corte una pena de 35 años de prisión, además de un millón de dólares de multa.
Pero, como era de esperar, la historia no terminó allí. El 20 de julio pasado, un día después de la demanda contra Swartz, un usuario llamado Gregg Maxwell decidió subir un archivo con 33 Gb de los Philosophical... para que sean descargados por cualquier usuario. No está claro de dónde lo obtuvo, pero los focos apuntan evidentemente a Swartz.
Según explica Maxwell en la descripción del torrent disponible en thepiratebay.org: “Las publicaciones académicas son un sistema extraño. A los autores no se les paga por lo que escriben, a los pares que hacen las revisiones tampoco y en algunos campos incluso los editores no son rentados. Hay casos en que los autores deben pagar por publicar. Aun así, las publicaciones científicas son de las más caras. En el pasado, el alto costo financiaba los métodos mecánicos de reproducción [...]. Por lo que yo entiendo, hoy en día el dinero que se paga por acceder sirve para muy poco, excepto para perpetuar un modelo de negocios agonizante [...]. Demasiado seguido las revistas, galerías y museos están transformándose no en diseminadores de conocimiento, sino en censores del conocimiento porque censurar es lo único que hacen mejor que Internet”.
Desde este punto de vista, la idea de avance científico misma choca con la privatización del conocimiento que se busca imponer por medio de barreras comerciales (ver suplemento Futuro del 9/7/11).
Vale la pena recordar que en la presentación del primer número de los Philosophical... (ver recuadro) se explicitaba: “Que el gran Dios la haga prosperar [a la Royal Society] en el noble compromiso de dispersar el verdadero brillo de su gloriosa obra y las alegres invenciones de hombres abnegados de todo el mundo para el beneficio general de la humanidad”.
Aaron Swartz es conocido en el ambiente informático pese a sus jóvenes 24 años. Participó en la creación del sistema de gestión de noticias RSS cuando tenía 14 años. Luego creó varias empresas con suerte diversa, pero ganó los titulares de los diarios cuando en 2008 descargó 20 millones de registros de las cortes federales de los EE.UU. y los puso disponibles online. El FBI lo investigó pero no presentó cargos. Swartz luego publicó en Internet el resultado (supuestamente) confidencial de la investigación que se le realizó. Más recientemente completó un curso en el Edmond J. Safra Center para la Etica, de Harvard. Es además uno de los fundadores de Demand Progress, una ONG que busca generar cambios en las políticas para la gente común.
El alemán Henry Oldenburg ingresó en la Royal Society de la mano de su amigo Robert Boyle, pero rápidamente se hizo imprescindible gracias a que llevaba registro de las charlas que allí se daban y porque mantenía una agotadora correspondencia con científicos de toda Europa en distintos idiomas. En 1662 fue nombrado secretario y cuando salió el primer número de la publicación, que incluía trabajos de 1665 y 1666, él fue el encargado de prologar la publicación. En los cinco párrafos que ocupó, dedicados a la Royal Society, decía un poco ambiguamente: “En estas rústicas colecciones, que solo son el esforzado resultado de mis entretenimientos privados en horas perdidas, puede demostrarse que muchas mentes y manos están en muchos lugares industriosamente empleadas gracias a su tutela [de la Royal Society] y su ejemplo, en la persecución de excelentes fines que pertenecen a su heroico emprendimiento”. La aclaración del comienzo no debe haber sido inintencionada, ya que Oldenburg estaba casi en la quiebra cuando en abril de 1668 finalmente le otorgaron una renta anual de 40 libras.
Más tarde agregaba que “tal vez todo hombre reciba algún beneficio de esta colección”, y asegura que ha hecho el mejor uso posible de su tiempo a fin de “diseminar por todas partes estímulos, direcciones, patrones, que puedan animar y brindar ayuda universal”.
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