Sábado, 23 de noviembre de 2013 | Hoy
Por Jorge Forno
En los años cuarenta el tango y el por entonces novedoso automovilismo eran dos de las pasiones de los argentinos. Gardel había muerto, pero cada día cantaba mejor, y Troilo, Canaro y los hermanos Expósito crecían en popularidad, al tiempo en que el Turismo Carretera era la categoría automovilística preferida del público. Intrépidos pilotos se aventuraban en caminos polvorientos y preparaban sus máquinas de manera artesanal. Las marcas más populares eran estadounidenses y despertaban fanatismos irreductibles. Los vehículos, fabricados en el exterior, eran convenientemente adaptados a las necesidades de las rutas criollas por avezados mecánicos, y a veces también por los mismos pilotos, a fuerza de ensayo, error y una alta dosis de ingenio. Aquellos ases del Turismo Carretera eran, quizá sin imaginarlo, pioneros en las prácticas de adaptación local de tecnologías.
La carrera por las tecnologías de punta también se corre en caminos polvorientos. Casi siempre naturalizamos el uso de artefactos de los que ignoramos cómo funcionan íntimamente. Los sistemas energéticos, los satélites, los aviones, los microcomponentes, son algunos pocos ejemplos de una amplia galería de tecnologías que se compran en el mercado internacional llave en mano, como un paquete cerrado.
Frente a este problema, en la Argentina se gestó una corriente de pensamiento que tendría su apogeo en los años sesenta, levantando las banderas del desarrollo autónomo de tecnologías.
En ese grupo de inquietos emprendedores descolló Jorge Alberto Sábato, un tecnólogo autodidacta que incursionó en distintas actividades científicas y tecnológicas. Precursor del desarrollo local en áreas tan sensibles como la metalurgia, la ciencia de materiales o la energía nuclear, este curioso y muy porteño pensador también se dedicó a reflexionar sobre la autonomía científica y tecnológica del país entre citas tangueras y un lenguaje que, aunque coloquial, poseía una gran riqueza conceptual.
Nacido en 1924, a los dieciocho años se recibió de maestro y a los veintitrés de profesor de física, pero pronto comprendió que no sólo de teoría vive el hombre y puso manos a la obra en áreas tecnológicas que en la Argentina eran prácticamente inexploradas. Al mismo tiempo comenzó a escribir textos de estudio para las escuelas medias y a publicar artículos periodísticos de divulgación en el mítico diario Crítica de Buenos Aires, y luego en otros medios bajo diferentes seudónimos.
Hombre de pensamiento y acción, Sábato tenía algo de su fanatismo por el tango en el lenguaje y de aquel mítico Turismo Carretera en su decisión de aprender haciendo. Learning by doing, dirían hoy los economistas de la innovación, aunque llamarlo de esa manera –en inglés– a Sábato seguramente le parecería una tilinguería.
Fue así que, cuando la metalurgia estaba en pañales como disciplina académica, Sábato se puso a trabajar en ese terreno, que era vital para la Argentina, en pleno proceso de industrialización. A pesar de que se declaraba totalmente ignorante en el tema de la metalurgia, transitó con tenacidad un camino de aprendizaje práctico que rápidamente lo posicionó como un referente en la cuestión. Tanto es así que en 1952 llegó a dirigir el Laboratorio de Investigaciones de la Metalúrgica Guillermo Decker S. A., una empresa que integraba a la producción industrial con la investigación. Pronto formó su propia empresa y fue contratado por la CNEA para hacerse cargo del área metalúrgica. Allí dio en 1968 el puntapié inicial para el Primer Curso Panamericano de Metalurgia.
Que existan empresas productivas era fundamental para llevar a la práctica las ideas de desarrollo autónomo. Decía Sábato que si nuestros países estaban preocupados por producir tecnología, no irían muy lejos sin poner empresas y fábricas. “Es lo mismo que si un país estuviera muy preocupado por tener zapatos y escribiera largos artículos sobre zapatos, pero no pusiera una fábrica para producir zapatos. No va a ir muy lejos: la gente va a seguir descalza”, ejemplificaba con maestría.
Por entonces, las potencias propiciaban la llamada transferencia de tecnología de los países desarrollados a los periféricos. Pero para Sábato comprender y resolver el problema de la transferencia de tecnología implicaba reconocer que en el mismo nombre del asunto –transferencia de tecnología– estaba el error. Sábato esgrimió la provocativa idea de que la tecnología es una mercancía que se compra y se vende y que en los casos de tecnologías de punta o relacionadas con asuntos estratégicos deja al comprador en una indudable condición de dependencia frente al vendedor. No se trata de cualquier mercancía sino de “una de las principales manifestaciones de la capacidad creadora del hombre”.
De ahí que la tecnología, como toda mercancía que se precie, no se transfiere, sino que se comercia; entonces para el autor había que hablar de comercio de tecnología y no de transferencia. Según Sábato, “mientras se hablaba de transferencia, nunca se entendía qué era eso. Y entre comercio y transferencia, como ya lo he dicho reiteradas veces, es la misma diferencia que hay entre prostitución y amor. Todo es muy parecido excepto una pequeña cosa...”.
El mercado de tecnología era descripto por Sábato como un mercado imperfecto en el que el vendedor juega con las cartas marcadas. Ofrece tecnologías con la menor desagregación posible –un paquete cerrado– que según el autor permite “realizar un negocio mayor, disimular condiciones duras entre cláusulas más generales y mantener abierta la posibilidad de ir desagregando –o abriendo el paquete– a medida que le convenga”.
Para enfrentar este problema, propuso y ejercitó la saludable aunque no siempre bien vista práctica de abrir el paquete tecnológico como primer paso de un proceso de aprendizaje, adaptación y posterior producción en base a los conocimientos adquiridos. Algunos conocedores aseguran que la idea de apertura del paquete tecnológico la tomó del tango “Victoria”. Allí un despechado protagonista dice festejar la huida de su mujer con otro hombre al que le augura –en lenguaje bien porteño– una sorpresa desagradable “cuando desate el paquete y manye que se ensartó”. Verdad o mito, lo cierto es que tratándose de este peculiar personaje la anécdota lo pinta de cuerpo entero y resulta absolutamente creíble.
Preocupados en que el desarrollo tecnológico no quedara en esfuerzos aislados y prosperara, Jorge Sábato y Natalio Botana postularon en 1968 un modelo que relaciona los sectores científico-tecnológico, productivo y el Estado. Este consistía en un “triángulo cuyos vértices estarían ocupados, respectivamente, por la infraestructura científico-tecnológica, la estructura productiva y el gobierno, definidos como los protagonistas fundamentales de dichas interacciones”.
Para lograr la articulación de los diversos actores, los autores contaban con algunas portentosas empresas públicas latinoamericanas de entonces. Estas empresas podían ser el elemento motorizador clave para el funcionamiento virtuoso del triángulo, fomentando el desarrollo industrial y la formación científica en función de las prioridades nacionales definidas en genuinas y duraderas políticas de Estado. En los años setenta, antes de que las políticas neoliberales arrasaran con ellas, en América latina las empresas locales más grandes eran las de servicios públicos. Sábato y Botana pensaban en YPF y en Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (Segba) para gestionar programas globales de investigación y desarrollo. Tan globales eran estos programas que debían incluir desde la física, la química, la metalurgia, la biología y las ingenierías hasta la sociología, economía, la administración de empresas y el marketing.
A principios de los ochenta, el final de la dictadura encontró a Sábato realizando lúcidos ensayos en la revista Humor. Allí se ocupaba de la situación política en general y de la ciencia y la tecnología en particular.
Releer sus artículos permite encontrar propuestas irónicas con espacio para la divulgación científica, como la de medir el caradurismo de ciertos personajes a través de la escala de Mohs, que sirve –por ejemplo, en su bien conocido terreno de la metalurgia– para determinar la dureza de los minerales. O concepciones del trabajo científico en las que “la mente de un investigador trabaja de una manera muy similar a la de un artista: sospecha que hay algo, lo busca de un modo no sistemático, encuentra la punta y comienza a observar sistemáticamente hasta comprobar la veracidad del descubrimiento”.
Con una visión asombrosamente premonitoria, a Sábato le preocupaban las minas, pero no se refería a las mujeres en lenguaje tanguero, sino al campo minado que la dictadura dejaría en cuestiones políticas, económicas y tecnológicas al gobierno democrático que se avecinaba. “Cuidado con las minas” se titula un artículo que remarcaba –entre otros asuntos– el problema de los investigadores exiliados y cuestionaba la prioridad otorgada por el gobierno de facto a la construcción de una “fábrica de submarinos nucleares”. Una fábrica que ya tenía personal contratado y un lugar de funcionamiento en el astillero Manuel Tomé García, a un costo de 300 millones de dólares, y sobre la cual los candidatos a las elecciones de 1983 ya se habían pronunciado en contra.
Candidato a gestionar la ciencia y la tecnología en el futuro gobierno de Alfonsín, no llegó a ver el retorno a la democracia. Murió el 16 de noviembre de 1983.
Treinta años después el mundo cambió. El Turismo Carretera, salvo alguna honrosa excepción, sigue corriendo con autos de marcas extranjeras, pero los vehículos tienen un buen porcentaje de componentes nacionales. El tango ya no es tan popular como antes, pero sigue siendo un emblema rioplatense en el mundo entero. Algunas empresas como Invap son exitosas en tecnologías de punta –desde centrales nucleares a satélites– y las políticas científicas y tecnológicas apuntan a recuperar terreno y revertir los efectos devastadores de la tormenta neoliberal de los noventa. Son tiempos en los que, aunque no se trata de aplicarlas literalmente en un mundo globalizado, las ideas de Jorge Sábato mantienen renovada vigencia.
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