Sábado, 2 de agosto de 2003 | Hoy
En el libro de gramática
que usábamos hace medio siglo había un cuentito. O mejor dicho,
un apólogo destinado a inculcar en los párvulos la importancia
de la puntuación.
Tratábase de un andaluz que, al enterarse de que un pariente se disponía
a viajar a Marruecos, le había mandado una esquela donde le encargaba
que le consiguiera 3 o 4 monos.
Grande fue su sorpresa, así decía el relato, cuando
el otro se apareció con una tropilla de 304 monos, causándole
un mayúsculo dolor de cabeza. La difícil situación
del andaluz, aclaraba el autor, se hubiera evitado escribiendo 3 ó
4 monos, para dejar bien en claro que entre las dos cifras no había
un cero sino una letra o.
Sin llegar a esa cantidad de monos, hay quienes sostienen que bastaría
con apenas cien de ellos para cambiar la conciencia colectiva y tal vezs el
mundo entero.
La historia del mono 101, que supuestamente estaría respaldada
por experiencias científicas, ya hace varias décadas que anda
circulando. De ser cierta, bastaría con cambiar la conciencia de una
mínima cantidad de gente para que pronto todos se pusieran a resolver
los grandes problemas que aquejan al mundo, desde la contaminación hasta
la guerra, pasando por el hambre y el desempleo. Con este principio, sería
posible al fin crear un auténtico Eje del Bien.
El cuento ha pasado a ser una de esas muletillas que suelen usarse cuando uno
quiere mostrarse ingenioso. No ha dejado de inspirar a la gente que organiza
seminarios de concientización y autoayuda, un campo donde se ha hecho
casi tan popular como aquel famoso vaso medio lleno o medio vacío,
según se lo mire.
Se afirma que este nuevo paradigma permitiría superar la lógica
democrática, que requiere un 51% de voluntades favorables para lograr
algún cambio. Sería una suerte de versión posmoderna y
light del viejo elitismo revolucionario, que ahora resultaría apta para
hacernos más competitivos. Hay quien asegura que de ponerse en práctica
esta idea, toda acción política se volvería redundante
y retrógrada.
El conocido semiólogo riojano debe haberse inspirado en ella, cuando
sentenció: ¡que otros se queden con el 22% , si uno cuenta
con el Pueblo!.
Desde sus comienzos como simple fábula, la historia del mono ha llegado
a convertirse en un auténtico meme, de esos que Richard Dawkins
se empeña en caracterizar como virus mentales. Pero su origen se puede
rastrear mucho más atrás, hasta una experiencia científica
realizada en Japón durante los años cincuenta.
Los macacos lavadores
La historia
vio la luz por primera vez en el libro Lifetide (La marea de la vida) del zoólogo
Lyall Watson, que apareció en 1979. Pero su principal promotor fue Ken
Keyes, Jr., un psicólogo humanista que la glosó en su libro El
centésimo mono (1982), del cual logró vender más de un
millón de ejemplares. Más que Copérnico y Darwin juntos.
Se ha hecho habitual que cualquier creencia, por infundada que sea, busque hoy
legitimarse en la ciencia, que sigue siendo la forma de conocimiento más
prestigiosa. Por lo general, esto contribuye a borronear los límites
entre conocimiento corroborado, especulación y seudociencia, en circunstancias
que hacen sentirse indefenso a un público sometido al bombardeo de información.
Según cuenta Keyes, en 1952 un grupo de etólogos japoneses acampaban
en la isla de Koshima, dedicados a estudiar el comportamiento de una colonia
de macacos. Para el caso, se trataba de esos Macaca fuscata que son reconocidos
por su inteligencia y también por ese aire de swamis pensativos que los
ha incorporado al casting de tantos documentales.
Los macacos japoneses se habían acostumbrado a una dieta de batatas crudas
que a diario les suministraban los científicos. Un día, a un asistente
se le volcó en la playa el contenido de una canasta de batatas. Sin detenerse
a limpiarlas, se las ofreció a los monos rebozadas con arena como si
fueran escalopes crudos.
Puesto que los monos, a diferencia de algunos argentinos, no acostumbran
comer sílice, tuvieron que enfrentar el problema de cómo quitar
la arena de los tubérculos. Fue entonces cuando a una hembra joven llamada
Imo se le ocurrió ir a lavarlos en el mar, y al hacerlo descubrió
que el agua salada los volvía más sabrosos. Pronto su madre y
sus compañeros la imitaron, y se dice que para 1958 toda la comunidad
había adquirido el hábito.
Hasta aquí, estaríamos en presencia de uno de esos mecanismos
proto-culturales de transmisión del conocimiento que ya han sido bastante
estudiados por los etólogos.
Pero Keyes iba más lejos. Según su relato, una vez que los monos
alcanzaron cierta masa crítica, la técnica de lavar
batatas apareció repentinamente en otras islas y hasta entre los macacos
de Takasakiyama, que vivían lejos de la costa.
En cuanto hubo más de (digamos) cien monos que lo dominaban el comportamiento
comenzó a transmitirse de mente a mente, por un misterioso
proceso de difusión. Hubo quien habló de telepatía, de
inconsciente colectivo, de campos morfogenéticos y de cosas
más extrañas aún.
Una conspiración
acuariana
Para la época
en que hizo su sensacional anuncio, Ken Keyes ya era un reconocido gurú
del Potencial Humano, el movimiento inspirado por Maslow, Rogers y Bateson que
desde Esalen echó a rodar toda la New Age. Revistas serias como Brain/Mind
Bullettin se hicieron eco de su libro, y hasta se hizo una película:
El centésimo mono, producida por Elda Hartley en 1982.
En aquella ocasión, Science Digest acuñó un título
original: el mono cuántico. Cuando ya todos se habían
acostumbrado a la metáfora nuclear (la masa crítica)
la tentación de recurrir a la física cuántica ya se hacía
irresistible.
Lyall Watson, cuya idea Keyes se había limitado a desarrollar, era un
zoólogo de profesión, aunque en sus ratos libres había
escrito varios libros de ocultismo.
Interrogado años después, Watson no encontró mejor excusa
que aclarar que lo suyo no había sido más que una metáfora.
Pero en su entusiasmo se le escapó una frase poco afortunada: Cuando
un mito es compartido por muchos, se vuelve verdadero. Una fórmula
inquietante, que parecería oscilar peligrosamente entre Goebbels y el
Teorema de Thomas.
Puesto a explicar, Watson sostuvo que la conciencia grupal se había formado
espontáneamente entre los monos, de la misma manera que crecen
los cristales en una solución saturada. El factor desencadenante
había sido aquí un cortocircuito neurológico entre el cerebro
reptílico y el sistema límbico de los simios (o quizás
entre el fenotipo y el genotipo) que había provocado no sólo un
súbito destello de inteligencia, sino también su propagación
instantánea. La historia tuvo tanto éxito que hasta el escéptico
Carl Sagan se hizo eco de ella, con lujo de detalles, en un pasaje de Los dragones
del Edén (1977). Aunque, puesto que en el mismo libro Sagan conjeturaba
que el cultivo de marihuana era lo que había dado origen a la agricultura,
se me ocurre pensar que quizás en esos momentos estaría atravesando
un estado alterado de conciencia.
Los monos cuánticos
Desde entonces,
las interpretaciones del salto de conciencia en los macacos se han
multiplicado hasta la metástasis. Ni siquiera faltan quienes sostienen
que el fenómeno comenzó en 1952, precisamente porque ese fue un
año prolífico en avistamientos de ovnis: obviamente, en esta amplia
convocatoria no podían estar ausentes los ET.
En 1980, el manifiesto inaugural de la New Age (La conspiración de Acuario
de Marilyn Ferguson) adoptó el mismo principio. Marilyn anunciaba una
mutación de la conciencia colectiva, que se produciría en cuanto
las redes segmentadas (SPINs) que conformaban su organización
alcanzaran cierta complejidad. La interconexión entre los adeptos de
la meditación, las medicinas alternativas, el potencial humano y los
esoteristas de diverso cuño, sería capaz de poner en marcha un
cambio global de conciencia apenas se alcanzara la necesaria masa crítica.
Y eso que todavía no se hablaba de Internet...
Rupert Sheldrake, otro de los gurúes del movimiento, quiso ofrecer una
explicación más rigurosa en su libro Una nueva ciencia
de la vida (1982). Sheldrake, que no era etólogo ni psicólogo
cognitivo (su mayor antecedente era haber enseñado fisiología
vegetal en Cambridge), lanzó la hipótesis del campo morfogenético,
una nueva versión del vitalismo que había sido abandonado a comienzos
del siglo.
Entre sus ejemplos favoritos estaban esas aves marinas inglesas que un buen
día habían aprendido a destapar botellas de leche, o a dejar caer
moluscos sobre el camino costero para que los autos les ahorraran el trabajo
de destriparlas.
Del mismo modo que el pájaro 101 había efectuado el salto cuántico,
los humanos también podían lograrlo. Sheldrake sostuvo con toda
convicción que una vez que unos cuantos lectores han resuelto el crucigrama
del diario, se establece un campo mental que facilita enormemente la solución
a todos aquellos otros que atacan el enigma unos días más tarde.
¡¡Falso!! Mi experiencia personal indica que varios días
después de que los chicos de 4º B, los profesores de matemática
y hasta Angélica Gorodischer han resuelto limpiamente los acertijos del
Comisario Inspector Díaz Cornejo, a mí me siguen costando tanto
trabajo como a Bush ganar el Nobel de la Paz.
Sheldrake sin duda también debía tener una explicación
para el Efecto Maharishi, del cual se hablaba mucho en esos años.
De hecho, en definitiva se trataba del mismo simio con nuevas facultades, ahora
bendecidas por la parapsicología.
El Maharishi Mahesh Yogui, que había ganado fama y fortuna como gurú
de los Beatles, fundó a fines de los setenta en Seelisberg (Suiza) un
laboratorio dedicado a investigar los poderes de la Meditación Trascendental.
Dispuesto a darle brillo, se las ingenió para conseguir que lo visitaran
y dictaran conferencias allí importantes físicos como Josephson
o Prigogine. Sus folletos abundaban en jerga seudocientífica. Una vez
más, uno se topaba con las inevitables referencias a la física
cuántica, al efecto túnel, los superconductores, la
termodinámica y hasta los agujeros negros.
Según informaba un boletín del Gobierno Mundial del Maharishi,
había alcanzado con que apenas el 1% de los habitantes de Los Angeles
aprendieraa meditar para que comenzaran a bajar los índices de criminalidad
en el condado de San Bernardino, un método que, de ser efectivo, hubiera
sido menos cruento que la mano dura. Desde 1978 los adeptos de la Meditación
Trascendental se habían abocado a resolver los conflictos del Medio Oriente,
aunque por el momento sin demasiado éxito.
El proyecto más ambicioso del Maharishi consistía en concentrar
huestes de meditadores en las fronteras de China, para debilitar al régimen
comunista saturando las conciencias con haces de buenas ondas mentales.
Al evaluar la experiencia, veinte años más tarde, se diría
que alguna falla de polarización debe haberse producido en el campo psíquico,
porque los chinos se hicieron capitalistas sin renunciar al totalitarismo y
lograron el milagro de combinar lo peor de los dos sistemas.
¿Cómo empezó
todo?
Esta historia
no nació con Watson y Keyes. Ellos apenas fueron los que pusieron en
movimiento la bola de nieve, manipulando cierta información científica
válida.
La fuente primaria de toda la leyenda se encuentra en el artículo que
publicó en 1965 Masao Kawai, uno de los zoólogos japoneses que
había dirigido el proyecto en Koshima.
Según el informe del Dr. Kawai, la experiencia había comenzado
en 1952 con una población de 20 monos. Para 1962, cuando se la dio por
terminada, la colonia contaba con 59 simios. Pero según consigna el informe
original, solo dos de ellos habían aprendido a lavar batatas durante
el año 1958.
En 1984 un filósofo de la Universidad de Hawaii llamado Ron Amundsen
se propuso entrevistar al Dr. Kawai para averiguar qué había de
cierto en la historia de los macacos. Aunque ya habían pasado veinte
años, el japonés seguía sumamente molesto con las derivaciones
que había tenido su experiencia.
La entrevista no alcanzó a producirse porque Kawai estaba a punto de
viajar al Africa, pero el japonés accedió a contestar un cuestionario
escrito que le hizo llegar Amundsen, con la condición de que esa sería
la manera de dar por terminada la cuestión.
Kawai admitía que lo que había observado no era nada nuevo en
materia de propagación pre-cultural y consideraba altamente probable
que muchos otros simios hubieran hecho antes o después descubrimientos
similares. Pero no dejaba de repetir que en Koshima el fenómeno se había
registrado una sola vez.
Lo que más indignaba al primatólogo japonés era la historia
de la telepatía. Contra todo lo que podía esperarse de un exponente
del Oriente misterioso, Kawai no dudaba en afirmar que la interpretación
parapsicológica había sido una fantasía introducida por
los autores occidentales. Su equipo sólo había hecho honesta investigación
científica, con resultados que reconocía como poco vistosos.
¿Un mito a medida?
Como metáfora,
toda esta historia apócrifa de los monos quizá pudo haber sido
tan útil en algún momento como aquella que traía mi viejo
libro de gramática. Pero al parecer la especulación fue demasiado
lejos y en cuanto se comenzó a justificarla como mito cayó
irremediablemente en la ambigüedad.
Si queremos hablar de un meme una suerte de idea-fuerza
que se asimila acríticamente, en todo caso la historia del Mono 101 sería
una suerte de meme corrupto, algo que está entre el nazismo y Beavis
&Butthead, según escribió Geoff Olson pensando en otros
mitos del siglo XX.
Maureen OHara, una psicóloga humanista que procede de la misma
corriente de la que venían Wilson y Keyes pero está muy alarmada
por los estragos que la ideología New Age ha hecho en su disciplina,
ha cuestionado precisamente el hecho de que alguien piense en atribuirle el
carácter de mito a esta historia, a pesar de toda la difusión
que ha tenido.
Según OHara, un auténtico mito es una creación simbólica
colectiva que le ofrece un sentido a la vida de quienes participan de ella.
Esto vale tanto si hablamos de Orfeo y Eurídice como de Gilda y Rodrigo,
y para el caso no importa que el mito dure tres mil años o seis meses.
En casos como el del Mono 101, estaríamos hablando de un mito deliberadamente
construido, un fenómeno más parecido a los recursos publicitarios
o a los efectos mediáticos. Si es que para persuadirnos esta historia
necesita apoyarse en la autoridad de la ciencia (aun cuando los científicos
no se hagan cargo de ella), será porque que su carga de sentido es muy
precaria. Como hubiera podido decir el viejo Occam, no es cuestión de
andar multiplicando innecesariamente los mitos.
En cuanto a la supuesta fecundidad de la metáfora para entender el mundo
real, basta recordar que en diciembre del 2001 en Argentina hubo muchísimos
primates que golpeando sus cacharros compartieron el deseo (mítico) de
que se fueran todos. ¿Qué pasó luego? Se diría
que no se alcanzó la masa crítica, ya que muchos macacos siguieron
en circulación, y hubo que esperar mucho tiempo para que la vieja y vilipendiada
lógica del juego democrático permitiera sacar del juego al más
astuto de los gorilas.
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