RESCATES
El mar en los ojos
Nacida como Carmen Mondragón y rebautizada como Nahui Olin –nombre que recuerda la fecha del calendario azteca consagrada a la renovación de los ciclos del cosmos–, esta mujer de ojos intensos encarnó, con su espíritu libertario y una sexualidad considerada como un síntoma de locura, el espíritu de los años ‘20 que en México, su país, representaron el despertar de una nueva cultura popular.
Por Mariana Enriquez
En los míticos años veinte de México, cuando el país ingresaba a la modernidad, los pintores muralistas inauguraban una nueva forma de arte popular, y el despertar cultural abarcaba las expresiones artísticas y las costumbres, una mujer-musa encarnaba el espíritu de la época: Nahui Olin, nacida Carmen Mondragón. La llamaron la mujer más bella de México; la libertad con que vivía su sexualidad fue considerada síntoma de locura; posó para Diego Rivera, que la inmortalizó en murales; frecuentó a Siqueiros, Orozco, Frida Kahlo. Pero cuando murió, en 1978, México la había olvidado.
En los años ‘90 se inició la recuperación de la vida y obra de la musa. Expusieron sus pinturas, sus osados desnudos fotográficos, se recuperaron sus libros de poemas, sus cartas; todo el material habla de años intensos, donde esta mujer excéntrica y hermosa funcionaba como catalizador de una revolución. El libro de Adriana Malvido, periodista mexicana de La Jornada, es un itinerario apasionante y desordenado que, al mismo tiempo, atrapa y libera a Nahui Olin, mujer desbordada cuyos ojos verdes le valieron fama de bruja; decían que brillaban en la oscuridad, como los de un gato. Elena Poniatowska escribió sobre ella: “De que Nahui Olin tenía el mar en los ojos no cabe la menor duda. El agua salada se movía dentro de las dos cuencas, y adquiría la placidez del lago o se encrespaba furiosa tormenta verde, ola inmensa, amenazante. Vivir con dos olas del mar dentro de la cabeza no ha de ser fácil”.
Apasionada
La mujer más hermosa de su época nació en 1893, hija de un general experto en diseño de artillería. Era la quinta de ocho hijos, y se educó en Francia, cuando Porfirio Díaz envió a su padre a Europa en una misión. A los 10 años escribía: “No soy feliz porque la vida no ha sido hecha para mí, porque soy una llama devorada por sí misma y que no se puede apagar; porque no he vencido con la libertad la vida teniendo el derecho de gustar de los placeres estando destinada a ser vendida como antiguamente los esclavos, a un marido. Protesto a pesar de mi edad por estar bajo la tutela de mis padres”.
En 1913, Carmen Mondragón se casó con el pintor Manuel Rodríguez Lozano; el matrimonio fue tormentoso, signado por peleas y la muerte de su único hijo cuando todavía era un bebé; la leyenda dice que la propia Carmen lo ahogó, pero la investigación histórica sostiene que el niño falleció mientras dormía. En 1921 el matrimonio volvió a México; Carmen quiso el divorcio, pero su familia no se lo permitió. A Carmen poco le importó: pronto conoció al Dr. Atl (Gerardo Murillo), famoso artista y vulcanólogo mexicano que intervenía en política (creó la Casa del Obrero Mundial) y juntos se mudaron al ex convento de La Merced, en Ciudad de México. Murillo se cambió su nombre por Dr. Atl (agua en náhuatl) cuando viajaba en barco de Nueva York a París y se desató una tremenda tempestad. Allí el poeta argentino Leopoldo Lugones le agregó “doctor” cuando Murillo sedoctoró en Filosofía, y en una fiesta con todos sus amigos presentes fue bautizado en una tina de champagne. Según esa costumbre, el Dr. rebautizó a su amante como Nahui Olin, fecha que en el calendario azteca significa el movimiento renovador de los ciclos del cosmos. En sus cartas a Atl, Nahui escribía: “Perfora con tu falo mi carne, perfora mis entrañas, desbarata todo mi ser, bebe toda mi sangre y con la última gota que me quede escribiré esta palabra: te amo”.
La relación fue apasionada y escandalosa para su época, incluso comparada con el no menos tempestuoso romance de Diego Rivera y Frida. El Dr. Atl escribe en su diario: “La vida se ha vuelto imposible. Los celos nos torturan. Yo, más dueño de mí mismo, me contengo, pero ella es un vendaval. Esta mañana dos pobres muchachas, que después de abandonar mi consultorio se atrevieron a subir a la azotea para contemplar el panorama de la ciudad, provocaron una furia terrible en Nahui, que ahí estaba. Apenas las vio, se les echó encima. Trató de empujarlas hacia el borde de la cornisa, con la intención de arrojarlas al patio. Me interpuse. Hubo escenas violentas... Cuando subí al gran salón encontré a Nahui dando vueltas como una fiera enjaulada, con los ojos iluminados por relámpagos de rabia. Esa primera tempestad anunciaba el tiempo de lluvias, los truenos y las tormentas y los rayos que habrían de fulminarme”.
Tomás Zurian, restaurador de arte y coleccionista que realizó una investigación de doce años sobre la vida y obra de Nahui Olin, dice: “Se la puede abordar desde los más diferentes ángulos y todos resultan fascinantes: la época, la obra, su carácter rebelde, el estallido de la pasión por Atl, comparable a Romeo y Julieta, Eloísa y Abelardo, Henry y June. Ella entiende, aporta y nutre a su época de un sentido de libertad entonces inconcebible. Es una verdadera feminista. Sabe, porque ha viajado, que la mujer juega un papel importante en la cultura, y no como compañera o apoyo de un hombre sino con potencial propio. Y expresa esto con acciones. Es una feminista que con sus actos genera una apertura. De niña vivió en Europa a fines del siglo XIX, cuando las sufragistas inglesas exigen el derecho a voto de las mujeres y se empapa de todo eso”.
La artista
La pintura de Nahui Olin empezó a ser catalogada en 1992, y la primera exposición retrospectiva se hizo en 1993 en el Museo-Estudio Diego Rivera de la ciudad de México. Zurian explica: “La podemos ubicar dentro de lo que se llama naïf, inocente, no académico, pero sus soluciones plásticas las lleva más allá, rebasa ese horizonte. Sus aplicaciones del color son, en algunos cuadros, verdaderamente audaces. Su pintura es una biografía permanente, porque salvo los elementos cotidianos que contiene y la revalorización del indigenismo que intenta, la mayoría de sus pinturas son una representación de ella y sus circunstancias, un eterno autorretrato, producto de una necesidad interna y profunda por afirmar los valores que la sociedad no ve”.
Pero Nahui no se limitaba a las artes plásticas. Publicó varias colecciones de poesía, algunas incluso poéticas-científicas, donde se despachaba sobre cuestiones místicas, la teoría de la relatividad, el cosmos, la energía. Su poesía, de rara belleza, mezclaba la inocencia con un erotismo claro: en Calinement je suis dedans escribe “Cuando era niña/ en la noche de París/ Veía yo desde Neully/ la torre Eiffel/ Y creía que las luces/ Hacían feliz a la gente/ Y que no se acostaban/ Para ver a las estrellas/ Subir al cielo negro/ Lloraba antes de dormirme/ Porque sentía el placer/ Venir con las estrellas/ De la noche”. Al mismo libro le pertenece su poema más escandaloso: “Si tú me hubieras conocido/ con mis calcetines y vestidos/ muy cortos/ habrías visto debajo/ Y Mamá me habría enviado/ a buscar los pantalones/ que no me gustaban/ y me habría sentado sobre tus rodillas/ para decirte/ que Mamá es muy mala conmigo/ Quiere que me ponga/ gruesos pantalones/ que me lastiman/ allí abajo/ Tú habrías visto/ que soy una niña/ que te gusta”.
La musa
En 1922, Nahui fue retratada por Diego Rivera. El primer mural que realizó el pintor en México fue La creación, de casi 900 metros, en el anfiteatro Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria. Nahui representó La Poesía Erótica. Más tarde la pintó en los murales Día de muertos y La buena mesa de la Secretaría de Educación Pública en el Palacio Nacional y en el mural del teatro Insurgentes, donde aparece atendiendo a un enfermo. No sólo los pintores cayeron bajo su embrujo. En 1923, Nahui conoció a los fotógrafos Tina Modotti y Edward Weston; este último realizó los mejores retratos de su carrera con Nahui como modelo. Ella, mientras tanto, se volvía a enamorar, ya separada del tremendo Atl; en pareja con el pintor y caricaturista Matías Santoyo, partió hacia Hollywood y decidió dejarse fotografiar desnuda. En 1927 organizó, ante la mirada atónita y escandalizada de México, una muestra de sus desnudos para el fotógrafo Antonio Garduño. Pero dos años después, ya estaba fuera de México: se enamoró de un capitán de barco, Eugenio Agacino. Nahui pintó el romance: la pareja en el barco, bailando en la proa del navío anclado en Nueva York, desnudos frente a Manhattan, sobre el Atlántico. Durante un viaje, en 1934, Agacino se intoxicó y falleció en Cuba. Ella nunca lo olvidó: hasta su muerte, colgó en su casa una sábana donde había pintado a su amante capitán; dormía abrazada a ella.
La loca
Nahui Olin expuso por última vez en 1945. En los últimos años de su vida, vivió con sus gatos en la casa de la calle General Cano que heredara de sus padres. Amaba especialmente a uno de ellos, Metelik, con el que tenía una relación simbiótica. Cuando algunos de sus gatos moría, Nahui acudía al peletero, y con la piel de los animales hacía alfombras.
Andaba por la calle vestida con harapos, y decía que era la dueña del sol: cada mañana, lo hacía salir con su mirada, y cada noche lo devolvía al ocaso. Se convirtió en un personaje triste para todos, menos para ella, que seguía orgullosa de su cuerpo y su pasado, e invitaba a los jóvenes poetas a su mansión semiderrumbada para mostrarles su pasada gloria y la de México; con el escaso sueldo que le ofrecía el Estado daba de comer a sus animales y de vez en cuando todavía se daba un banquete. A su muerte no le dedicaron siquiera un obituario. El libro de Malvido es un rescate del olvido emocionante y tardío. En sus páginas la recuerda el escritor Andrés Henestrosa, que la conoció: “Nahui era de esas personas, como Frida, que se desconocen, que no se encuentran, que no saben quiénes son, que se fotografían y autorretratan para verse a sí mismas. Hizo su vida como le dio la gana. Yo le tenía miedo. Por su físico, sus tremendos ojos, su mirada. No era una persona normal. Era extrañísima”.