Viernes, 18 de marzo de 2005 | Hoy
RESCATES
A los 91, Emma Barrandeguy se empeña en mirar hacia adelante. Y es que esta poeta, narradora y dramaturga entrerriana elige el deseo por sobre la nostalgia. Orgullosa de los pájaros que visitan su provincia, anarquista declarada desde aquellas dos décadas que pasó en el diario Crítica, Emma sigue escribiendo con la misma pasión con que los domingos hace asados.
Hace poco menos de veinte años, la escritora Olga Orozco respondió a una pregunta que el diario Libération arrojó a su rostro y al de los escritores más relevantes del planeta. ¿Por qué escribe? reclamaba la encuesta que la maga Orozco se dispuso a responder en una verónica literaria. “Es como remontarse a la noche de la caída para repetir un acto mítico –el acto creador– y atravesar así todas las fronteras, vencer todas las oposiciones, fundir todas las antinomias, participar de todos los reinos; es decir, reencontrar la unidad perdida, una libertad esencial en la que sea posible vivir todas las metamorfosis, todas las épocas, todas las asociaciones, todos los intercambios, todas las aventuras del espíritu. Es tomar la muerte a contramano, saciar un poco la nostalgia de Dios.”
La de Emma Barrandeguy, poeta, narradora y dramaturga, es una esfera muy próxima a esa libertad esencial de la que habla Orozco: a sus 91 años recién cumplidos este 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer (vaya guiño), se jacta de desdeñar los recuerdos con la misma pasión que abraza lo que queda por vivir. “No añoro ni me arrepiento de nada, pero estoy saturada del pasado. Quiero el hoy, lo elijo. Elijo los paseos por mi jardín en Gualeguay, aun con bastón o acompañada; elijo el placer de escribir de noche, de revisar mis apuntes y fumar mis siete cigarrillos diarios; elijo los asados que hago a la parrilla aunque a veces me salgan desabridos; elijo a los jóvenes, porque pese a todo lo malo que se dice de ellos son los únicos que pueden construir el futuro.”
Señora de figura breve, tono firme y a todas luces experta rematadora de frases –“soy extremadamente tímida, por eso me defiendo así”– nació en 1914, bajo el eco extraño que podía provocar la Primera Guerra Mundial en una ciudad como Gualeguay, donde comenzó a inventar otros mundos junto a sus hermanos. Desde que se acuerda, abrazó “la negra y roja de Gualeguay Central”, la camiseta del club de fútbol que todavía la desvela y que anticipó su amor por esos colores que también teñirían su opción política por el anarquismo. En cuanto tuvo edad se recibió de maestra, estudió idiomas y un buen día decidió abandonarlo todo para iniciar otras celebraciones en Buenos Aires. “Pero la poesía me alcanzó mucho antes. Desde los 6 años, diría yo. Un día, Nieve, mi madre, me trajo un libro de Margarita Abella Caprile, que era familiar de los Mitre, y leí algo que todavía hoy recuerdo con asombro: en su prólogo decía que había que perdonar a la poeta porque escribía bordando en bastidor. Es increíble, pensé entonces, si la poesía es un acto que sale por todos los vientos.”
A esta usina de vértigo que era Buenos Aires llegó Emma en 1937, y aquí se quedaría durante 22 intensos años en los que siguió cultivando una producción de apuntes que tarde o temprano convertiría en textos de poesía y prosa. Se bebió la ciudad de a tragos cortos o a borbotones, sin dejar de escudriñar cada rincón, cada atajo de ese gigante “tan vívido” que la albergaba “en toda su dulzura y su crudeza”. “Hice de todo. Trabajé como voluntaria en el Instituto de Orientación Vocacional con 19 psicólogas, imagínense lo que era eso; hice traducciones para El Ateneo y Emecé, estudié la carrera de Filosofía a los 50 años, vendí alhajas por toda la ciudad, menos a los policías y a los maestros, porque ésos nunca pagaban, abracé el anarquismo y las mateadas con mis amigos anarquistas en la biblioteca de la Federación Libertaria Argentina de la calle Brasil, trabajé durante dos décadas para el diario Crítica y fui la secretaria privada de Salvadora Medina Onrubia, la esposa del dueño de Crítica, Natalio Botana.” Y, sin dudas, la fiera más exótica de todos los animales que Botana tenía en su quinta de Don Torcuato (aquella del mural de David Alfaro Siqueiros y su destino azaroso; la misma donde se pegó un tiro uno de los hijos del matrimonio; esa donde camiones con volquete descargaban bibliotecas enteras sobre sus playones y donde se celebraron las fiestas más extrañas del poder).
Salvadora era poeta exquisita, dramaturga y anarquista, cultora de la magia negra, del whisky de calidad, del odio de sus hijos y de la pasión indisimulada hacia ambos sexos. “La Venus Roja” respiraba un fuego que, lejos de consumirla, abrazaba todo lo que estaba a su paso; y Emma Barrandeguy caminó sobre esas brasas durante muchos años: “No se la quiso como a Alfonsina Storni, pero era una luchadora, una mujer increíble”. Escribir acerca de ella, entiende la autora, abordar esa convivencia y transformarla en páginas de una biografía fue algo tan inevitable como respirar o dormir.
Emma volvió a pisar las calles de Buenos Aires el jueves 10 de marzo, invitada por el Instituto Hannah Arendt para abrir el ciclo de charlas “Un mar de fueguitos”, un acercamiento “a la vida y la obra de quienes supieron encender a su paso antorchas en tiempos de oscuridad”, explicaba frente a un público numeroso la coordinadora académica del instituto, Diana Maffía, a propósito de un cuento de El libro de los abrazos, de Eduardo Galeano. “Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.” Se entiende pues que Las puertas (1964), El andamio, Amor, saca amor (1970), No digo que mi país es poderoso (1982), Los pobladores (1983), Crónica de medio siglo (1984) y Habitaciones (2002) asoman en el universo literario local con el arrebato de esos destellos que Barrandeguy hace propios en pinceladas de país, en historias de desarraigos y soledad, de muertes absurdas y amores levemente confesados, crónicas familiares que resumen la historia argentina del último siglo o los más recientes “apuntes verdes”, como elige definir a sus escritos sobre erotismo y vejez, sin ambiciones, casi con desdén. “Ustedes creen que mi obra es buena –referirá a su auditorio–; pues yo no. No creo en la inspiración, por lo tanto la poesía viene cuando la hoja en blanco dice algo. Por eso creo que toda vida es novelable y todo el mundo puede llenar una página.”
Al cabo de esta nota realizada hace escasos atardeceres en el calor del barrio de Congreso, una de las manos delgadísimas de Barrandeguy suelta el bastón en el que se apoya para señalar un firmamento imaginario “porque en esta ciudad no se ve el cielo y yo quiero hablar también de mi jardín y los pájaros que lo visitan pero en verano, porque en invierno todo desaparece” (lo cual indica que en cuestiones de jardinería o letras nadie tiene tantos fracasos y triunfos como cree).
“Me gusta sentarme en la galería. En verano vienen golondrinas de California: atraviesan el Amazonas y van al río. Al atardecer les enseñan a volar a los pichones y a cazar los alimentos en el aire. Por las noches mi hermana se va a dormir y yo vuelvo a mi rutina de escritura para el diario local del domingo. En esta época se respira felicidad.”
Si se le sugieren otras plenitudes, precisa que no hubo hijos pero sí un único marido en 1939, un norteamericano pobre, motociclista y acróbata, de esos que llegaban en troupes y hacían pruebas enloquecidas en círculos de la muerte o aros de fuego. “Tiempo después se empleó en un barco petrolero, fue a visitar a su madre a Boston y jamás regresó.”
En aquella encuesta librada a los escritores, Silvina Ocampo respondió que “escribo para que los otros amen lo que es necesario amar; a veces, lo que yo misma amo. Por lo tanto, escribo para ser amada. Escribo para no olvidar lo más importante que hay en el mundo: la amistad y el amor, la sabiduría y el arte. Es una manera de vivir sin morir, de morir sin morir”.
Quizá lo que Emma Barrandeguy persigue en sus escritos es –si se permite un paralelismo con la declaración de Ocampo– la nada menuda tarea de crear y recrearse para los otros a través de vidas amadas y conocidas, desde el íntimo pliegue de la palabra. E insistir noche tras noche en descifrar, a sus 91 años, dónde queda este país desdoblado de muerte y transición.
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