Viernes, 2 de junio de 2006 | Hoy
PERFILES
Mabel Prelorán no se reconoce como cineasta ni como guionista, a pesar de haber escrito y codirigido junto a su marido, Jorge Prelorán, la mayor parte de los documentales etnográficos que él rubrica sin dudar. Antropóloga antes que nada, se ha dedicado a interpretar el idioma de las mujeres latinas viviendo en Estados Unidos, siguiendo no sólo las palabras, sino lo que éstas dejan velado en gestos y tonos.
Por Verónica Engler
Mire Zoilita, yo no sé si usted hizo bien en venirse acá, lejos de su familia”, le decía frente a cámara una argentina –con voz finita y tono campechano– a una joven de la comunidad indígena de Otavalo (Ecuador). Las dos, en Los Angeles (Estados Unidos), se cuestionaban y reflexionaban sobre el hecho de vivir lejos de los afectos e insertadas en una sociedad tan distinta a las de sus lugares de origen.
Más de veinte años pasaron desde que ese diálogo profundo sobre la transculturación quedó plasmado en Zulay frente al siglo XXI, un documental codirigido por el cineasta Jorge Prelorán y dos de las mujeres que lo protagonizan: su esposa Mabel Prelorán y la ecuatoriana Zoila Zulay Sarabino.
Zulay volvió a Ecuador, pero Mabel sigue viviendo en Los Angeles, donde se instaló en 1977. De vez en cuando viene a la Argentina, como este año, que fue invitada por la Universidad Nacional de Tucumán para presentar las investigaciones en antropología médica que realiza en el Centro de Cultura y Salud de la Universidad de California (UCLA).
Aunque su tarea fue indispensable en la realización de varias de las etnobiografías por las que su esposo ganó fama internacional (como Cochengo Miranda o Los hijos de Zerda), no se siente del todo cómoda cuando se la asocia a la labor cinematográfica: “Todos mis trabajos en cine fueron para poder ayudar –aclara–. Mi marido siempre ha hecho sus proyectos con casi nada de dinero, y cuando necesitaba un asistente y no lo podía pagar, iba yo. Unas veces hacía de sonidista, otras realizaba el trabajo de campo hasta llegar a entender cómo era la cultura que él iba a filmar, o participaba en el guión”.
Esa modestia con la que analiza su trabajo no es una impostura, sino más bien el efecto de la admiración que siente por su compañero del alma, pero también por sus colegas de la UCLA (donde se formó) o por Zulay, su coequiper en un film pionero: es el primer documental etnográfico en el que la persona nativa del lugar filmado se convierte en co-autora de la obra.
“Para mí siempre fue deslumbrante”, se refiere a la joven ecuatoriana que, durante los casi diez años que duró la elaboración de la película, vivió intermitentemente en Los Angeles, en la casa del matrimonio Prelorán. Allí aprendió inglés, computación, turismo, formas de negociar sus artesanías y también, claro, cine. “Ella se quedaba con Jorge en el estudio mirando cómo él trabajaba y sola se empezó a dar cuenta de cómo funcionaba la edición.” De esta manera, Zulay fue tomando las riendas sobre el film que retrata su cultura.
Recién llegados a Ecuador para encarar el documental en Otavalo (a unos 100 kilómetros de Quito), los Prelorán sufrieron un imprevisto. Ambos cayeron enfermos, él a causa de su columna y ella por problemas intestinales. A los dos el médico les indicó reposo estricto por una semana. En el hotel, y sin saber qué hacer, Jorge le propuso a Mabel escribir algo, como para zafar del aburrimiento. Con la Olivetti portátil que los acompañaba, delinearon el argumento de Mi tía Nora, el único film de ficción realizado por los dos. “Empezamos a hacer el libreto como para jugar, para pasar el tiempo”, rememora la libretista original de la película, que se exhibió en distintas ciudades del mundo e incluso, lejos de las expectativas de sus creadores, ganó premios internacionales (en el Festival Iberoamericano de Biarritz y en el Festival Internacional de Figuera de Foz).
“El pasado represivo. Las tradiciones sofocantes. O nos liberamos de ellos... o nos atrapan para siempre”, reza la leyenda del afiche que promocionaba el estreno de esta película, en 1981. “Está basada en una partecita de un diario que yo llevaba cuando era chica”, asume Mabel en la misma casa de Ramos Mejía que la cobijó de pequeña y que le sigue dando abrigo cada vez que vuelve a la Argentina. A cuatro cuadras de allí, un día, hace unos cincuenta años, una mujer se mató. “Su madre siempre la tuvo bajo una educación muy represiva, sólo la dejaba ir a la iglesia”, cuenta de la suicida. “Cuando se muere su madre, empieza a deprimirse, no sabía moverse socialmente y terminó matándose.”
Esta historia fue la base para desarrollar el guión de Mi tía Nora, que se filmó en Quito con un presupuesto casi nulo. “No teníamos dinero para producción. Alguien prestó un auto, de un restaurante nos traían sándwiches, actuaba la gente de la calle y el material de filmación lo sacamos en parte de lo que la universidad (de California) había destinado para el documental etnográfico.”
En Ecuador, que en ese momento carecía por completo de industria cinematográfica, se juntó un grupo de aficionados entusiasmados en torno del matrimonio Prelorán. Querían aprender a pergeñar el séptimo arte y Jorge se decidió a enseñarles sobre la marcha, mientras hacían la película. “Estaban fascinados con hacer cine, era toda una novedad.”
Las experiencias en Ecuador fueron, de alguna manera, el cierre de la etapa “cinematográfica” de Mabel. Desde entonces se abocó de lleno a la antropología médica, la especialización que eligió luego de doctorarse en la UCLA.
“Es una antropología que trata de enfocar una problemática social relacionada con la salud e intenta proponer estrategias para ver si se puede resolver”, así define esta área de investigación en torno de la compleja relación médico-paciente.
Su labor cotidiana está relacionada directamente con la medicina genética. Durante varios años trabajó con mujeres embarazadas a quienes se les ofrece la posibilidad de realizar un test genético para pronosticar si el bebé podría nacer con espina bífida o síndrome de Down. Si el resultado da positivo, la mujer puede prepararse para tener y tratar adecuadamente al bebé después del parto, pero también tiene la posibilidad de abortar (en EE.UU. el aborto es legal y gratuito).
Cuando el sistema de salud estadounidense comenzó a ofrecer estos exámenes genéticos (hace un par de décadas), detectaron que muchas mujeres, sobre todo las de menos recursos (generalmente inmigrantes), no tenían ni la más remota idea de qué se trataba.
Al constatar que este desconocimiento generaba temores infundados en las pacientes, el National Institute of Health (algo así como nuestro Ministerio de Salud) se decidió a financiar investigaciones que dieran cuenta de las fallas en la comunicación médica que generaban la negativa de algunas mujeres ante el análisis, que sólo requería la extracción de unas gotas de sangre. “Las norteamericanas aceptaban, las afro-americanas y las asiáticas, aunque en menor proporción, también. Pero más de la mitad de las latinas se negaban a hacérselo.” La incógnita que despertaba esta situación fue el punto de partida para la larga investigación que Mabel realizó junto a sus colegas del Centro de Salud y Cultura.
Las antropólogas detectaron básicamente problemas de traducción, pero que no se limitaban a una cuestión lexical. “El idioma no es solamente la lengua, sino también cómo te movés, el énfasis que ponés”, aclara Mabel.
La tarea de acompañar a las mujeres en la primera etapa del embarazo y la de observar las interacciones con los profesionales de la salud (médicos, enfermeras y consejeras genéticas) les permitió a las antropólogas revelar diferentes elementos comunicacionales que conspiraban contra la posibilidad de que las mujeres pudieran hacer uso del test.
Luego de ese intenso trabajo, Mabel comenzó a investigar sobre diagnóstico genético en enfermedades neurológicas. Pero por estos días está un poco alejada del tema. Prefiere ayudar a su marido (que está con problemas de salud) a concretar el proyecto de transformar sus casi setenta documentales etnográficos en libros de texto que chicos y chicas puedan usar en el colegio.
“En antropología estoy empezando a delegar muchas cosas porque ya tengo sesenta y seis años y pienso que el año que viene me voy a retirar de la universidad. Todo lo que tengo de trabajo de campo me va a servir para varios años de análisis y escritura”, augura con calma poco antes de partir nuevamente hacia Los Angeles.
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