Viernes, 7 de diciembre de 2007 | Hoy
DEBATES
Un hombre de 24 embaraza a una niña de 9. La madre de la niña, pareja del hombre, lo denuncia y es detenido. Pero al poco tiempo la comunidad wichí a la que pertenecen todos los protagonistas reclama la libertad del acusado porque la costumbre ancestral convierte en normal tener relaciones con niñas. El caso, que finalmente se resolvió por enjuiciar al agresor por violación, abrió un debate dentro de las comunidades indígenas, que enfrenta el relativismo cultural con los derechos más elementales.
Por María Mansilla
Este hombre va a ser juzgado por violación. En Salta, eso ya no se discute”, dice la abogada Verónica Spaventa, seguidora del caso de la nena de 9 años abusada por José Fabián Ruiz, su padrastro, en la comunidad wichí Lapacho Mocho, Salta. El acusado llegará a juicio después de dos intervenciones del máximo Tribunal de Justicia de Salta, ya que al principio se lo había sobreseído alegando que las relaciones sexuales a temprana edad son corrientes en la cultura wichí.
Spaventa, integrante del posgrado de especialización en estudios de género de la Universidad de Salta, se explica: “Desde lo técnico, la sentencia no está mal, pero es acorde con la posición que la Corte Suprema de Justicia salteña toma en los casos donde tiene que jugarse. Porque la gran discusión es si las niñas tienen o no capacidad para decidir iniciarse sexualmente con el marido de la madre. Por eso, este fallo lo que hace es silenciar la posición de género”.
El caso estalló públicamente cuando el pequeño cuerpo de la víctima empezó a darle un lugar cada vez más grande al bebé que le crecía adentro. Su maestra no consideró natural lo que pasaba y así llegó esa historia íntima a convertirse, dos años atrás, en denuncia por violación. En este tiempo, mientras la Justicia terminaba de juzgar si el hecho era o no una costumbre comunitaria y eso lo volvía impune como delito sexual, muchas voces salieron al encuentro. Mejor dicho: al cruce. Una fue la de Octorina Zamora, líder wichí. Zamora se acercó al Inadi para denunciar lo que luego esa institución acusó de tratamiento “discriminatorio hacia la mujer y niñas wichí, sexista, estereotipado, racista y violatorio de los derechos humanos fundamentales”. Pegado a este dictamen del Inadi fue que la Corte emitió su sentencia. Una sentencia que si bien no deja impune el caso, le niega la connotación de violencia sexista que toda violación desnuda, y que la ley 25.087 de Delitos contra la identidad sexual, alineada con los conceptos defendidos por la Cedaw, explicita.
Esta historia es una más de las que ponen en evidencia la revictimización que padecen las mujeres originarias ante la violación de sus derechos. Incluso en esta coyuntura, en la que las etnias ganan protagonismo político, el feminismo indígena se fortalece y todas y todos pelean para frenar los desmontes. Hoy, el 50% de los habitantes de comunidades aborígenes son niñas, niños y adolescentes, y su identidad está contaminada, además, por las consecuencias que genera la llamada indigenización de la pobreza. Embarazo infantil y adolescente, estupro, explotación como “mulas” que cruzan droga en la frontera y prostitución infantil (exacerbada por la erotización de “la indiecita”) invaden su cuerpo, su sexualidad, su futuro.
El reciente fallo de la Corte salteña no sería tan grave en contraste con uno de 2002, también público y polémico, emitido en Bariloche. Un hombre mapuche que tuvo hijos con sus dos hijastras, menores de edad, fue absuelto en nombre de la diversidad cultural y el desconocimiento de la legislación vigente. El juez no tuvo en cuenta la falta de educación de las denunciantes pero sí que saludaban al acusado con un piquito y que no querían que marchara preso.
En Lapacho Mocho tampoco se puede hablar más del caso que hizo encarcelar a Ruiz. “Al final, esa nena sufre violencia de ambos lados –analiza Viviana Figueroa, abogada de origen quechua, de la Juventud Indígena Argentina–. Al judicializarse el caso, ella también siente el rechazo de su gente. La pregunta fue por qué en primera instancia la madre no habló con las autoridades de la comunidad. Porque la nuestra es una sociedad comprometida. En las asambleas se tratan esos temas, pero la decisión de las autoridades ya no tiene valor, por eso se sale a buscar una solución afuera. A la vez, tenemos una gran falencia en el sistema judicial por no contar con traductores o por la falta de infraestructura. Cuando nosotras queremos denunciar al hombre blanco, porque a diario hay violaciones, nunca nos la toman.”
Wichí, kollas, chorotes y tobas vuelven a Salta una de las provincias con mayor población aborigen. En ella, el 31% de las mujeres de 15 a 19 años ya tuvo su primer hijo y el 72% de las que tienen entre 20 y 24 sabe de cambiar pañales, según el informe Los aborígenes en Salta, elaborado por la Universidad de Salta y el Conicet.
Por eso, cuando hablan de sus pares las mujeres de los pueblos originarios se refieren también a las que tienen menos de 20. Mujer se es a partir de la primera menstruación: semejante sello de sangre sería garantía del desarrollo biológico y emocional necesario para sostener todo lo que viene después, como ser madre según la menarca y no lo qué diga el DNI, muchas veces gestionado un par de años después del nacimiento de su titular. Todo lo contrario a lo que bregan los tratados internacionales que remarcan la necesidad de brindarles a niñas y adolescentes una especial atención incluso respecto a sus derechos sexuales, y no sólo en relación al mundo adulto sino también entre sí.
“Hoy, un montón de niñas son madres y quieren estar a cargo de sus hijos. A veces, hasta los ocultan porque a ver si de Minoridad se los sacan... –cuenta Figueroa–. Cuando la ley analiza los casos, juzga como violación algo que la pauta cultural dice que depende del desarrollo de la persona, no de la edad. Si quieren que respetemos las leyes, que nos enseñen cuáles son. Ahí está el conflicto.”
Lo que la ley condena es el despertar sexual prematuro y el sometimiento por parte de un adulto...
–Es fácil opinar desde afuera. Porque no vamos a decir que afuera no hay violencia contra las niñas. Esto también tiene que ver con cuestiones de subsistencia. Un pueblo de 400 personas es un pueblo que se va a extinguir. ¿Qué va a decir la comunidad? “Tengan hijos”, porque eso tiene que ver con nuestra permanencia. Ahora las hermanas indígenas están utilizando anticonceptivos, pero muchos piensan que es otra manera de exterminarnos. Es necesario hacer un debate al respecto.
Pero el debate es eterno y aparentemente arbitrario siempre que es atravesado por la cuestión del relativismo cultural. Algo similar a lo que pasa cuando se discute sobre tantas otras prácticas que encarcelan libertades individuales, como la mutilación genital femenina, el uso del velo islámico... No por nada el movimiento de mujeres convirtió este tema en una de sus banderas, discutiendo si en nombre de las costumbres ancestrales no se esconden relaciones de poder totalmente desfavorables para las mujeres.
Lo que lamenta Octorina Zamora, la única dirigente aborigen que alertó públicamente sobre el caso de Lapacho Mocho, es que la autoridad judicial no “baje” para charlar, de primera mano, con la gente de las comunidades.
¿Por qué? ¿Qué tienen para decirles?
–Que tenemos normas de vida ética. Por ejemplo, si una mujer se casa con un tipo que abusaba de su hija, lo probable es que la familia lo mate. Para evitar esa medida extrema, se pide una mediación que lo expulsa de la comunidad. Eran fuertes los castigos, igual que en el tema del incesto o de la infidelidad.
No es casual que, en su relato, a Zamora se le mezclen el presente y el pasado: no sabe bien cuándo se corrompieron las costumbres que permitían que las comunidades sigan siendo una burbuja que sobrevivía al paso del tiempo con química propia. Quizá, supone, la penetración cultural o la pobreza o el alcoholismo o la reconquista hecha por las nuevas religiones y los partidos políticos minaron las consecuencias. De todas formas, la lista de tradiciones sigue, y le importa aclarar que las relaciones incestuosas van en contra de su cosmovisión, igual que el abuso sexual, la violencia familiar, el abandono de hijos e hijas. Incluso los antropólogos que analizaron al pueblo wichí a pedido de la Corte salteña advirtieron que ni la bigamia ni el matrimonio “privignático” (relaciones sexuales entre varones con las y los hijos de sus concubinas) son naturalizados.
“Hay muchas pautas que hemos ido perdiendo a medida que estamos insertos en la otra cultura, como el respeto hacia el cuerpo de una”, dice Dora Salteño, de la etnia mocoví, jefa comunal de Colonia Dolores, Santa Fe. En esta comunidad sí se habla de derechos sexuales y reproductivos: de 25 nacimientos de madres adolescentes que había por año, lograron bajar la cifra a 4. También tienen acceso, ahora, a controles ginecológicos.
¿Cómo reacciona la comunidad, por sus valores, ante el uso de anticonceptivos?
–Valoran que no haya tantos chicos. No queremos tener un pueblo para mendigar.
Colonia Dolores –primer municipio mocoví argentino– tiene la autoestima alta. Acaba de cumplirse un año del “rescate” de Violeta (9), otra pieza del mismo rompecabezas: fue violada por un vecino, una médica hizo la denuncia y las autoridades judiciales, además de detener al violador, la trasladaron a un orfanato. Es decir: se manejó la situación según la obsoleta Ley de Patronato. Violeta fue entregada en adopción, y lloraba tanto en la nueva casa en Recoleta, Buenos Aires, que le tocó en suerte, que la madre adoptiva decidió “devolverla” a Santa Fe. Los mocovíes, ante la indiferencia del sistema judicial, recurrieron a los medios para denunciar el caso y “recuperarla”.
“Como víctima de abuso, fue castigada. No había un peligro inminente para la nena, pero la comunidad pasó a ser sospechosa –relata Laura Munzo, psicóloga de la Defensoría del Pueblo santafesina–. Como si esta comunidad santafesina con 110 muertos por año por inseguridad se mostrara protectora. Ellos en ningún momento quisieron ocultar la situación de abuso. Al contrario, creyeron que las instituciones iban a proteger a quien tenían que proteger.”
Ni apocalípticas ni integradas, las nuevas generaciones de los pueblos originarios empiezan a ensayar experiencias muy chiquitas pero simbólicas del ejercicio de una tercera posición en el ejercicio de sus derechos.
En este marco, qué es el VIH, cómo integrarse y, a la vez, cómo defenderse de lo desconocido es lo que preocupa a las y los jóvenes mapuches, estudiantes secundarios y universitarios, que participaron de una capacitación que el FEIM (Fundación para el Estudio e Investigación de la Mujer) organizó en Bahía Blanca. “Ellos cuentan que las comunidades tienen prácticas que son menos promiscuas, más saludables –repasa Mabel Bianco, presidenta de la ONG–. Por eso, justamente, quieren incorporar el profiláctico: para evitar ser diezmados, como pasó con la sífilis, y para preservar su etnia.”
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