Viernes, 22 de agosto de 2008 | Hoy
SOCIEDAD
Como un laberinto, la vida urbana impone sus desafíos que a veces resultan prácticamente infranqueables. Sobre todo para las mujeres: aglomeraciones en transportes públicos que las exponen a abusos, falta de iluminación o de rampas –ellas son mayoría entre adultos mayores y a la hora de empujar cochecitos de bebés– y hasta la apropiación por parte de los varones de esquinas y lugares de recreo convierten al espacio público en un espacio hostil. ¿Es posible pensar en otros modos de circulación menos agresivos y que a la vez no las victimicen a las mujeres?
Por Gimena Fuertes
Seis y media de la tarde. El tren llega a la estación de Once. En el andén, todos fingen una fila que se desarma cuando las puertas se abren. Se agolpan y los pasajeros no pueden salir. Para Magdalena la lucha cotidiana por un asiento está perdida de antemano. Después de todo un día de trabajo, otra vez viajará parada durante una hora y media. Al llegar, todavía la espera un colectivo hasta su casa.
Karina tiene 19 años y es de Moreno. Se junta con sus amigos en la esquina del barrio, pero a la medianoche ya vuelve a casa, mientras los varones se quedan.
Ximena Pascutti vive en Capital, es periodista y pocas veces viaja sentada en el subte B con su indisimulable panza de ocho meses hasta su trabajo.
La experiencia de las mujeres describe espacios públicos cada vez más hostiles: acoso callejero, falta de servicios de transporte público eficiente, las campañas mediáticas o políticas que hablan de inseguridad e instalan el miedo, las esquinas tomadas por varones y hasta las impenetrables gradas de estadios deportivos son el escenario cotidiano donde ellas tienen que moverse. O no.
Cecilia Varela es antropóloga, y para su tesis de doctorado en Antropología Social de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA se interesó en esa paradoja que arrojan los estudios de victimización, a través de los cuales se revela que “aquellos que más temen ser víctimas de un delito son los que menos probabilidad objetiva tienen, que son las mujeres y los adultos mayores”. “Aparece unas serie de problemas no vinculados al delito ni la criminalidad, sino al estado del espacio público, eso que los arquitectos llaman ‘barreras de accesibilidad’, que para algunos pueden parecer cosas nimias pero para las adultas son un cambio radical. Veredas rotas, faltas de rampas, obstáculos, todos esos elementos van configurando un espacio hostil para la circulación. Trabajar con adultos mayores es trabajar con adultas mayores, porque la población de arriba de los 65 años está compuesta por un 65 por ciento por mujeres, y arriba de los 75 años llegan a ser el 75 por ciento. La perspectiva de género se impone por cuestiones demográficas, pero también porque hay una serie de particularidades que hacen al género. Tiene que ver no sólo con la representación del espacio público sino con las posibilidades de apropiación. Y las mujeres y los adultos mayores son grupos que tienen posibilidades mucho más reducidas de apropiarse del espacio público”, asegura.
Los estudios de victimización son encuestas que tratan de medir la cifra en negro del delito, es decir, los que no se denuncian; y la sensación de inseguridad, que es el grado de temor que la población tiene frente al delito.
La calle es territorio de nadie. O de todos y todas. Pero unos y otras no circulamos igual. Tomar mate en una plaza, ir a la cancha, salir de un boliche son experiencias que no se viven de la misma manera. Karina tiene 19 años y vive en Catonas, un barrio del partido bonaerense de Moreno, y le gusta salir. Cuando no va al boliche con sus hermanos y amigos, se queda en la esquina, tomando algo. “Se juntan los chicos, pero no me quedo mucho, hasta tan tarde no, después me vuelvo a mi casa, ellos se quedan”, cuenta. Para volver de bailar Karina tiene sus estrategias. “Vuelvo cuando amanece porque el remise es muy caro y tengo que viajar en colectivo, entonces es más seguro de día. Igual siempre vuelvo con amigos, vecinos, hermanos, sola no, es peligroso, porque tengo que bajar en la ruta y no es seguro. No tengo miedo, pero sí cuidado. Por eso voy al mismo lugar a bailar, porque es seguro. Y vuelvo siempre con alguien”, afirma.
María Angeles Durán es investigadora del Consejo de Investigación Superior Científico de España. Vino a Argentina a presentar la reedición latinoamericana del libro La ciudad compartida, y confiesa que le encantan los árboles de Buenos Aires “y caminar a las tres de la mañana paseando por la calle Florida, tomarse un café, es totalmente diferente a cualquier otra ciudad”.
En su libro la doctora argumenta que “un buen indicador de calidad de la ciudad es que el transporte público llegue hasta el final del entramado urbano.
Si cuando termina todavía hay que empalmar, mucha población no queda cubierta”.
Si bien los problemas de las ciudades latinoamericanas difieren de los obstáculos que se viven en el primer mundo, Durán afirma que “las mujeres pagamos un precio por la incorporación a la vida pública que pasa por un cansancio y un estrés extraordinario. En Europa la encuesta de uso del tiempo, promovida por la Oficina Europea de Estadística, reveló que como promedio las mujeres tienen una hora diaria adicional cuando se suman las dos jornadas, la de trabajo remunerado y no remunerado. Entonces, si en el conjunto de un país, para la mitad es una hora más larga la jornada de trabajo, significa que no se reparte homogéneamente. Ese resultado se dio al medir con herramientas muy conservadoras, porque en otras investigaciones la diferencia es de cuatro horas diarias cuando se suman las dos jornadas”.
“En Europa es bastante frecuente que las familias tengan un auto y no dos, y cuando los yacimientos de empleo están distantes de donde vive la población, suele ser el varón el que usa el auto. Para el presupuesto de las ciudades, las inversiones en las estructuras de transporte son importantísimas, y no se tiene conciencia de que eso tiene una dimensión de género muy fuerte”, asegura.
Para la doctora Durán, las políticas deben apuntar al consumo del tiempo de los usuarios de los servicios públicos. “Las mujeres son las que más padecen las largas filas en relación con la educación de los hijos o la sanidad”.
Ximena Pascutti está embarazada de ocho meses y todos los días es una de los 267.000 pasajeros que viaja en subte. Al indagar sobre cómo se desplaza a la redacción en la línea B, se larga a hablar sin parar. “En la Argentina tener que viajar en transportes públicos es, sin dudas, uno de los aspectos desagradables del embarazo. Si bien somos mujeres sanas, el embarazo supone un estado de fragilidad física y emocional real contundente que sólo se comprende cuando se pasa por ahí. Sobrevuela bastante, creo, la sensación de que la embarazada es una versera que se hace la pobrecita. En la lista de los que no te ceden el asiento, las chicas jóvenes y los oficinistas. Se hacen bien los pelotudos/as escuchando música, mandando mensajitos o cerrando los ojos. Lo raro es que cuando no cierran los ojos, por lo general los muchachos te miran el escote (se sabe, todo crece mucho en este estado) y las chicas la panza. No me pregunten por qué luego no me ceden el asiento.
Señores y señoras de más de 50 son los más atentos. Literalmente me angustio, pero no me queda otra que usarlo. Se da una suerte de escenario de rencores sociales que pueden ser expresados a los codazos, empujones y malos tratos inesperados. Es un campo de batalla donde se puede hacer catarsis. Y en ese quilombo, también entramos las embarazadas, que viajamos tan mal como el resto de la gente, pero con un bebé a cassette que hay que proteger a toda costa. En el colectivo, siempre hay algún señor o señora que se hacen los sotas unos minutos y luego te dejan sentar. En el fondo, y en la superficie, creo que se trata de ignorancia de nuestra comunidad (la gente no sabe que un codazo mal dado puede hacerte peligrar un bebé, o que los primeros tres meses son de alto riesgo, aunque no se note la panza) y sobre todo de una gran falta de solidaridad que se expresa a cada baldosa. Así que pido el asiento, con mi mejor cara de poker y un poco de culpa, que he decidido trabajar luego en mi terapia (donde me siento).”
Ximena cuenta sus anécdotas una y otra vez, y abre sus enormes ojos que denotan su propia incredulidad. “Hace un mes y medio, ya con panza notoria, subí a las 6 de la tarde al subte D. Tenía que ir al médico obstetra, por Santa Fe y Pueyrredón, y no me daba el presupuesto para un transporte más cómodo y rápido. De más está decir que nadie me cedió el asiento. Me apretujaron la panza de tal modo a pesar de que estaba pidiendo que no me empujaran porque estaba embarazada, que me largué a llorar, ahí, en medio de una formación que había demorado su salida porque las puertas no cerraban por la cantidad de gente. Tenía al lado un policía con auriculares que creo que estaba escuchando música. Ni pelota. Ni él ni nadie de los que me rodeaban y me empujaban. Al final una chica me cedió el asiento, pero yo creo que fue porque me vio llorando. Más por lástima que por convicción. Ahora estoy puliendo un poco mis hábitos al viajar. Estoy más estratega: cuando estoy bajando las escaleras para tomar un subte, voy sacándome el abrigo, para que nadie tenga dudas de que llevo ocho kilos de embarazo colgando. Agarro mi mochila con un brazo, el saco en el otro, y me dispongo para la guerra. La vergüenza es algo que va quedando lejos. Lo importante es llegar con Zoe (mi beba a cassette) a destino, y enterita. La tengo que cuidar, porque si no la que me pasará facturas será ella. Y no hay psicoanalista que pueda con esas culpas.”
Magdalena, una de los 433.000 personas que usan los trenes en la ciudad y el conurbano, se enoja cuando le dicen que en el tren “son todos unos indios que se matan por un asiento”. Se está por recibir de socióloga en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Sus compañeros hace rato que vienen peleando por un edificio único, más grande, donde entren todos y todas aquellos que quieran estudiar. El ingreso al tren de cada día le hace acordar al teórico del aula magna en el cambio de horario de las siete de la tarde, cuando los que salían no dejaban entrar y los que entraban se mataban por un asiento.
La antropóloga Varela cuenta en su investigación que otra constante son los episodios que aludían a la amenaza sexual en los ámbitos públicos. “Siempre había una suerte de cuerpo masculino en la oscuridad que iba a hacer algo, y tal vez nunca llegaba a suceder, pero aparecía esa figura amenazante en forma recurrente en las entrevistas. Es que las mujeres tienen mayor sensibilidad ante un delito específico que es la violación. Cualquier otro delito, como un robo, temen que acarree la violación como subproducto”, explica.
“Las mujeres son víctimas en su vida cotidiana de un montón de situaciones que tienen que ver con comentarios sexuales no solicitados, no recíprocos, miradas fijas que no pueden ser devueltas, eventuales persecuciones. Son violencias cotidianas, sordas, que no están problematizadas, que las feministas sajonas denominan street arasement o public arasement, acoso callejero o público.”
“Otra cuestión muy difícil de medir es cuando se trata de una situación de seducción o no. Es una zona muy gris. Las mujeres sabemos cuál es la diferencia, que se da por la posibilidad de conmutar posiciones. En una situación de seducción se puede conmutar. En el colectivo, vos me mirás, yo bajo la vista, yo te miro y vos bajás la vista, pero en situaciones de acoso callejero las posiciones no se pueden conmutar, no puedo devolver el comentario o la mirada. Es hacer reemerger la jerarquía del género en el espacio público, donde se supone que todos somos iguales.”
En el boliche al que siempre va Karina pasan cumbia y reggaeton. “Es tranquilo el lugar, podés bailar. Algunos chicos dicen que las chicas no quieren cuando ellos las sacan a bailar. Yo bailo con todos, mientras el chico esté tranquilo, todo bien, me gusta divertirme. Ahí conocí a gente de distintos lugares. Aunque ahora el boliche está cambiando porque van chicos y chicas más chiquitos y ellos se pelean y ya no es igual”, cuenta.
Cecilia usa el concepto de la feminista brasileña Rita Segato de violación alegórica. “Esa idea me permitió pensar un montón de situaciones de abuso y de manipulación del cuerpo del otro sin que exista un contacto físico. Interpreté estas referencias de estas mujeres en el marco de sus experiencias, más aún en adultas mayores, donde los roles de género son mucho más rígidos y el espacio de la mujer está considerado como doméstico.”
El street arasement o public arasement son “propuestas propias de los feminismos de países del primer mundo, donde tienen otros problemas resueltos antes. Hubo un caso de una chica que iba en el subte, un tipo se le paró adelante y comenzó a masturbarse, la chica sacó la cámara y le sacó una foto, lo publican en lo diarios y lo detienen. A partir de eso ellas proponen que si un tipo te molesta le saques una foto y las van colgando de Internet. Es oponer la captura de la mirada del otro por la captura de la máquina fotográfica. También impulsan el endurecimiento de la legislación anti arasement. De hecho en los campus universitarios hay códigos muy estrictos para las relaciones, están muy legisladas las conductas. Pero yo no estoy convencida de que penalizar esas conductas sea la mejor solución. Me parece que puede tener derivaciones complicadas de quiebre de los vínculos. Al ser una zona tan gris, es muy complejo pensar en una legislación que lo penalice”, argumenta Varela.
“Es necesario pensar cómo estas experiencias de acoso callejero pueden estar delineando o modelando una percepción del espacio público como un ámbito hostil y como un espacio masculino, en el que las mujeres siempre son recordadas de su intrusión. Muchas políticas públicas refuerzan ese estereotipo de género.” El aporte de la brasileña Rita Segato, de “violación alegórica” sirve para darle una palabra al hablar de la violencia cotidiana, rutinaria, que no se codifica como tal o no se percibe. “Me parece que darle un nombre a eso le da visibilidad, mencionarlo lo une de alguna manera a un conjunto de malestares situados en el espacio público. Porque por otro lado, las campañas de ley y orden siempre te proveen de lenguajes muy claros de los supuestos responsables de los males sociales. Es una manera de tratar de ligarlo a la manera en que las mujeres se representan el espacio publico”, cuenta.
En mayo de este año, el jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri, había afirmado que “nadie quiere la incomodidad” que genera la actividad de las travestis”, y agregó que “a algún lado tienen que ir” al confirmar la medida que fija una zona roja para la oferta de sexo en la ciudad. Hace un tiempo, la tele mostraba una publicidad sobre la fallida guardia urbana en la ciudad de Buenos Aires, en la que una mujer iba caminando por la noche toda temerosa hasta que aparecía la guardia urbana y ella podía caminar tranquila. Ahora Macri propuso que los colectivos deben parar en todas las esquinas a las mujeres que extiendan su brazo, no así a los hombres. “Esa idea refuerza que las mujeres son intrusas en el espacio público, que la calle es algo peligroso, cuando las mujeres son más víctimas de delitos en el espacio doméstico”, sostiene. Varela asegura que no niega el delito, pero sostiene que “eso se resuelven con políticas de largo plazo, que tienen que ver con temas de otro carácter que tienen que ver hasta con la distribución del ingreso”.
A algún lado tendremos que ir.
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