Viernes, 10 de abril de 2009 | Hoy
En su nuevo libro, La ciudad vista, Beatriz Sarlo presenta su propia versión de la ciudad de Buenos Aires, contruida a lo largo de muchas caminatas y con una mirada atenta, nostálgica y crítica sobre los cambios que se han producido en las últimas décadas. Llaman su atención los personajes, los ambientes y las costumbres que genera el nuevo espacio, desde la circulación de las mercancías en los shoppings y en la venta ambulante a las intervenciones y representaciones artísticas y publicitarias. Emergen con rasgos monstruosos, desde su punto de vista, la “ciudad de los pobres” y la ciudad de los migrantes, una Buenos Aires ya no dividida en norte y sur, sino fracturada en capas más compejas y cuya mayor condena es que se modifica y multiplica sin objetivo racional ni planificación.
Por Veronica Gago
La ciudad está en el centro del debate político: por su inseguridad, por velorios masivos que la toman de sorpresa, por sus reglamentaciones (anheladas o existentes), por sus enormes y novedosas ferias informales o por sus catástrofes cotidianas. En ella transitan miedos de toda clase (y de todas las clases) y es escenario de conflictos en los que, una y otra vez, se dirime si es posible aún el uso público de los bienes colectivos. Es, y pareciera serlo hoy más que nunca, campo de batalla, con sus guetos, sus fortificaciones, sus zonas de privilegio. Cada vez más estratificada y segmentada y ya no simplemente dividida entre norte y sur: cada barrio, cada cuadra, replica una grilla ínfima de prevenciones, resguardos y seguridades. Se la transita con mapas perceptivos que se adhieren a las fobias y a las alertas mínimas del cuerpo, alimentadas diariamente por el fervor de los noticieros. De la ocupación callejera que impuso la crisis en el 2001 a la ciudad en la que cada quien se preocupa porque su experiencia urbana aparezca reflejada en un mapa virtual de la inseguridad –uno de los dispositivos de propaganda más exitosos de la campaña política en marcha–, ha emergido una nueva ciudad.
Justamente Beatriz Sarlo se ocupa de ella: acaba de publicar La ciudad vista (Siglo XXI). En sus páginas, Buenos Aires es recorrida, fotografiada, descripta, pensada y, sobre todo, mirada. Sarlo lo hace, como no podía ser de otro modo, desde su punto de vista. Que implica un contrapunto –más o menos visible– ya no con la ciudad del 2001, sino con la de los años 60-70. Así, La ciudad vista, aun cuando analiza las transformaciones de los últimos años, parece ser un diálogo con la ciudad vista por ella misma a lo largo de varias décadas. Aclara Sarlo que buena parte del material de su libro proviene de las derivas urbanas que hizo para escribir su columna dominical en la revista Viva. Sin embargo, esas crónicas fueron la excusa para poner a funcionar una máquina interpretativa más poderosa que va del análisis de la circulación de las mercancías en la ciudad (de los shoppings a los vendedores ambulantes) a las intervenciones y representaciones artísticas y publicitarias (fotografía, pintura y guías de turismo), haciendo eje sobre todo en la “ciudad de los pobres” y la ciudad de los migrantes (de Liniers al Bajo Flores, de Villa Riachuelo a Soldati).
–Te diría que hay dos comienzos teóricos para pensar La ciudad vista. Uno es Clifford Geertz: es decir, la idea de tomar un acontecimiento –como él puede tomar el entierro de un príncipe o una pelea de gallos–, mirarlo de manera intensa y luego hacer una descripción profunda. Sin embargo, lo que a mí me impacta de Geertz es sobre todo la intensidad de la mirada: ¿de qué manera esa mirada va atravesando diversas capas y superficies de lo real? La que yo llamo la ciudad vista es aquella que se presenta ante una mirada de determinada intensidad. Quedarse largo rato, quizás días enteros, frente al mismo lugar tratando de que algo, un núcleo, que está más allá de los movimientos y de la primera impresión, pueda rendirse ante la mirada. Esta mirada en profundidad es el primer impulso, no porque piense que hay una verdad a la cual se llega, sino porque pienso que se atraviesan diversas capas de eso que se muestra a la mirada. El otro punto de partida es muy tradicional en mí y a esta altura puedo darme cuenta de quiénes fueron los que me marcaron más fuerte: fue Roland Barthes, sin dudas. Su forma de leer los textos de literatura y los acontecimientos –como puede ser el catch o una escena de cine o un monumento como la Torre Eiffel–. Es decir: mirar la ciudad o mirar el acontecimiento que se produce en la ciudad con el detalle con el cual uno miraría una frase de literatura. Cuando digo leer la ciudad, lo digo en un sentido no metafórico, sino recto: la leo buscando el máximo de detalle y de profundidad tal como leería un texto complicado de literatura. De hecho, en este libro, las escenas de ciudad y los fragmentos literarios con los cuales trabajo están tratados del mismo modo, con la misma mirada, esa mirada obsesionada por el detalle. La idea es que en el detalle puede emerger algo de la verdad del acontecimiento. Digo “puede” emerger, lo cual no significa que necesariamente lo haga o que yo lo haya captado. Pero si existe alguna posibilidad de captar el acontecimiento, es en el detalle.
–Creo que con el que sentimos todos los que nos ubicamos en la franja del progresismo argentino. Recorrer Buenos Aires, si uno sale de Palermo, Belgrano y Caballito, es encontrarse con una ciudad que no hubiese podido ser predecible hace cuarenta años; y hace cuarenta años yo ya conocía bien Buenos Aires. O sea que estaba recorriendo una ciudad que era la mía y que se había transformado de una manera probablemente irreversible para las próximas décadas. Lo que veía no era la ciudad que siempre hemos interpretado como dividida entre un norte y un sur, que han sido las hipótesis correctas anteriormente, sino un sur de la ciudad que parece haberse hundido, en el cual parece haber sucedido una catástrofe atómica. Cuando uno llega a Villa Riachuelo, a ciertas zonas de Soldati, o a la villa 1.11.14, uno tiene la impresión de que está frente a arquitecturas monstruosas que son fruto de una catástrofe. Provienen más de un film de ciencia ficción que de aquello según lo cual una ciudad se construye. Las arquitecturas que quedan enfrentando el barrio Charrúa, después del Polideportivo de San Lorenzo, son realmente arquitecturas de pesadilla. Y las llamo arquitecturas porque no hay otra forma de llamarlas: son autoconstrucciones que representan una tipología monstruosa, en la cual es muy difícil que se implante una buena sociedad.
–La 1.11.14 no era predecible en Buenos Aires hace cuarenta años. Entonces, es la irrupción de algo que no pudimos ver que iba a irrumpir. De ahí esa sensación de pesadilla. Cuando yo era militante en villas, cuando conocía la villa, la villa era mucho más parecida a lo que es hoy un barrio obrero. En cualquiera de las villas grandes, incluso las de pasillo, la perspectiva de salida estaba presente en quienes vivían allí. E incluso existía la perspectiva de mejoramiento dentro de la villa; eso que hoy se llama urbanización y que no se va a poder lograr nunca. Entonces, lo que ha sucedido, a diferencia de otras ciudades latinoamericanas, es que esta irrupción no se previó hace cuarenta años. Entonces se pensaba que la villa era un problema de pobreza que podía solucionarse mientras que hoy se ha convertido en una erupción que no puede ser contenida.
–Si me preguntás desde un punto de vista político, te diría que el problema de la villa es el problema nacional. Ahí están condensados todos los problemas del federalismo argentino, de las migraciones internas, de la educación, de la salud y de la seguridad. Insisto: es el problema nacional. Yo no hubiera contestado esto hace cuarenta años. Hace cuarenta años uno tenía la visión, quizás equivocada o romántica, que en la villa había una resistencia capaz de ser transformada en una resistencia política. Hoy eso no puede ser pensado.
–Porque de ahí se han ausentado todas las instituciones de organización. En la villa hoy ya no están ni el partido político ni la sociedad de fomento. Funcionan en todo caso en las periferias, con militantes totalmente sacrificados, pero que no pueden penetrar en la densidad de ese corazón que, además, se alimenta día a día con nuevas llegadas. Entonces, las instituciones que eran la trama organizativa de la villa –no había partido político que no tuviera alguno de sus locales en la villa–, se han ausentado o desplazado hacia su periferia, hacia los lugares donde los que no somos de la villa podemos entrar y podemos entrar unos pocos metros. Esto por supuesto no sucede en algunos barrios muy pobres, como el barrio Charrúa; esa es la enorme diferencia: ahí hay instituciones, hay una escuela y una iglesia en el medio del barrio, ahí las familias siguen funcionando de manera más o menos organizada y todo eso le da otra densidad. Pero en las verdaderamente grandes, como la 31 y la 1.11.14, esas instituciones no tienen capacidad de gestionar la miseria que está adentro. De ahí que tome ese carácter inesperado y monstruoso, de ahí que tome ese carácter de excrecencia.
–La urbanización de esos territorios probablemente sea la salida, lo que pasa es que eso significaría un acuerdo entre Nación y Ciudad al que no veo ninguna posibilidad de que se establezca. No sé cuál es la voluntad de Macri de resolver problemas en la villa 31 pero convengamos que esa villa no cae bajo su jurisdicción. Por eso digo que las villas miseria, las que rodean Buenos Aires y las del Gran Rosario así como las del Gran Mendoza, son problemas nacionales porque allí viven argentinos de todas las provincias, además de los migrantes que son también un problema de la Argentina, en el sentido que la Argentina, por su Constitución, está obligada a integrarlos y a garantizarles todos los derechos. No hay caudillo o gobernador de Santiago del Estero, por ejemplo, que pueda decir que este problema no le concierne en la coparticipación federal.
–Las primeras oleadas migratorias estaban incluidas en un diseño de política nacional. Aun cuando los agentes argentinos en Europa prometieran a los inmigrantes futuros cosas que el Estado no les iba a brindar –como tierras o posibilidades de trabajo en el campo– y aun, también, con la xenofobia que pudiesen producir, la llegada de los migrantes eran parte del diseño del país, del diseño alberdiano: “Necesitamos mano de obra para un país que no la tiene y cuanto más calificada mejor”. Las nuevas migraciones, la de los países limítrofes, no entran en ningún diseño de política nacional. Simplemente los gobiernos las consideran inevitables. A veces toman medidas reaccionarias para limitarlas o expulsarlas en algunos momentos y en otros las dejan estar. Pero es claro que no forman parte de ningún proyecto de inclusión. La escuela no está cerrada para ellos pero tampoco está demasiado abierta; no hay una escuela que piense que tenga que incluir a los hijos de los migrantes porque se van a convertir en ciudadanos. Tampoco hay un sistema de salud que los incluya. Ninguno de los sistemas globales lo hace. Ni siquiera el sistema militar que antes incluía a los hijos de migrantes. Uno está en contra del servicio militar pero era parte de esos sistemas globales que ponían en un mismo plano a las poblaciones de origen local, criollo, con los hijos de quienes llegaban en las oleadas migratorias. Hoy simplemente las oleadas migratorias suceden, entran, salen, se quedan, se ganan la vida como pueden, y algunas comunidades se establecen de manera muy firme como es el caso de la boliviana en una punta o la coreana en la otra. Pero no hay ningún diseño de Estado que esté pensando este problema. Esta es la gran diferencia.
–Las capas medias pueden ver eso como pintoresco, en tanto no les toquen sus barrios. De ese modo pueden ir alegremente a comprar los productos que se venden en el barrio chino y en cualquier momento se puede poner de moda la cocina boliviana como se puso de moda la cocina peruana: estamos en un momento de erupción de lo étnico. Estos son los reflejos de las capas medias. En cuanto estos migrantes se vuelven molestos en la circulación en los barrios donde no hay migrantes, las capas medias reaccionan de manera negativa. Están como programadas culturalmente para hacerlo. Entonces, los migrantes quedan como lo absolutamente otro. Incluso siendo minoría: son muchísimos menos que los que llegaron entre 1880 y 1914. Sin embargo, quedan como encapsulados dentro de sus barrios. Y encapsulados dentro de sus etnias. Es como el negativo, aunque sea ideológicamente, de lo que fue el proyecto de integración migratoria del ‘80; aunque uno pudiera decir que aquello fue sólo una ideología, las ideologías, aun como declaraciones, producen efectos. Entonces, la ciudad está cada vez más dividida en cotos locales. Ya no es como hace un tiempo la división norte-sur, sino divisiones barriales muy precisas donde emergen, por otro lado, barrios culturales. Uno podría poner en una punta a Palermo como barrio cultural y en la otra al barrio Charrúa, como absolutamente migratorio aunque sea altísima la proporción de argentinos que vive allí, toda gente que habla a lo porteño, pero que sigue estando rodeado de esa coraza que rodea a lo migratorio. Esto no exime que se pueda poner de moda.
–Los que tenían miedo bajo la dictadura eran, éramos, una minoría: aquellos que eran o conocían o eran familiares de militantes políticos que podían desaparecer o ser asesinados. Hoy, en esta especie de olvido de que había separaciones fuertes durante la dictadura en la sociedad argentina, hay que saber que ese miedo pertenecía a una minoría. Yo recuerdo mi sorpresa cuando alguien que no pertenecía a ningún entorno político en 1978 me dijo “en este país están matando gente”. Y después me di cuenta que esa persona vivía en la ciudad donde el obispo De Nevares tenía una parroquia: es decir, era una minoría que si le tocaba una misa de De Nevares podía enterarse. El resto de la sociedad funcionaba con la seguridad que imponen las dictaduras militares: se circulaba hasta una determinada hora de la noche, se sabía que los chicos tenían que llevar documentos, que en los colegios había que llevar el pelo de cierta manera, etc. Por tanto, la vida cotidiana tenía una reglamentación que introducía una seguridad en los sectores que hoy sienten inseguridad. La democracia, afortunadamente, termina con esa sociedad reglamentada. Por otro parte, contemporáneo a la democracia, se produce el proceso de latinoamericanización de las grandes ciudades argentinas. Esto comienza en los tardíos ‘80, se expande cuando nadie quería verlo en los ‘90 y eclosiona en el 2001, cuando se hace particularmente visible porque aquellos que todavía no habían caído sienten que pueden caer, y recién ahí empiezan a ver que otros ya habían caído. Es entonces cuando las ciudades se tornan inseguras porque por un lado tenemos una sociedad de la miseria que está totalmente disgregada, y para verlo hay que leer el libro de Cristian Alarcón –ése sí es un libro de etnografía–, donde las organizaciones tradicionales como la familia ya no pueden implantar un cierto orden y por otro hay capas medias que se sienten asaltadas por esa sensación, real por otra parte, de que la violencia urbana ha aumentado. No se trata de discutir si en el 2009 hay más delito que en 1960: hay más delito en Buenos Aires y en todas las ciudades del mundo. Lo que sucede es que nadie quiere hacer sociología criminalística en la ciudad donde vive, mucho menos los medios de comunicación que viven de tirar carroña a la pantalla todas las noches. Lo que ha sucedido es que se han soltado los hilos del tejido social: la mayoría lucha desesperadamente por anudarse, si no fuera la mayoría viviríamos en la Franja de Gaza, con misiles de una villa a otra. Las minorías más pobres, sin embargo, quedan sueltas.
–No diría tanto. Esa sería una hipótesis de los optimistas y yo no tengo nada de optimista. Hablo de los optimistas que dicen que las barras bravas o la televisión generan comunidad. Yo no pienso así. Lo que traté de decir es que hay dos formas de consumo que hoy definen la relación con el mercado: el shopping por un lado y los vendedores ambulantes por otro. Son las dos formas más visibles y definidas de la circulación actual de mercancías en la ciudad. No sé ni me pronunciaría sobre su capacidad de producir comunidad. Quizás entre los ambulantes se generen pequeñas formas de autodefensa y de organización, pero muy débiles e instantáneas. Los shoppings los defino como escenarios donde todo sucede.
–Eso sí, pero no toda posibilidad de ensoñación genera comunidad. El shopping como escenario en el que capas medias y medias bajas circulan por igual un sábado a la tarde, y cada uno sale de allí con lo que le tocó, genera ensoñación pero no comunidad: cada uno vuelve a su nicho. Yo no me expido sobre la preocupación de generar comunidad. Mi preocupación es más moderna: cómo se consolida sociedad, es decir, igualdad de derechos, de accesos.
–Sí, generar ciudadanía es generar sociedad. Para volver al principio: en Modernidad periférica tenía la idea de que la modernidad triunfante de los ‘20 podía venir y este libro, en cambio, no tiene idea de ningún regreso. La Argentina no tiene regreso. No va a volver a lo que fue. No hay ninguna restauración. El cambio ha sido tan brutal que no queda ningún fundamento sobre el cual restaurar. Hay que pensar todo de nuevo de aquí para adelante.
–En primer lugar, el principio de auto-organización muy fuerte de la gente. En segundo lugar, la cuestión silenciosa, no futbolera, no rockera, pero sí de aguante. Un aguante silencioso, que decía “son cuatro o seis horas de cola, las hago, me quedo”. Y veías escenas de gente en silla de ruedas, o un hombre con una cámara de foto que le relataba permanentemente lo que pasaba a una mujer ciega. Era un aguante de acompañar al muerto porque por la televisión ya se sabía que pasar por la capilla ardiente era apenas unos segundos, pero la gente se quedaba más allá de ese momento. Otra cosa, que se dijo mucho pero fue muy impresionante, fue la cantidad de jóvenes. Pregunté a muchos por qué habían ido y en varios casos decían por familiares y en muchos otros, sorprendentemente, por la escuela; hay algo de la escuela que todavía funciona. En la procesión hacia el entierro hubo algo muy curioso y es cómo iban cambiando los sectores sociales que se agregaban a la procesión. Del Congreso salieron los militantes radicales y gente de clase media y algunos de clase media baja y después había un ascenso de las capas medias hasta llegar a Recoleta. Visualmente era absolutamente preciso: una procesión fúnebre con su correspondiente estratificación social y urbana. Por último, la otra cosa llamativa, que también viene de los fenómenos de masa colectivos, fue la espontánea y sucesiva producción de olas de aplausos y de gritos de ¡Alfonsín!; se iniciaban en algún lugar de la cola y se iban comunicando con la misma tecnología que en las canchas o en los recitales.
–Fue el velorio de un político que llegó a viejo y que supo construir una figura de padre, siendo que siguió siendo un político de manejo y de partido. Un político que, en la experiencia de la gente, no se volvió despreciable.
–No, porque Alfonsín era un político con una enorme vocación de diálogo. Era alguien que se podía subir a un púlpito y contestarle a un cura e incluso tener intervenciones desdichadas como aquella de “a vos no te fue mal gordito”, etc., pero que creía en el diálogo político. Su pacto con Menem, además de ser un ejercicio de la ética de la responsabilidad con un mal diagnóstico político –lo cual es típico de la ética de la responsabilidad: pensar que si no hacía el pacto iba a pasar algo terrible–, es también un mecanismo del diálogo político. Te diría que Alfonsín estaba temperamentalmente volcado al diálogo político y los Kirchner están temperamentalmente ajenos al diálogo político, no creo que hayan discutido con políticos de otro partido en su vida. No tienen nada que ver. Alfonsín vivió en el diálogo: fue parlamentario, después estuvo en Asamblea Permanente, después en la Alianza. Respecto del conflicto del campo, Alfonsín hubiese pegado, como hizo con la Sociedad Rural en su momento, y hubiese negociado. Era el típico político de dos manos: pegar y negociar, pegar y negociar.
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