Viernes, 30 de abril de 2010 | Hoy
EL MEGáFONO)))
Por Fernanda Gil Lozano *
“Hija de puta, te voy a matar”, es una de las frases que escuchan muchas mujeres antes o después de que el agresor descargue el puño, el cuchillo, o lo que tenga a mano, sobre su cuerpo. Algunas sobreviven. Pero en la Argentina, cada vez son más las que no. Aunque se carece de estadísticas oficiales, los datos que provienen de diversas organizaciones civiles son elocuentes: durante el año pasado, 239 mujeres fueron asesinadas a manos de sus esposos, novios, ex parejas o en el marco de un ataque sexual.
Esas mujeres murieron porque quien las agredió asumió el derecho a decidir si vivían o morían. En ocasiones, el asesinato se ejecutó luego de años de maltrato y en otros casos porque la victima dijo que “no” o porque decidió terminar con la relación afectiva.
Para las feministas, este tipo de crímenes nunca son pasionales. Se trata, por el contrario, de feminicidios, es decir, de asesinatos que se perpetran sobre las mujeres por su condición de mujeres.
En otros momentos o geografías, ser considerada bruja, infiel o hereje fueron algunas de las excusas utilizadas para matar mujeres. Pero, en la actualidad, y en nuestro país, estos crímenes se suceden porque el Estado y sus agentes lo permiten, lo toleran, no lo persiguen, no lo investigan o terminan lanzando las sospechas sobre las víctimas. El Estado monta una suerte de mascarada en la cual mientras firma tratados internacionales e impulsa una ley con el supuesto objetivo de penalizar la violencia de género, obvia, simultáneamente, reglamentarla, otorgarle recursos y establecer sanciones penales a los agresores.
Tales decisiones se complementan con otras prácticas y discursos que naturalizan el problema de la violencia y el abuso hacia las mujeres, y promueven la indiferencia social. Por ejemplo, cuando una mujer decide realizar una denuncia por haber sido golpeada, el policía que debe recibirla intente convencerla de que desista argumentando que sólo se trata de “problemas entre marido y mujer”. Y cuando una mujer es violada, corrientemente sucede que las sospechas se vuelven sobre ella pues es a la victima a quien se interroga por su ocupación, su vestimenta y sus hábitos, como si éstos justificaran de alguna forma el abuso al que ha sido sometida.
Es imperioso que esta terrible realidad cambie. Para eso se necesitan compromisos reales desde todos los poderes del Estado y también desde la sociedad. Se requieren de leyes verdaderamente integrales, reglamentadas, con presupuesto y sanciones para los agresores. Pero, también, del esmero sistemático para crear una nueva conciencia social. Sin cuestionar los pilares de la sociedad patriarcal, sin rechazar de plano la violencia y el abuso en la casa, en los medios y en el resto de los espacios y relaciones sociales es imposible acabar con la violencia contra las mujeres.
(*) Historiadora y diputada nacional por la Coalición Cívica.
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