Viernes, 26 de noviembre de 2010 | Hoy
VISTO Y LEIDO
Una lectura alucinada de la primera novela –No tengo tiempo (Paradiso ediciones)– de una de las cabezas más poderosas de este tiempo, María Pía López, quien arremete con frases cortas y apuradas, con palabras que no llegan a ser argot pero lo acarician y donde el crimen se acaricia pero sólo como urgencia.
Por María Moreno
Lástima que los que conocen el pasado en obra de María Pía López no podamos leer No tengo tiempo como el alumbramiento que anuncia y, en el cambio abrupto de género –del ensayo a la novela, no de ella, es necesario aclararlo a causa de los tiempos que corren– se llegue a desconocer a la autora en donde todavía está y se intente reconocerla en donde ella ya es otra. Sin embargo en No tengo tiempo permanecen todavía como personajes los papeles nacionales y del marxismo en clave latinoamericana pero también un flamante arte de la injuria y de las blasfemia como si el ensayo fuera el Doctor Merengue y la novela su otro yo, a condición de que ese “otro yo” no se considere el verdadero sino el inconsciente (el inconsciente tampoco es la verdad, pero su irrupción pone alguna en juego).
Cabe, sin embargo, sospechar lo que María Pía López ha ganado en este pasaje: el ensayo, aunque se proponga maldito y desestabilizador, no deja jamás de sostener un bien, mientras que en la novela –me acerco el oportuno graffiti lacaniano– no hay otro bien que el bien decir.
No tengo tiempo es una novela excepcional. Basta: la laudatio es mucho más difícil que la diatriba, la descalificación, el bochazo.
Pero, algunas cositas:
Así como No tengo tiempo era –según su autora– en principio una novela sobre el tiempo y no deja de serlo, yo que no pensaba contar el libro, al insinuar y volver una y otra vez sobre el final, no puedo dejar de hacerlo. Y hacerlo es intentar arruinarles a sus lectores justamente la lectura pero para salvársela. Porque leer No tengo tiempo, como si realmente no se lo tuviera, según una economía de suspenso, es decir una lectura en ráfaga y tras un resultado, es reducir su trabajo con la lengua y el estilo a una servidumbre instrumental.
No hay aquí un fluir de conciencia a la Virginia Woolf, derramado en mareas agradables y en donde el ritmo nunca es ripio. Porque no se tiene tiempo, la frase es corta, telegramática, tartajeante. El doble delito final se anuncia por el uso de un argot menor carcelario que consiste en la deformación de las palabras pero que no impide su identificación (“tecluchi”, “locato”, “sonambúlica”, “enmorosarse”), treta destinada más a burlar la lectura policial de labios que su oreja.
Que el sustantivo se haga verbo en la insistencia de palabras como “apañalar” y “embebecer” ilustra el pasaje a la acción que la narradora rumia y luego cumple a su debido tiempo y a su debido precio.
La síntesis: una mujer quiere un hijo pero no puede de su vientre, sale a buscarlo y, al salir, sale al mismo tiempo de la ley. En el medio, justamente, un mediador, empresario de fina retórica para desesperadas, transa de guante blanco. Ella lo cuenta en su diario íntimo, entre dos fechas, sin precisar el año.
En Maniobras nocturnas de Edgardo Cozarinsky, la foto de tapa, algunas peripecias del protagonista que se podrían asimilar a las de la vida del autor, hacen una insinuación autobiográfica. Es el crimen el acto que daría al lector la certeza de que no se trata de un texto autobiográfico. Como si matar se opusiera a escribir y a pesar de que hubo un William Burroughs que mató a su esposa jugando a Guillermo Tell o un Louis Althuser que asfixió a la suya, fracasos de la sublimación o límite de su teoría.
Pero si pongo a No tengo tiempo en esta compañía es para que no haga juego. La insinuación autobiográfica aquí traza una módica intriga entre datos de contratapa –que la autora es socióloga, ensayista y doctora, a quien tanto título permite atribuírsele una mediana edad– y una narradora que dice ir pasando los cuarenta y haberse prodigado en “cuatrocientas páginas de tesis. Miles de monografías, papers, ponencias, artículos arbitrados, actas con notas, proyectos de investigación, informes de lo supuestamente investigado”. La forma diario íntimo refuerza la lectura en clave de autobiografía (que siempre será más tentadora si se trata de una autora), aunque en este caso el género diario funcione como cronograma inútil para una angustia que desconoce el huso horario y la contratapa, presuntamente cómplice, registre que alguna vez un comité científico rechazó los escritos de María Pía López por considerarlos cercanos a la ficción y que la convencieron.
En No tengo tiempo el crimen no es una garantía de la ficción ni una resolución personal. El crimen es político, una de las prerrogativas del tirano, pero en una proporción irrisoria que garantizaría que no se es el tirano. Dice la narradora, que en Internet tiene tantas homónimas como Silvia Prieto –a esto no lo dice ella, lo digo yo–,pero, en la novela, ningún nombre: “Matar es casi divino. Sólo en esa superación de lo humano se puede lidiar con el tirano. El no deja de matar. A cada instante. El: cada instante mortuorio. ¿Qué es un asesinato al lado de eso? ¿Uno solito? El problema es su incesancia, su vocación guadañística, su gangrenosidad extendida, su paso. El es el problema. Yo: víctima. Aunque quiera matar”.
Y más adelante: “toda muerte me atañe” pero podríamos agregar “pero crimen, uno solito”.
Decía que No tengo tiempo era en principio una novela sobre el tiempo y que no deja de serlo. El tiempo que va del reloj biológico al tiempo de los asesinos, desde una angustia que no se deja achiquitar, acovachar, amasar –son las palabras de la narradora– y que toma todos los órganos del cuerpo –como la barbarie sarmientina, invade desde adentro–, al logro de lo efectivamente achiquitable, acovachable, amasable, desde la identificación a un general que no fue padre y a quien se llama puto reprimido con nostalgia de los chicos, al acogimiento de una niña, desde la condición contemplativa y dócil en calidad de “mula” o trasporte entre el vientre recipiente y el de recibo –pago– contra entrega, al de una “adopción” exultante, de la fecha de cumpleaños inexorable en su ultimátum sobre la fertilidad a la fecha de nacimiento inventada de aquélla a quien se prohíja para tener por fin tiempo.
En Mutantes, trazos sobre los cuerpos María Pía López lanza un anatema sobre la pasividad contemplativa en política dibujando una línea entre los responsables y las víctimas. Del lado de las víctimas la del obrero lukacksiano reducido por la máquina, la de la descorporización de la lucha política bajo el peso del terror; del lado de los responsables, el Estado seductor bautizado por Debrays y la videoesfera. En No tengo tiempo el valor está puesto en el abandono de la pasividad de la protagonista por su pasaje a la acción. Hacerse de un hijo (de otra) no es, en este caso, una apropiación –como el crimen, también prerrogativa del tirano–, sino una toma o saqueo, los verbos del otro, el viaje en que se lo encuentra, una movilización, el crimen, un caer del lado de él.
Los hijos literarios de 2000 son hijos de la legalidad, de la angustia por su seguridad y el legado que recibirán. Pienso en Derrumbe de Daniel Guebel, en Era el cielo de Sergio Bizzio. ¿Repliegue conservador en los deseos legítimos y la privatización de sus productos?
Si en las novelas de los autores de la generación de 1880, un período donde la consolidación del Estado convive con la invención de la ciudad moderna, la fe en el progreso y su demonización, Hugo Vezzetti leía la recurrencia de la muerte de los niños como el eco del niño muerto imaginario, fruto de la fecundación de la patria virgen por un ego europeo que soñó el positivismo nacional, en el 2010, ¿podemos ver en esta niña viva “adoptada” que hace ganar tiempo y se dirige hacia su futuro, un proyecto político? ¿Es su cara contada como “sol naciente a cada momento”, sol de mayo? Claro que como proyecto político no encarnaría la beatitud disfrazada de alegoría. En el fuera de campo de la novela el peso de la ley podría perpetrar el despojamiento, caer sobre la transgresora, buscar justicia para el tránsfuga-seductor como el Estado. Hacia el final la narradora emite un voto como deseo de simetría: “Que ella olvide el útero y que yo olvide el viaje. Que ella borre el llanto de la chica al entregarla y yo los ojos azorados del moribundo”. Pero ¿y el precio? ¿La madre despojada? Es para responder a esta pregunta que el crimen se vuelve necesario, porque el crimen es menos justicia por mano propia al eliminar al traficante de cuerpos que por hacer estallar la desigualdad radical entre la madre despojada y la madre okupa, estableciendo una simetría efectiva: la de una mujer perteneciente a una clase criminalizada y una criminal, del mismo lado, forajidas. La sin nombre, la madre y la asesina que narra entra en la serie de los Remo Erdosain, de las Claire y Solange (las criadas de Jean Genet), del Cachafaz y La Raulito (Copi) en quienes el resentimiento es partero de la invención y la trascendencia.
Veo a María Pía López en diversas combinatorias de la fratria masculina: Sociales, El Ojo Mocho, Biblioteca Nacional, Carta Abierta, lugares en donde la jerarquía universitaria se jaquea, se yuxtapone o se invierte. No es la única mujer, pero es a ella a quien veo. Está claro que María Pía López no es una musa, es decir, cuando escribe no escribe para hacer hablar y escribir a los autores de su tiempo y a quienes trata en cuerpo presente, es preciso hablar a medias y escribir últimas; ni, autora de una obra, prefiere ser la condición de la existencia de la obra de otros. Tampoco es una testigo en transferencia con nombres fuertes, esa transferencia que adquiría carácter nutricio en Anaïs Nin, quien se consideraba partera de las creaciones de Henry Miller y Otto Rank, era moralizante en Victoria Ocampo cuya intención parecía ser la de humanizar el intelecto de sus privilegiados interlocutores mientras intentaba espiritualizar sus deseos, y fundacional en Lou Andreas Salomé, interesada en la filosofía y luego en el psicoanálisis, que se construyó a sí misma en sus encuentros con Nietzsche, Freud y Adler, como objeto de alianza entre adversarios y por eso capaz de impartir en su autobiografía una transmisión pluralista de saberes.
La imagino a María Pía López –la imagino, entonces no tengo por qué dar mis pruebas– con la ironía de la criada que ve caer a los filósofos en pozo tras pozo pero estratégica, ni Diótima ni Scherezade, un poco Alfonsina del Bar a la Carta Abierta. No la imagino, en cambio, reclamando los beneficios de la excepción femenina –nada de la querella permanente y especular como treta del débil– ni de la diferencia per se subversiva, pero sí demoliendo ideales cuando se volatilizan fuera de su sustento material o exigiéndolos cuando se intenta disolver el conflicto en burocracia y statu quo.
En Mutantes, trazos sobre los cuerpos, María Pía López no hace un mero agradecimiento final sino un texto que forma parte del libro. Allí la deuda con ciertos nombres se enuncia como compromiso pero también como elección: no se tiene una deuda con quien la reclama sino con quien se elige tenerla. Los profesores devienen amigos, la herencia puede venir de los compañeros. En la serie de las fratrias hay nombres que insisten bajo la elección y el compromiso: David Viñas, Horacio González, Eduardo Rinessi. Si es verdad que el maestro sólo trasmite lo que le falta, la transmisión no completa al maestro sino que lleva más allá un saber que él no sabía que tenía.
A María Pía López la imagino. Pero también la sé una de las mayores cabezas intelectuales del presente, si no la mayor, ya que, contrariamente a muchas otras de su talla, es capaz de imaginar, de fingir, de poner en ficción, como en No tengo tiempo, una cabeza loca de lengua rota en pos de un proyecto (político) de futuro.
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