Viernes, 13 de mayo de 2011 | Hoy
Conocido por sus altas dosis de poético erotismo, el escritor chileno alabó en su obra a las mujeres, o a sus partes, sin escatimar en metáforas caras al machismo más arraigado. La mujer hembra, la mujer objeto, la mujer como propiedad privada y criatura animal aparecen en sus mejores poemas. Gonzalo Rojas, Premio Cervantes de Literatura 2003, entre otros premios, autor de Qué se ama cuando se ama, La miseria del hombre y Contra la muerte, murió el 25 de abril a los 93 años, provocando dos días de duelo oficial en Chile y muchas despedidas. Vaya un sentido homenaje que lee en clave de literatura y género algunos de sus gestos y poemas.
Por María Moreno
“...Van 80.../ y qué...”, ha dicho hace más de diez años Gonzalo Rojas, a sala llena y sin saber seguramente que citaba en verso la prosa pop de Andy Warhol (“Es una de mis frase favoritas: “¿Y qué?”/”Mi mamá no me quería” ¿Y qué?/”Mi marido no coge conmigo” ¿Y qué?/ “Soy todo un éxito pero sigo solo” ¿Y que?”)
Siempre me pregunté por qué en Chile los poetas están, de atrás para adelante y de garganta en garganta, de Huidobro a De Rokha y de Neruda a Rojas, por orden de aparición pero con ritmo, atados a su voz en cuerpo presente.
Mi edad o YouTube me hacen evocar aún el carraspeo ceñudo de piedra vieja de Pablo de Rokha –¡ay, Lacan, no te ensañes con que apellido es destino!–, la melodía gangosa de Pablo Neruda –como si la burocracia del partido se hubiera sublimado en cantinela– y el shofar de moscardón con que Gonzalo Rojas puede hacer creer a cada una de las mujeres del público que los dos están en la cama de ella.
Entre nosotros (los argentinos), pasado el eco del erotismo para todo público que Alfonsina Storni derramaba en gira de conferencias, sólo tuvimos a Francisco de Madariaga que hacía el gaucho cósmico fingiendo con la voz unos corcovos de potro y pegando unos sapucai de aquelarre telúrico y –muy tardíamente– a Néstor Perlongher, capaz de deletrear una lista de cadáveres con las inflexiones de una maestra normal. Pero los dones de sus voces fónicas no pasaban del cobertizo contracultural y –que yo sepa– no llenaron teatros.
Cuando se ve y se oye recitar a Gonzalo Rojas, su influjo no se pierde por la imagen en cuerpo presente de un viejo tocado de gorra leninista –la izquierda ha sintetizado su fashion con ese trozo de tela erecta que se adelanta al rostro: la visera–. Los labios que se mueven por las sílabas, los ojos que corren verso a verso por el papel, los graves sibilinos de las subordinadas, los bisbeos que se descargan en un oído para sembrar la duda o para hipnotizar a la presa amorosa reticente, parecen la mímica de un play back. Y la preciosa fórmula de la creencia “ya lo sé... pero aún así” para cada uno, cada una, de los que escuchan, podría detallarse en “ya sé que es Gonzalito el que está ahí sentado porque lo estoy viendo y escuchando y entonces sé que todavía está vivo y compadrea de la cintura para abajo puesto que hace poco dijo que se caliente el planeta maricón a ver si se hace hombre... pero aun así ¡qué misterio!”.
Si con los años parece haber en la voz de Gonzalo Rojas una fusión entre la voz autoral, la voz fónica y la voz poética, no es así en La miseria del hombre, su primer libro. Rojas allí representa la voz acusmática –esa de la que no se ve de dónde sale– aún con la boca cerrada y escribiendo. En poesía el efecto voz acusmática se consigue con la figura retórica de la personificación que indica que el poeta es, por lo general, de tono mayor y como del otro mundo.
En La miseria del hombre la voz de Gonzalo Rojas puede hacer de eternidad (“Todos me ven y me oyen,/ todos me temen, todos los que sufren el tiempo/ como una pesadilla indescifrable,/ y todos me preguntan quién soy, pero es inútil/ mi máscara es la noche”), de cordillera (“Dormía mi volcán/ copiado por el lago del olvido/cuando la tempestad/rompió mi cráter con su arado,/y estalló la semilla de la acción de mi estrella.”, de fuego eterno (“yo soy el fuego eterno/Oh dioses/soy/vuestro amo”).
Lo acusmático va de no se sabe de dónde a cualquier parte y de cualquier parte a cualquier ser. De ahí al efecto estar en todas partes hay un paso: el que transforma la omnipresencia en una amenaza para masturbadores: Dios está en todas partes.
Quien avisa no traiciona pero tampoco es inocente. Y Gonzalo Rojas, que no ha cesado de confesar “Me gustaba tanto aquella idea en que se atribuye o se dice que Dios está en toda partes; es que uno quiere estar en todas partes... Yo quisiera”.
Entonces, sabe que si quiere ser todo es porque quiere ser Dios pero no es más que una metáfora. No confundir la figura con la figura del figurón.
Provocadora, la poeta Mirtha Rosemberg ve en Gonzalo Rojas a un redactor del machismo de altura. Pero esa pose de peñasco sobre la que Gonzalo Rojas suele insistir aun en sus declaraciones de intención menos poética (“yo estoy ahí como a 2000 metros de altura) o simplemente para dar una geografía de domicilio –en Lebú había un barranco, en Chillan, otro y por si faltara altura, él le ha añadido un torreón, el Torreón del Renegado–. Para este Moisés la montaña no es el accidente geográfico en donde la altura es ejemplar para traducir la palabra divina, es el grandeur que puede extraerse de lo longilíneo por una concentración de belleza estrechada y emergente a golpes de apocalipsis natural.
Al machismo de altura sólo se lo puede vencer por el absurdo: agachándose.
El poeta Lorenzo García Vega, que se midió con Gonzalo Rojas durante un congreso de poesía en Caracas, lo hizo con astucia cubana. En su autobiografía recuerda haber estado preocupado: le tocaba leer después de Rojas, que había sido recibido y despedido con los rituales bravos y puestas de pie para aplaudir (el mismo García Vega lo había hecho desde la platea, quedando demostrada su primera astucia). Había elegido leer un fragmento de palíndromo en otra cerradura. Homenaje a Duchamp, en cuya escritura imitaba el recurso de las barras usado por su homenajeado. Una coma se marca con la pausa y el continuum. Pero ¿cómo leer una barra? Se le ocurrió decir palito cada vez que se encontraba con una barra. Un ejemplo: “Mirar un poco más, mirar mariposas de la infancia. Palito. Como un mercurio que hiciera posible la destilación. Palito”. Una vanguardada, pero eficaz. Antes, Lorenzo García Vega había realizado frente al público un ejercicio de respiración que consistía en inclinarse hasta tocarse los pies, lo que el público, confundiéndolo con una reverencia, aplaudió a rabiar. Luego volvió a erguirse para declamar una frase del Che: “El deber de los intelectuales es suicidarse como clase”. Nuevo fervor, aplausos. En el duelo de la isla contra la montaña, lo astuto fue mostrarse decididamente abajo y ante esa enorme torrencialidad vital de Gonzalo Rojas, siquiera mencionar un suicidio, aunque más no fuera de clase. Las armas fueron, puede decirse, que chinas, ya que Gonzalo Rojas leyó su célebre Pareja acostada en esa cama china largamente remota y García Vega respondió con palitos.
Digresión: en el origen, Moisés, como Gonzalo Rojas, también era tartamudo.
Del surrealismo le queda a Gonzalo Rojas, para nombrar la mujer, el abuso de la metáfora floral con insistencia en la rosa –”el primero que comparó a la mujer con una rosa fue un genio, él último un imbécil”, decía Paul Eluard– ...o (agregamos) un surrealista. Tiene también el buñuelesco fetichismo del pie (“..., pies/castísimos con uñas pintadas/por el rey...”, “bonitos pies de lujo bajo los dos/zapatos áureos...”, “... y esos zapatos verdes, altos...” pero muy atemperado y, quizá más atento al pie en cuanto contacto terrestre que al zapato como objeto de voyeur.
Al igual que en Breton, La Mujer es una sola que las funde a todas “... porque estoy condenado siempre a una/a esa una, a esa única que me diste en el viejo paraíso”. Y las palabras cubren, al igual que Don Juan, a la mujer Unica en todas, pero una por una. Y, si para mostrar a la Unica, Gonzalo Rojas pone en posesivo a todas en una serie necesariamente incompleta, sugiere la llegada hasta la mismísima Eva por la pasión de nombrar “..., te dijera española/mía, francesa mía, inglesa, ragazza,/nórdica boreal, espuma/de la diáspora del Génesis... ¿Qué más/te dijera por dentro?//griega,/mi egipcia, romana/por el mármol?/¿fenicia,/cartaginesa, o loca, locamente andaluza/en el arco de morir/con todos los pétalos abiertos/tensa/la cítara de Dios, en la danza/del fornicio?” “te quedas honda pensando pensamientos por/los milenios que hablan fenicio, etrusco, maya en/ti, mi una única...”.
La Mujer como archivo de lenguas muertas, La Mujer transcivilización, La Mujer poseída “por un coito profundamente marcado por milenarios” como dictaba Joyce Mansour, no es nunca una Venus opulenta –como una escultura de Niki de Saint Phalle– y cuando se canta a sus senos es más a su leche venidera y a su pezón masticable que a la gloria de su exceso: “Mi posesa flaca de anca,/mi esdrújula bellísima de 50 kilos”. Acostarla es poseerla pero sobre todo fundirla a la silueta de Chile.
Hay una única figura en la poesía de Gonzalo Rojas: el elogio redoblado del origen y la variación de este instante mítico. Por eso desnacer es su verbo favorito, el que habla de una condición necesaria para volver a escribir y a escribir sobre el parto que no se reduce nunca al de un ser humano. Sueño de ser feto y feto con la madre adentro de todas las cosas, de una panza destiladora de panzas hasta la eternidad, de la revolución por un fornicio que lejos de proyectarse al futuro consistirá en ir para atrás hasta que vuelva a hablarse etrusco en todas las playas del mundo y los continentes se unan para que otra vez la Antártida vuelva a entrar en Chile.
Las metáforas que envuelven el sueño de la vuelta al seno materno son abrumadoras y tan explícitas que debe buscarse en ellas un fantasma masculino fundamental que pone límites a una originalidad que sólo atina a decir vientre, raíz, semilla.
Gonzalo Rojas cree en el poder de las palabras en una eterna cita de hágase la luz. Quizá pueda ponerse en duda que su poesía sea erótica en cuanto es genital y deifica la reproducción en todas sus formas. Y el Eros que canta no escapa nunca a la cuenta fatal del fluido de sangre que señala el desperdicio del semen fecundante: “¡Borges,/Publio Ovidio!, nada: lo cierto es que no hay nada, salvo/cada 28, sangre/de parir y ese es el juego...” “y no lo besa con beso de hembra/que brama, hasta la otra/gran fecha ensangrentada y/tántrica”.
El poeta siempre cuenta una historia de putas que se vuelve siniestra: cuando tiene veintidós años y cumple el culto ritual de la hombría en un prostíbulo de la calle San Pablo en donde tiene su preferida, sube las escaleras y descubre que están velándola.
“Pasábamos por ti como las olas/todos los que te amábamos. Dormíamos con tu cuerpo sagrado/Salíamos de ti paridos nuevamente/por el placer, al mundo...
“No he podido saciarme nunca en nadie/porque yo iba subiendo, devorado/por el deseo oscuro de tu cuerpo/cuando te hallé acostada boca arriba...”
El horror de estos versos magníficos de La miseria del hombre es por el semen múltiple arrastrado a la muerte, frío y estéril en la fatalidad biológica que irrumpe en la prostitución sagrada; el cadáver es por definición lo ininsuflable y condición mítica del hacer nacer una y otra vez por la palabra.
En el año 2002 Gonzalo Rojas va con una amiga a Cafarnaum, donde Cristo hizo su primer milagro –otra vez la búsqueda de lo primero–. Dice que ésa es una dama con la que puede pasearse por las lenguas, del inglés al francés y del francés al italiano, amistad gustosa ya que tal vez pueda llamarla “francesa mía, inglesa, ragazza”.
Y la dama tiene ganas de hacer pis. Y como dos que se aman siempre hablan una lengua que no se entiende, el poeta le dice en medio de los otros turistas “vaya, hija, y mee encima de esas piedras que allí todas las piedras son sagradas”.
“–¿Entonces hay que mear en lo sagrado? –le pregunta Mariano Peyrou de La dama duende y él contesta:
–Hay que mear en la verdad. Es terrible.
La piedra que sólo puede reproducirse por desmoronamiento pero autosuficiente en su duración, sin necesidad de semilla, fuego o neuma, es el límite del poeta sembrador que aún amenaza con espurrear su semen sobre las muchachas. Hacer de la piedra sagrada un toilette de damas es como resucitar a los muertos o soñar como Gonzalo Rojas: “...Ay, cuerpo, quien/fuera eternamente cuerpo”.
Si puede decirse que al leer la Biblia en tiempo presente Dios parece una cuestión de audio, el estéreo poético ha ido desencarnando en la poesía de Gonzalo Rojas de Dios a Moisés y de Moisés a uno del rebaño, de la personificación a la persona del que puede reírse como un fauno. Su voz, al hacer poses ante el micrófono hasta hipnotizar a la audiencia, distrae de su cuerpo, al fijar la atención en sus labios movedizos, lo corre de los avatares de la vejez. Es como si en esa boca todavía colorida el tiempo hubiera dejado una síntesis de su carne bajo la forma de esa señal parlante de una lascivia con tropos.
También la boca de Sartre lo sobrevivía en su cuerpo de feo jugoso, la de Diego Rivera en su tajo de sapo encallado antes del príncipe.
Porque el cuento que habla de la metamorfosis del sapo en príncipe miente. Su pretendida moraleja de adecuación, al volver humano lo animal y hacerlo entrar en la heráldica, la heterosexualidad y lo obvio, mata la carne. Porque el príncipe es un puritano vaciado del erotismo que quedó en el sapo, en su gran boca de la que él sabe hacer salir, como un mago, una lengua que enrolla. Si el sapo es verde como los chistes, en el príncipe que viene de ser sapo lo que queda verde es la carne.
Gonzalo Rojas es nuestro sapo sagrado. Entre la máquina coital de Masters y Johnson, la erección química y la orgía en Red: un antídoto de charca que canta. Se dice que Gonzalo Rojas es machista, ¿cómo sería una poesía no machista? ¿Una que cantara a una Nadja militante de los derechos humanos, a una lacaniana de mathema y escisión en Caracas, a una bioquímica que ha descubierto el mecanismo para la creación de un potente insecticida eco-compatible? Usando la edad como quería Ovidio –”debe usarse la edad pues la edad es propensa”– Gonzalo Rojas ha llegado a la mujer moderna y ha escrito el más bello poema de amor de sapo en retirada (que no en merma): “La desabrida”. Allí caen las metáforas germinantes, la rosa imbécil, Moisés se ha sentado. Queda la pamplina de la mujer como sorda a los enigmas pero que los oye los oye, la ser, la ser y la más ser
Tiempo, Nieve y Luna que sube al Acrópolis pero no ve a Píndaro. Gonzalo Rojas pronuncia “fármaca”, “electrónico”, dice (¡horror!) “No le transe a la depre”. Los atributos ya no son las ubres, el rouge y los zapatos sino el volante y la tele, el tabaco y el enfisema, los hijos como “infantofijaciones”. Al final, y como para limpiarse los labios, una reverencia a Breton “La belleza será convulsa o no será”. La Unica, esta vez puesta bajo el nombre de Oriana, es la mujer venidera, nacida de la lava retórica para dar una vuelta completa y dejar de ser llamada y llamar (“la/que ese martes de mi muerte llamará...”, porque el jueves está ocupado por Vallejo).
¿No es mejor vivir en Oriana que en un paper? ¿Dejar la Cartera de Defensa por el adjetivo cartaginesa? ¿Ser la cuentamundo y no la sacacuentas? Luego de que Oriana llame, vayamos todas –venecianas finísimas, yeguas del faraón, cortesanas rifadas en Tiro (son algunas de las metáforas de Rojas para las mujeres)– hasta la alegre lápida de quien tanta carne supo ser (o decir ser, es lo mismo), nuestros puchos prendidos en los labios, el revoltijo del bolso colgando de los hombros, con sus valium bipartitos, sus fotos de infanto-fijaciones, el vibrador a pila y el móvil por el que Oriana nos indica el camino. Y copiemos el gesto aquel de Gonzalo Rojas ante la tumba de Ezra Pound para decir ¡Arrivederci Migliori Fabro (sabo sacro)!: nos vemos.
Fragmento de un ensayo publicado poco antes de la muerte del poeta en Teoría de la Noche, editada por la Universidad Diego Portales.
a veces me gustaban
pavorosamente las feas
I
1. Ahora ahí los ojos, los dos ojos de Oriana
esquiza y órfica, la nariz
de hembra hembra, la boca:
osoris en la lengua madre de cuya vulva genitiva vino el
nombre
de Oriana, las orejas
sigilosas que oyeron y callaron los enigmas, el ángulo
facial, el pelo
bellamente tomado hacia atrás, sin olvidar sus manos
fuertes y arteriales de remera de lujo en la carretera y esa
gracia
cartaginesa, finamente veneciana, cortando pericoloso el oleaje
contra el infortunio torrencial, ahora
y en la hora de mi muerte Oriana.
2. ahí, traslúcida, con además
sus cuarenta y nueve que me son
flexiblemente diecinueve por lo fenomenal
del espinazo y qué me importan las estrellas
si no hay más estrella que Oriana, ahora ahí
con su decoro y esa sua eleganza, por decirlo en italiano,
adentro
de la turbulencia del mosquerío que será siempre la
ordinariez, llámese
casamiento o cuento de burdel, con chancro y todo, y rencor,
y pestilencia seca del rencor,
3. (¡cólera, a callar!), y otra cosa menos abyecta: ni soy
Heathcliff feo como soy ni ella Catherine
Earnshaw pero el espejo
es el espejo y Cumbres Borrascosas sigue siendo el
único
éxtasis: o vivir
muerto de amor o marcharse del planeta. De ahí
que todo sea Oriana: el tiempo
que apenas dura tres segundos sea Oriana. La luna
sobre la nieve sea Oriana, Dios
mismo que me oye sea Oriana,
4. solo que hoy no está. A veces
está pero no está, no ha venido, no ha
llamado por el teléfono, no anda
por aquí, estará fumando qué sé yo uno de esos 50
cigarrillos en los que le gusta arder, total
le gusta arder y que más da, se nace para pudrirse, o
para preferiblemente quemarse, ella se quema
y la amo en su humo de Concepción a Chillán de
Chile, ¡los pavorosos cien kilómetros
cuchilleramente cortantes!, me
atengo entonces a su figura que no hay, y es un
viernes
por ejemplo de algún agosto
que no hay y la constelación de los violines
de Brahms puede más que la lluvia, y el caso
es que el mismísimo Pound la hubiera adorado, por
loca la hubiera idolatrado a esta Oriana
de Orion en un sollozo
seco de hombre la hubiera cuando no hay
Rapallo, la
hubiera cuando no hay, y
sigue la lluvia, y las
espinas, y
además está sucio este compact, no suena,
porque el zumbido mismo no suena, o
suena al revés, o
porque casi todo es otra cosa y
el pordiosero soy yo, y qué voy a hacer
con tanto libro, con
tanta casa hueca sin ella y esta música
que no suena.
Llamará,
el día de mi muerte llamará.
Bonito el color del pelo de esta señorita,
bonito el olor? a abeja de su zumbido,
bonita la calle?
bonitos los pies de lujo bajo los dos? zapatos áureos,
bonito el maquillaje? de las pestañas a las uñas,
lo fluvial? de sus arterias espléndidas,
bonita la physis? y la metaphysis de la ondulación,
bonito el metro? setenta de la armazón,
bonito el pacto? entre hueso y piel,
bonito el volumen? de la madre que la urdió flexible
y la? durmió esos nueve meses,
bonito el ocio? animal que anda en ella.
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