Viernes, 18 de julio de 2014 | Hoy
TRABAJO
Si una mujer que tiene hijos o hijas, madre o padre en edad de recibir cuidados y la responsabilidad asumida por derecho consuetudinario de mantener la heladera y la alacena de su casa llenas, entre otras tareas domésticas, tomara vacaciones durante 51 días sin dejar indicaciones ni listas que tapen un poco su ausencia, esa mujer estaría ejerciendo para sí un acto de estricta justicia. Porque ésa es la sobrecarga que ellas tienen de trabajo no remunerado, según los primeros datos oficiales en esa materia que acaba de presentar el Indec. Pero las soluciones no son privadas, no se trata sólo de hacer las valijas y dejar todo, sino de imponer las tareas de cuidado como una responsabilidad social que también debe atenderse desde el Estado.
Por Luciana Peker
Una mujer argentina agarra sus valijas y dice chau, besos y abrazos. Pero no deja ni una listita con los deber ser, ni una agenda de teléfono de pediatras y madres salvavidas. Ni un freezer lleno de milanesas y empanadas separadas por la lámina de film en la frontera del jamón y queso que le gusta al grande pero no a la chica y las de verdura que le gustan a la del medio pero no al resto. Ni un imán enorme y blanco –con su marcador indeleble como granadero de la organización familiar– sobre los exámenes que se vienen y las fechas del calendario de vacunación y la revisación escolar y el turno de control del dentista y la oftalmóloga. Ni un regalo de cumpleaños acomodado en el tercer estante del placard. Ni el botiquín con el ibuprofeno pediátrico y el ibuprofeno adolescente y el aerosol por si les da tos y la cremita por si les da hongos. Ni una red de amigas, niñeras, trabajadoras domésticas, la hija de una compañera de trabajo, la nueva esposa del padre, la ex novia del hermano, maestras, vecinas, abuelas, tías, madres del colegio, madres de acrobacia, madres de natación y compañeras de gimnasia durante el embarazo dispuestas a batallar todos los puestos a cubrir en la ausencia. Nada de eso que hace que no estar sea más trabajo que estar. Nada de dejar encargado a la modista el vestido para la fiesta de egresados o dejar pago en el cotillón el disfraz de San Martín. Nada de nada de la letra chica de “andá y divertite”.
Una mujer argentina agarra sus valijas y dice chau, besos y abrazos. Y se va de vacaciones del 1º de enero al 20 de febrero. No trabaja sin que le paguen. Se dedica a disfrutar. La descripción de la prescripción de la receta placer va a la carta. Así que cada quien llene el casillero de deportes, tele, series, libros, música, sexo, risas, diarios, bares, tragos, postres, paseos, sol, nieve, amigas, debatir de política en Twitter o descubrir que el punto G de la vida es la danza árabe. El asunto es que si esa mujer argentina se toma 51,7 días (digamos cincuenta días y un changüí después del mediodía para no tener que hacer la comida) y deja su casa y a sus hijos al cuidado del padre sólo estaría haciendo un acto de estricta justicia. La realidad es que las argentinas le destinan tres horas más por día a la crianza y a las tareas domésticas que los argentinos (y hablamos en comparación a los varones que participan, porque hay otros que no le destinan ni un minuto en veinticuatro horas) y ahí la cuenta es 6-0. ¿Cuántos días de su año les cuesta a las mujeres la desigualdad de género?: 51,7 días o 1241 horas al año.
Las argentinas destinan 6,4 horas de tiempo y los argentinos 3,4 horas, en promedio, en todo el país, al trabajo no remunerado: las tareas relacionadas con los quehaceres domésticos, el apoyo escolar y al cuidado de niños/as, enfermos o personas con limitaciones físicas; según la primera Encuesta Sobre Trabajo No Remunerado y Uso del Tiempo que presentó el Indec el 10 de julio del 2014. La investigación se realizó en el tercer trimestre del 2013, en 46.000 viviendas, a 65.352 personas de 18 años o más que representan a una población de referencia de 26.435.000 ciudadanas/os, en todo el país, en localidades de dos o mil o más habitantes, con la misma muestra que la Encuesta Anual de Hogares Urbanos.
La medición sobre la desigual distribución de cómo se reparte quiénes hacen la torta en una casa es sustancial porque es el primer operativo de cobertura nacional sobre la temática y mide el trabajo que se realiza en el interior de los hogares, que no está incluido en las cuentas nacionales y que, hasta hace poco, seguía invisibilizado. O que, cuando lo hacen los varones que deciden cómo se reparte la torta del presupuesto de la economía del país, genera burla. El mejor ejemplo es la tapa de Noticias, del 18 de enero del 2014, en la que se reflejaba una imagen del ministro de Economía, Axel Kicillof, con un changuito en la mano haciendo las compras por su barrio, Parque Chas, con el despectivo mote de che pibe y el título “El pibe del ajuste. Los mandados de Cristina”. La mirada sobre la política doméstica es que la mujer tiene que hacer las compras y si un varón carga un kilo de naranjas es un títere manejado por su señora a la que le dice “sí querida” y hace lo que ella –debe– y quiere.
Ser mujer no es ser madre, pero, al menos en la Argentina, casi siempre es trabajar –una parte del día– sin ganar dinero. Casi nueve de cada diez mujeres (88,9 por ciento) participan en el trabajo no remunerado en Argentina. En cambio, el 57,9 por ciento de los varones usa parte de su tiempo en cuidar a los hijos o hacer funcionar el hogar. Eso implica que cuatro de cada diez varones no cocinan, ni limpian, ni lavan la ropa, ni hacen compras en ningún momento del día. Y, entre los que sí lo hacen, tienen tres horas de descuento en relación con el tiempo que depositan las mujeres en la vida cotidiana. Ahora, cuando las mujeres sí son madres y en la casa hay dos menores de seis años o más, la cifra femenina de participación en los cuidados sube al 95,2 por ciento y la cantidad de horas se extiende tanto que llega a 9,8 horas en el caso de las madres con una hija en primer grado y un bebé en brazos. Los varones pasan de aportar de su día 2,9 horas a usar 4,5 horas en ir a buscarlos al jardín o bañarlos si tienen uno o dos hijos pequeños. ¿Nadie pide la hora, referí?
En realidad, sí tendría que existir el Estado como un referí que extienda las licencias y garantice los jardines maternales para no dejar todo el peso de la crianza en la actitud de poner el pecho de las madres. De poner el pecho y mucho más. Incluso, mostrarlo. La investigadora del Conicet Carolina Justo von Lurzer inventó el personaje de Mamá Mala, que destila por Facebook la tiranía de la maternidad que quita hasta el tiempo de hacerse un buche o pasarse jabón por las axilas: “Mamá Mala como todas las mañanas, ubica a Bebito en la puerta del baño y se dispone a tomar una ducha. Suele desarrollar esa práctica con éxito pero hoy, hoy Bebito se fastidió. Empezó dándole esperanzas: “Mamá se pone la crema de enjuague y sale”. Inútil. Siguió con la estrategia lúdica: “¿Dónde ta, mamá?, ¡acá ta!”, por detrás de la cortina de baño. Inútil, el fastidio era casi llanto. Se apuró, terminó, abrió la cortina y así, propiamente en culo y tetas, inició el baile del indiecito: “¡chaca, chaca, chaca, chaca, ju!, ¡chaca, chaca, chaca, chaca, ju!”. Por un momento se sintió una Xuxa border, entre el porno y el infantil de vacaciones. Bebito no para de reír.
El tiempo, cuando cuesta despegar los párpados, no es oro. Es todo. No se pide que ayuden, que colaboren, que tengan buenas intenciones. No se hace un llamado a la solidaridad. No se agradece que vayan una vez a una reunión en el colegio o los vayan a buscar a un cumpleaños. Se trata de un reparto equitativo de tareas o de una decisión femenina llevada adelante en igualdad de condiciones y por deseo propio. Pero a los buenos muchachos les cuesta entregar el trono aunque hayan encontrado a su cenicienta. La primera iniciativa oficial que midió la desigual democracia casera que todavía reina en los hogares argentinos muestra que la nueva masculinidad sigue esperando la renovación de su carnet de macho vitalicio. El hombre nuevo no intenta que la revolución empiece por la casa y la limpieza de los vidrios o los espejos lo reflejen con un trapo en la mano. Ya que si se mide su hombro en los quehaceres domésticos la tasa de participación es de 50,2 por ciento. A las claras: la mitad de los argentinos no lava lo que ensucia, no cocina lo que come, no hace la cama en la que duerme, no barre las miguitas que se le caen de la mesa, no enjuaga la ropa que transpira. Y, si no hace, el mayor problema no es que viva en una caverna, sino que le hacen: le lavan sus remeras, le ponen en la pala sus miguitas, le tienden sus sábanas, le cortan sus cebollas. Y si las mujeres lloran, se quejan, patalean, son tildadas de lloronas o quejosas. Mientras que –aun cuando hay mujeres de sectores medios y altos que pueden delegar las tareas domésticas en otras mujeres trabajadoras de casas particulares– el 86,7 también se encarga de la funcionalidad del hogar.
Los varones riojanos son los que menos esfuerzo ponen en pasar una escoba o mirar los cuadernos: 2,3 horas por día. Mientras que Salta es la provincia más desigual en la participación del trabajo doméstico, ya que ellos sólo lo hacen en el 46,6 por ciento. En cambio, en Tierra del Fuego se da la mayor igualdad de género dentro del hogar, ya que los varones se involucran en un 75,5 por ciento en el trabajo no remunerado.
La diferencia regional es amplia y ofrece algunos destellos para pensarla. En Salta se impuso la educación religiosa en las escuelas y no les permiten a las mujeres manejar colectivos, entre otros argumentos, porque creen que tienen que dedicarse a hacer empanadas, como consta en la sentencia que dictó la Corte Suprema de Justicia de la Nación ante el pedido de Mirtha Sisnero para que la dejaran sentarse a un volante con pasajeros. En Tierra del Fuego, en cambio, la gobernadora Fabiana Ríos impulsó la ley de licencias más moderna de la Argentina, con inclusión de padres gays y madres lesbianas y tres meses de plus al piso nacional opcional entre padre y madre. Igualmente, en la provincia sureña, las mujeres le dedican 8,1 horas al trabajo sin sueldo. El concejal de Ushuaia Silvio Bocchicchio por el Partido Social Patagónico contextualiza: “Los trabajos domésticos compartidos entre hombres y mujeres en los hogares fueguinos se afianzaron en los últimos cuarenta años, desde la puesta en marcha de la Ley de Promoción Industrial, que alentó la migración de miles de trabajadores y trabajadoras, con una edad promedio de treinta años. Se conformaron familias reducidas con hijos, sin tíos ni abuelos, porque la familia ampliada quedaba en el lugar de origen. Encargarse de la limpieza de la casa, de las compras del supermercado y de la crianza de los chicos pasó a ser una necesidad indispensable en el seno de muchos hogares fueguinos, conformados por parejas jóvenes, ambos miembros con empleo y sin más familia a la que recurrir cuando uno u otro o los dos deban salir de la casa”.
Un dato que sorprende es que tampoco el tiempo –histórico– parece servir para equilibrar las patas de una mesa servida y sacada, casi siempre, por las mujeres, adolescentes o niñas. La directora del Indec, Ana María Edwin, sostuvo en la presentación de la encuesta: “En los setenta decíamos que la gran contradicción era liberación o dependencia y que la revolución sexual era secundaria. Mi sensación previa era que las generaciones jóvenes eran mucho más igualitarias en las tareas domésticas. Pero era una corazonada. Nuestros prejuicios se desvanecen y, en realidad, queda mucho camino por recorrer”.
La realidad es que entre los varones –de 18 a 29 años– el 52 por ciento participa de las tareas domésticas. No es que estén en la edad del pavo. Entre las chicas el 85,3 se ocupa de la casa y, si tiene, de los hijos. En la Ciudad de Buenos Aires la cifra es casi igual (54,8) y aumenta en Misiones (70 por ciento) y Tierra del Fuego (73,6 por ciento). Pero no tiene nada que ver con la modernidad. Y la diferencia que marca el reloj da ganas de ir a correr las agujas. Los muchachos dejan 2,9 horas en la vida del hogar y los hijos, y las chicas, en cambio, tienen que sacar de su vida productiva, estudiantil, deportiva, cultural, romántica o de ocio 6,5 horas para esa tarea en la que no existe fin ni principio de mes.
El problema ya tiene la aguja del reloj clavada en el pecho. ¿Pero cuáles son las soluciones? Por supuesto que hay muchas posibilidades, propuestas y debates en torno de qué conviene hacer o hacia qué lado ir. Pero sin duda la red de cuidados en Costa Rica (que garantiza que toda mamá tiene un lugar donde dejar a su bebé o niño/a para ir a trabajar o a capacitarse) y las licencias extendidas de Chile y Uruguay son posibles pasos a seguir. Las propuestas para sacar el aullido de sobrecarga que recae sobre las mujeres (y que las pone en lugar de protestonas seriales) sin que se arme un piquete colectivo para no ser las únicas que quiten los piojos, hagan las tortas de cumpleaños, sostengan el nebulizador en la naricita del enfermito, se turnen con las otras mamás para traerlos de la escuela y darles de comer en masa, se despierten con las pesadillas infantiles y se acuesten pensando en la interminable lista de deberes del día siguiente existen. Y hay que ver cómo el sindicalismo, el Estado nacional y local y las organizaciones civiles presionan para ponerlas en práctica. Por ejemplo: extender la licencia por maternidad desde una semana a tres meses más, ampliar el tiempo de maternar exclusivamente con goce de sueldo a las trabajadoras que no están en relación de dependencia o monotributistas, que la licencia por maternidad se contabilice como aporte para la jubilación, equiparar los derechos a familias con dos madres o con dos padres y a todas las familias igualitarias, alargar la licencia por paternidad, cumplir con los jardines en lugares de trabajo, construir lactarios para las trabajadoras durante el período de lactancia, fomentar equidad en las ausencias laborales por enfermedad de los hijos/as, poner en debates paritarios mejoras para ejercer la maternidad y la paternidad, garantizar la cobertura de jardines maternales públicos, extender el horario en la escuela (con talleres artísticos o deportivos) a los tiempos laborales, subsidiar a cuidadoras y muchas otras propuestas.
La inscripción on line que decidió intempestivamente realizar el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para el ciclo lectivo 2014 desnudó una realidad que, ahora, es impostergable, pero que el macrismo ya anunció que no va a resolver para el 2015. La doctora en Ciencias Sociales Eleonor Faur, autora del libro El cuidado infantil en el siglo XXI. Mujeres malabaristas en una sociedad desigual, de Editorial Siglo Veintiuno, desglosa: “A principios del 2014 quedaron casi 7000 chicos menores de tres años sin vacante en los jardines maternales y de infantes de la Ciudad de Buenos Aires. La modificación del sistema de inscripción colocó una luz en el déficit de servicios públicos para chicos de estas edades y abrió la puerta para colocar en el debate público un problema que, año tras año, se reproducía en esta ciudad: que la oferta de jardines estatales no alcanza a cubrir su demanda real. Hace tiempo que las familias peregrinan de una escuela a otra en busca de un cupo para sus hijos en un espacio público y gratuito, siendo atendidos, educados y cuidados por docentes. Los recorridos para conseguir vacantes incluían inscribir a los chicos en distintos jardines, con la esperanza de que alguno los pudiera recibir; recurrir a juzgados; anotar ‘las panzas’, es decir, desde antes de nacer. Pero la mayoría de los jardines que cubren la franja que va desde los 45 días hasta los 2 años son de gestión privada. Esto ocurre en todo el país. La obligatoriedad de la sala de 5 años establecida en la Ley de Educación Nacional resulta, en algunas jurisdicciones, una justificación que exime a los gobiernos provinciales de ampliar la oferta educativa a salas menores. Los jardines maternales tienen un alto costo y, en definitiva, la falta de inversión en espacios para estas edades termina dando cuenta de que las familias, de algún modo, se las arreglarán para que los pequeños sean cuidados”.
Pero acá es donde aparece la diferencia entre una mujer que busca a otra mujer para que la ayude. Y las mujeres que se encuentran con los bolsillos vacíos para pedir ayuda. “El problema es que las formas de resolución de este dilema estarán fuertemente sesgadas por la capacidad económica de las distintas familias. Quienes pueden pagar un jardín privado recurrirán a esta oferta, mientras que los hogares de sectores populares alternarán entre las ayudas de sus parientes y vecinas, ofreciendo un pequeño pago a quien pueda cuidar a los chicos, o bien inscribirlos en un centro de primera infancia, o en un jardín comunitario. Hay un importante grupo de mujeres, en particular de sectores populares, que termina desalentado de la opción de ingresar al mercado de trabajo, a sabiendas de que “sin un certificado de trabajo es más difícil conseguir cupo, y sin cupo, es más difícil conseguir un trabajo”. Con este telón de fondo, resulta interesante reconstruir los debates y disputas de quienes participaron en las discusiones preliminares de la Ley de Educación Nacional. Muchos procuraron ampliar la obligatoriedad a los cuatro años, e incluso a los tres, pero sus voces fueron limitadas por representantes de la Iglesia con una frase que señala que “la familia es la principal responsable durante los primeros años”. Pero cuanto más peso coloquemos en las responsabilidades familiares, más se agudizarán las desigualdades sociales y de género. Es necesario colocar al cuidado como un asunto de igualdad. De otro modo, seguiremos presionando sobre los vertiginosos ritmos de mujeres sobrecargadas de tareas que, como expertas malabaristas, desarrollan un sinfín de destrezas para intentar sostener el bienestar económico y afectivo de sus familias”, propone Faur.
La buena noticia de visibilizar el problema es que existen principios de solución. Por su parte, Gala Díaz Langou, coordinadora del Programa de Protección Social del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec), aporta: “Se necesita avanzar en una extensión de los tres tipos de licencias: las maternales, las paternales y las familiares. El escenario ideal es: contar con una licencia por maternidad que respete el piso mínimo establecido por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) de 98 días, universalizándola a todas las trabajadoras madres (incluyendo a las trabajadoras informales); extender la licencia por paternidad a treinta días y universalizarla a todos los trabajadores padres (formales e informales, independientemente de su rubro o ubicación geográfica); crear una licencia familiar de 90 días que pueda ser usada indistintamente por el padre o la madre (o los padres y las madres). Este escenario facilita la inserción de las mujeres en el mercado laboral y favorece la construcción de una más justa división de roles intrahogar”. Y da una cifra: su costo sería de 13.764 millones de pesos.
Buitres, abstenerse, las prioridades empiezan en casa.
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