Viernes, 2 de marzo de 2007 | Hoy
LA VENTA EN LOS OJOS
Por Luciana Peker
“Pizza con champagne” fue una definición de gustos gastronómicos, estilos políticos, tendencias culturales que definía en un plato y una bebida al peronismo privatizador de los noventa. La idea de que ese mix entre comida barata y bebida exclusiva decía algo más de la Argentina que una mera alianza fue la que llevó a que la pizza con champagne se convirtiera, incluso, en el título del libro de Sylvina Walger sobre la cultura menemista. La pizza con champagne combinaba la muzarella dicroica de los pizza con café que poblaron Buenos Aires y despoblaron gallegos (con oficio de pedir sin anotar) y el champagne de los nuevos ricos con gustos populares y debilidad por el derroche (tan chic y tan cliché de quien no gana la plata trabajando).
El champagne, entonces, era la confirmación de que la pizza se comía por origen social (igual que el amor de Menem por su Anillaco natal) y el champagne era la copa que rebasaba el vaso de la clase media promedio.
Mientras otros miraban televisión con una fugazetta en la mano, Menem planeaba un aeropuerto en la tierra de las aceitunas. Pero eso fueron los noventa. ¿Y por la era O7 cómo andamos? También hay champagne. Y también es un símbolo de la clase media recuperada y sedienta de mostrar que no se cayó en la crisis. Y que tiene espuma para rato. “Desear es inevitable” dice el lema del champagne Chandon ahora que los noventa pasaron, pero vuelve algo del “deme dos” para algunos de los que en los noventa pudieron ir a Miami y, ahora, vuelven de la costa o suben costa arriba queriendo que su vida sea algo más que ir del trabajo al hogar y del hogar al trabajo. Incluso, que el regreso a casa esté lejos de la comezón de la pantufla. Hay quienes quieren más. Y el champagne, parece (o les parece), es ese más. Por eso, la estrategia –de vinos y champagnes– es que ese vivir más y mejor –oh, la vida gourmet– se viva más y más días. Todos los días. Total, como dice Chandon, desear es inevitable.
Pero lo sorprendente de la publicidad es que se muestra a una chica linda, en una casa de altura, producida pese a no estar haciendo nada (como si la vida de entrecasa también tuviera que encontrar a las mujeres en taquitos, minifaldas y blusitas corrugadas para ser deseadas) y a un chico que entra, irrumpe, con las manos en pose ninja por la ventana. No es invitado. O no parece. El rompe el vidrio. Parece que si desea a la chica puede romper una ventana con tal de tenerla. Queda la duda sobre si esas astillas que se esparcen a los pies de la mujer bonita son pasión o saqueo. No hay duda de que desear es inevitable. Pero sí es dudoso los efectos de legitimar la idea de que se puede conseguir todo lo que se desea. Igual que los chicos cada vez más encaprichadamente consumistas, el champagne no sólo dice que la búsqueda de placer es innata e insaciable, sino que el objeto del deseo –no es novedad, la chica linda– se consigue aunque haya que entrar por la ventana.
El problema no es querer vivir mejor (para los y las que gustan tomarse una copita de champagne) sino vivir mejor a cualquier costo. Y de eso –con pizza, cordero o sushi– el champagne es un símbolo.
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