Viernes, 9 de octubre de 2009 | Hoy
Por Pablo Cedron *
A las prostitutas había que ir, nunca se me explicó por qué ni conocí a nadie a quién se lo hubieran explicado. Pero no se trataba de una confirmación de la virilidad o de un desfogue de necesidades fisiológicas largamente reprimidas, no, había que ir porque sí, como a la escuela. Alguien, muy atrás en la historia, en la era de los dinosaurios lo había decidido y era inútil discutir. Explicaciones había muchas, principalmente de los alumnos más grandes “la leche del hombre entra y se empieza a remover adentro, se remueve, se remueve –decía Marinucci que tenía hermano mayor–, se remueve y después de un tiempo se empieza a endurecer”. Yo me imaginaba una máquina parecida a la que hace los helados, con unas paletas que giran sin parar. “A los nueve meses termina de crearse la persona ¿no ves que somos del color de la leche?”, “pero y los negros?”. “Los negros tienen la leche negra ¿no sabías?”, y así terminaba la explicación. Había que ir a las prostitutas. Si había esclavitud, pobreza, extorsión, abuso, miseria o locura detrás de la prostitución eso no era cosa que a uno le incumbiese.
Teníamos entre once o doce años y el hermano de Marinucci nos daba cita en un terreno baldío. Detrás de la basura y la maleza donde zumbaban millones de moscas estaban las ruinas de una casa abandonada donde una señora traída por él, que para mí tenía sesenta o setenta años, se acostaba sobre un sofá cama quemado, que Marinucci arrastraba desde el basural ayudado por su hermano, y copulaba con todos los niños. Cada uno se presentaba muñido de un puñadito de moneda y en completo orden se organizaba una cola en la que solíamos ser veinte y a veces más. No había agua, inconveniente que se subsanaba mediante varios sifones de soda y una pila de diarios viejos que el mismo Marinucci traía. Entonces, entre uno y otro niño, la señora se echaba un chorro de soda y se pasaba un papel de diario.
De niño viví varios años en una casa de inquilinato de Olavarría al setecientos. En el piso de arriba vivía un hombre que andaba siempre en bicicleta y se peinaba usando limón como fijador, creo que fue el único tipo al que llegué a ver usando polainas. Con él vivían en una pieza dos hermanas que ejercían la prostitución. Cuando recibían visitas de familiares, por ejemplo, usaban un mate para ellas y otro para las visitas. Que fuesen putas era normal, nunca escuché a nadie murmurar acerca de ellos. Recibían muchos clientes. Como el agua corriente estaba abajo, las hermanas se higienizaban mediante una palangana con agua que subían a la mañana temprano. Los sábados preparaban en la misma palangana churros que ambas iban a vender a la plaza Once.
Las prostitutas nunca son lindas como en las películas, siempre tienen algo de desvencijado, un desgaste redondo y pulido por cientos de roces, como las cosas de la vía pública o como los juguetes usados que le regalan a uno cuando está internado en un hospital. Si hay lindas, yo nunca las vi, y si las hubiera, al fin de cuentas, la cosa no dejaría de ser como con las demás, una masturbación asistida. Creo que el sexo era para uno en aquel entonces una especie de acto de arrojo, de valor. “Yo creo que me atrevo con esa vieja” y una vez que pasaba el último sifonazo uno tomaba interiormente impulso y se arrojaba como en un oleaje o una carga de caballería o en un incendio.
¿Pero yo pago o no pago por sexo? No, no pago. ¿Cuánto placer necesitaría uno para aplacar el dolor y la desesperación, para mitigar parte de la soledad? ¿Cuánto valdría eso? No habría precio. Hace tiempo una prostituta no me cobró, después descubrí que fue debido a que me confundió con otro actor.
* Actor, escribió el guión de la película Felicidades, le gusta pintar y vivió en Santa Cruz, donde tiene caballos.
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