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Viernes, 23 de diciembre de 2011

Los huevos rellenos

 Por Alicia Plante

Podía oír la respiración de su madre a través del teléfono, “tiene el tubo pegado a la boca”, pensó, y le molestó imaginarlo tibio y humedecido por su aliento. Al mismo tiempo, notó que venía buscando que su ritmo respiratorio coincidiera con el de ella. “Como en un minué”, se dijo.

–Vos prepará esos huevos rellenos al curry que siempre hacés, a todo el mundo le gustan. Y un kilo de helado, no sé, las variedades usuales, tu hermano come sólo de chocolate y creo que uno de los chicos también, fijate que pongan bastante. Silvina trae jamón crudo y cocido, una ensalada y dos tartas, y tus tíos encargaron tres pollos al spiedo, un matambre casero y más champagne, ya que...

La había tomado de sorpresa, no esperaba que la llamara quince días antes para hablar de la comida de Nochebuena. Ella lo tenía decidido desde octubre: este año no iría. Y punto. No era justo, siempre lo mismo, tener que pasarse la mitad del día en San Isidro con la familia. La madre y sus imperativos, el boludo de su hermano, la feminidad excesiva de su cuñada, la malcrianza de los hijos gritando por cualquier cosa sin que nadie les pusiera límites, y hasta el perro, al único que tenía ganas de ver, chiquito, que se asustaba tanto con los cohetes. Y el fantasma pasado por lavandina de su padre sobrevolando las cabezas de todos de la mano de la mujer que le había cagado la vida y ahora no paraba nunca de homenajear la falacia de una memoria en la que el pobre no entraba ni de perfil.

Pensó decirle que la había comprometido el gerente del hotel para acompañar a unos yanquis que llegaban el 23 para pasar las fiestas con unos parientes argentinos a los que ni conocían. Por supuesto no hablaban una papa de castellano, y los otros, los de acá, ni una palabra de inglés. Ella estaría todo el día 24 y hasta el mediodía del 25 con ellos haciéndoles de intérprete. “¡Un garrón, mamá, te imaginás!, pasar Nochebuena trabajando, y con extraños en lugar de con ustedes, porque esta gente vive en Burzaco, ¿te dije?, así que no, no podré ir más tarde tampoco, tendré que quedarme a dormir.” La idea se iba redondeando en su cabeza, la tenía clarísima, “las cosas no están para decir que no, mamá, me pagan el doble de la tarifa normal más un plus importante por no volver a casa a la noche”. Casi veía la expresión desconcertada de su madre, el enojo que venía después porque una basurita había entrado en el engranaje perfecto de sus planes...

Daniel, a su vez, estaba encantado de pensar que este año lo pasarían juntos, él le inventaría una historia a su mujer y podían irse por ahí, a un hotel por ejemplo, como una pareja formal, con situaciones para celebrar. Mariana, el gesto un poco crispado, había aceptado la idea mientras pensaba que no eran una mierda de pareja formal, que iban dos años más de su vida y ella otra vez estaba enganchada con un hombre casado.

Sin embargo, se le pasó la rabia, siempre se le pasaba. El auto se detenía ante una entrada suntuosa mientras se acercaba un hombre de frac y galera con galones dorados en el pecho y las mangas y se hacía cargo del equipaje. Daniel le daba una propina pero el hombre no lo miraba. Entraban a un hall inmenso con piso de mármol blanco y mientras caminaban hacia el mostrador, por los ventanales abiertos se derramaba sobre las cosas una luz extraña, muy intensa. Se oía claramente el rumor de las olas y sin vacilar Mariana reconocía el olor acre del Mediterráneo. Daniel hablaba con el conserje y ella miraba el mar, un velero apenas visible a lo lejos, dos gaviotas que giraban al sol como buscando algo que debía estar ahí. Iba a caminar hacia ellas cuando alguien la tocaba con firmeza en el hombro, Mariana giraba sobre sí misma algo sobresaltada y su hermano tomaba de sus manos la fuente de loza ovalada de la que los huevos rellenos siempre amenazaban deslizarse al piso.

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