El Manco de Teodelina
Por Guillermo Blanco
Si a los pibes de hoy les interesara saber sobre aquellos argentinos que escribieron la historia cuando el país era mucho más que una palabra hueca manipulada desde las tarimas preelectorales, aparecerán asombrosos personajes de antaño. Sería como ingresar en el país del “No me acuerdo” de María Elena Walsh, donde “doy dos pasitos y me pierdo”. Aunque en realidad se trate de todo lo contrario, es decir de hurgar en la memoria de la PC nada menos que para ejercitar la mente y recordar.
Leyendo la página 2 del suplemento de Clarín del sábado 31 de agosto último, bajo el título de “Una tradición argentina”, se puede leer que “la pelota a paleta es un deporte que en numerosas ocasiones le dio satisfacciones a nuestro país. Y el Mundial de Pamplona lo confirma. Allí, en tierra navarra, se coronaron cuatro argentinos que compitieron en la especialidad pelota de goma en trinquete. Se trata de Luis Cimadamore, Juan Miró, Javier Nicosia y Andrés Dick...”.
Apelando a viejos y arrumbados recortes, de los menos visitados en cualquier archivo, se podrá encontrar lo que aún guardan algunos de nuestros padres y abuelos en su memoria. Los tiempos de los Utge en Olavarría, o más acá el de los Ross en Chacabuco, y de tantos otros representando otros lugares de la Argentina. En Teodelina, por ejemplo, linda ciudad en el límite de Buenos Aires con Santa Fe, más allá de Arribeños –donde hace más de un año una nube tóxica sembrara pánico– y más acá de Villa Cañás –donde hace ya algunos años naciera Rosa Suárez, más conocida como Mirtha “Chiquita” Legrand–, junto al mostrador aún se puede encontrar a un gaucho con pinta de renegado que recién se abrirá para la charla cuando advierta que el interlocutor es de confiar.
El hombre tiene un nombre y un apellido arrumbados en el registro civil, Oscar Messina. Pero para descubrirlo hay que hurgar bajo el seudónimo de Manco. El Manco de Teodelina. Una especie de símbolo de lo que fueron los pelotaris por estas tierras, cuando la Argentina era un país en serio y en las canchas se sucedían partidos memorables y anécdotas imperecederas.
Haga de cuenta el lector que está compartiendo el vino con el Manco, quien viene de un festejo algo alargado. El 4 de abril ha cumplido 72 años, y él ahí anda, chamuscado a la vuelta de la historia, olvidado y desvencijado como cada una de esas cuatro inseparables paletas con las que hiciera estragos en canchas abiertas, y se las rebuscara también para animarse con ventaja en cerradas. Desde hace muchos años, el cantinero Pocholo se ha encargado de autopromocionarse contando que una vez el Manco había dado un golpe con triple pared espectacular, al tiempo que gritaba a su rival: “¡Andá a buscarla a lo de Pocholo!”. Y a veces se recrea el orgullo zonal cuando aparece en el periódico arribeñense El Quitapenas o en La Nueva Voz Regional, de Teodelina.
Hasta los 12 años fue boyero en la chacra del convecino Juan Aberasturi. Un día, juntando la caballada para darles de comer a los animales, cayó mal del zaino y se quebró el brazo izquierdo. Por entonces no había yeso, y la única solución fue una madera de cajón de manzanas a la que ataron con unos piolines. Se podrá imaginar cómo le quedó de doblado el hueso. Así nació el mote de Manco (él se presentaba como “pelotario”), con el que copó todas las paradas posibles y protagonizó encuentros memorables, como aquel en Chascomús, donde supo aquerenciarse durante un buen tiempo. Fue contra el flamante campeón mundial Sether, en la cancha de Alumni. El Manco perdió ahí nomás y le pidió la revancha dándole un tanto de ventaja. Pero el “Ruso” no quiso. Ocurrió que éste había tenido tiempo de conocer todos los vericuetos de la cancha, ayudado por el baqueano Fito Ibarra. Aquella vez, el Manco jugó todo el partido de revés de zurda.
El, bajo su boina vasca y esa sonrisa pícara que solía mostrar en sus tiempos de esplendor, confiesa que su único trabajo “en serio” fue aquél de boyerito. Pero que después de esa experiencia preadolescente no le gustó mucho la cosa. “Después ya no trabajé más en mi vida. Me imagino que debe ser feo trabajar, porque hasta pagan para que uno lo haga.” Allá por el ‘51 se fue a vivir con unos gitanos por pueblitos de Santa Fe. Ellos “se ponían” para apostar y él jugaba. Todo iba bien que hasta quisieron llevárselo a Brasil y a Paraguay, pero él prefirió seguir paleteando por estos pagos. Y fue tan enemigo de la “yuta” como amante del oro. Estuvo preso durante nueve meses (“por agarrarme con unos milicos”) y ni siquiera allí aprendió a leer y a escribir, a pesar de que “en la cárcel había maestra y todo”. Como solía contarle a don Viruleg, el ya fallecido intendente del pueblo que le dio el apodo, “si de chico nadie me enseñó a gustar de los libros, qué iba a aprender de grande”. Acaso no supiera nunca que en la Capital Federal, antes de 1920, a este deporte lo había practicado uno de los más grandes escritores que diera este suelo, Roberto Arlt, quien jugó en el frontón de La Granja, ubicado en Rivadavia 9840.
En cada uno de los 22 ojales de su saco de lujo se hizo poner botones de oro. Lo recordó en 1978 el periodista Carlos Ferreira al entrevistarlo para El Gráfico. Aquella vez se contaron momentos épicos en la historia de este hombre singular. “Una vez jugamos un partido Ibarra y yo contra Delguy y Domingo Olite, en Lomas de Zamora. Duró como cuatro horas y nos ganaron 105 a 103. Fuimos tanto a tanto. Ibamos 104 a 103 cuando al “Flaco” Delguy le tiré un tambor impresionante. Más chato que cinco ‘e queso. Te lo juro, hermano –contó el Manco–. Entre la pelota y el piso no cabía la paleta de plano. Sólo Delguy podía agarrar eso... ¡Y de revés de derecha! Le metió la pala, la levantó y colocó la pelota muerta a medio centímetro del suncho. Qué bárbaro, sólo Delguy podía!”
En Chascomús debió iniciar un duro partido contra la muerte, el que aún continúa y con resultado favorable. Le extirparon un buen pedazo de un estómago demasiado agredido, pero eso no le impidió remontar la actividad cuando aún no le habían sacado los puntos...
Durante aquella misma charla con El Gráfico, un amigo contó: “Como el Manco Messina no hubo nadie. Esto lo vi yo. Le jugó él solo a César Bernal, el famoso Perro uruguayo, y a un tal Gallo. Fue un desafío. El Manco no arrugaba nunca y aceptó. Apostaban 60 mil uruguayos y a Messina le faltaba plata. Fue y la pidió. Pero resulta que eran pesos argentinos, mucho más dinero. Empezaron a jugar a las tres de la mañana y terminaron a las seis y media. Largaron cuando empataban 69 a 69. El Perro Bernal lo levantó en andas a Messina y lo paseó por toda la cancha”.
“El hombre del brazo de oro. Burlón, irónico, campechano, recitador empedernido, verseador, manager de sí mismo. Tonada de paisano que siempre encuentra un verso a mano para ubicarse o ubicar a quien lo escucha”, lo definió el desaparecido colega Piri García, quien tuviera como última guarida la oficina de prensa del Luna Park. Y para terminar las discusiones más pesadas, siempre hubo una Smith & Wesson calibre 32 a mano que le costó 50.000 pesos de los años ‘50, y difícilmente haya estado siempre adormecida en el cinto, escondida bajo el poncho de vicuña por el que pagó 60.000. Pero a veces debía usar la ironía en reemplazo del arma. Como ocurrió en Villa María, donde tuvo la feliz idea de hablar mal de los cordobeses. “Que son esto, que lo otro. De pronto se levantó de la silla un tipo doble ancho con cara de Aldo Rico y le preguntó: ‘¿Qué tiene contra nosotros, eh?’. Y el Manco respondió con una salida rápida: ‘¿Ah, sí? ¡Lo felicito, compadre; estaba ansioso por conocer un cordobés guapo!’.”
Cierta vez se tomó 60 Gancias al hilo. Al menos es lo que dice la historia pueblera, aunque ya se sabe que este tipo de leyendas suele ir engordando mientras el tiempo se añeja. Aún le leen apenas tres veces las poesías gauchescas y se las aprende. Tuvo dos hijos, cuatro paletas siempre listas y una rastra con 150 monedas de oro, de lo que tanto habló junto al mostrador de lo de Pocholo, donde tantas veces el payador de turno solía decir: “...y allá en Teodelina/cuna de grandes campeones/nació el campeón de campeones/’pelotario’ Oscar Messina”. Así lo describía Piri García: “Cabello ‘tordillo’, barba de dos días, campera de lujo con cuello de piel. Anillos que piden más dedos... cadena de oro en la muñeca derecha. Pantalón bombilla. Taquito militar. Parece el último embajador de una época que sólo rememora algún telón de fondo. Burlón, irónico, campechano, recitador empedernido, verseador, manager. Tonada de paisano que siempre encuentra un verso a mano para ubicarse o ubicar a quien lo escucha”.
El y tantos otros andaban de club en club, de pueblo en pueblo, de aventura en aventura. Transitaban un país que tenía alas para cobijarlos, para alentarles el vuelo, para ayudarlos a darle impulso a cada golpe de paleta. Ese país del “No me acuerdo”, en el que como dice la canción de la Walsh, “doy dos pasitos y me pierdo”. Ese que espera la refundación, una de cuyas maneras es rescatar el testimonio vital de caciques olvidados, que aguardan la muerte junto al mostrador con la remota esperanza de que alguien se les acerque para preguntarles cómo era antes, para poder entender mejor el mañana.