Domingo, 13 de agosto de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
La publicación de los Cuentos Completos de John Cheever (esta vez en dos volúmenes, editados por Emecé) supone un acontecimiento para volver a apreciar una de las obras más sólidas –e influyente sobre otros escritores, no sólo norteamericanos– de la literatura del siglo XX. Radar publica el epílogo que lleva el segundo tomo, a cargo de Rodrigo Fresán.
Por Rodrigo Fresán
Hágase la luz. Pero también, al mismo tiempo, háganse las sombras. Esa radiación oscura que, muchas veces sin siquiera ser conscientes de ello, proyectan hombres y mujeres iluminados en las calles, en reuniones con martinis en mano, en fiestas junto a la piscina, en un vagón de tren casi vacío, en furtivos encuentros amorosos o a solas mientras se cruza un puente o se cruza un océano, en casas junto al mar o en pequeños pisos de ciudad, en inglés o en italiano o en ruso o en un idioma extraño que aparece sin aviso en sus bocas y que los obliga a repetir, como si se tratara de un mantra, “Porpozec ciebie nie prosze dorzanin albo zyolpocz ciwego”.
John Cheever (Massachusetts 1912, Ossining 1982) los creó a todos ellos con modales de divinidad distante pero también de mago cercano; de quien sabía que nadie podía hacer ese truco tan bien como él. Un truco que siempre necesitaba de voluntarios y fieles y para el que, en más de una ocasión, se ofreció él mismo como voluntario y ofrenda para el sacrificio. Y vio –y, leyendo, vimos nosotros– que eran buenos.
Y que él –aunque perverso y maligno y sádico para con sus criaturas– era más bueno aún.
Y está claro que la idea del escritor como generador de todo un universo, como arquitecto reconocible de un paisaje que sólo le pertenece a él, no es algo nuevo y que suele ser uno de los rasgos más reconocibles de la Gran Literatura. Pensar en Charles Dickens o en Antón Chejov o en Marcel Proust o en J. G. Ballard; todos ellos escritores que no se limitan a marcar un territorio sino que, además, lo habitan. El caso de John Cheever, sin embargo, goza de una particularidad atendible. Sobre todo en sus relatos. Cheever no se limita a ser el Deus Ex Machina del asunto sino que, además, se pone en la piel del pecador.
Cheever es víctima y victimario, confesor y penitente, máscara y enmascarado.
Cheever crea al Homo Cheever a su imagen y semejanza, poniendo una especial y amorosa dedicación en sus perfectos defectos. Las páginas de sus Diarios 1 desbordan párrafos dedicados a este conflicto íntimo 2 ventilado, subliminalmente, en público y en las páginas del semanario The New Yorker donde aparecieron la mayoría de sus relatos. Así, sus cuentos -entendidos durante mucho tiempo por crítica y lectores como viñetas amables e inofensivas ocasionalmente teñidas por el rubor de una sátira nunca demasiado violenta– funcionando en realidad como cargas de profundidad en las páginas de una revista tan elegante como aparentemente inofensiva, por siempre respetuosa y hasta celebratoria de american way of life 3. Así, Cheever –moralista desenfrenado, cristiano optimista, sombrío comediante, forense en vida y sin anestesia de toda una clase social, pecador virtuoso, puritano gentil y el más straight de los amantes homosexuales-enhebrando ficciones que podían parecer caricias pero que, en realidad, mordían la mano que le daba de comer. Y, es pertinente aclararlo, mordían y siguen mordiendo más con amor que con odio. Y la marca de sus dientes no busca la amarga condena sino, por lo contrario, contagiar la amable rabia de una agridulce redención.
El jesuita George W. Hunt –amigo del escritor– ha estudiado los relatos de John Cheever y los ha separado en personalidades y territorios 4. En cuanto al “tono”, Hunt señala la ironía y “lo que está más allá de la ironía” (“una ironía que tiene más que ver con una actitud que con lo verbal o con lo dramático” que en ocasiones lo acercan a las tribus posmodernas de John Barth, Donald Barthelme, Robert Coover & Co.); cierto humor negro y desesperado (limítrofe con el de Kurt Vonnegut y Joseph Heller y Bruce Jay Friedman); el constante oscilar entre la comedia y la tragedia para escenificar a lo que Cheever, en conversación con John Hersey, se refirió como “esos conflictos –entre el amor y lamuerte, la juventud y la madurez, la guerra y la paz– que acaban delimitando el vasto vocabulario que utilizamos para las divisiones que nos va planteando la vida. Conflictos para los que, me parece a mí, la literatura se convierte en la mejor manera de refrescarlos, asumirlos, reconocerlos y sentirlos como partes inevitables de nuestras existencias”. Agregando enseguida un apunte técnico más que revelador: “Yo no trabajo con tramas. Yo trabajo con intuiciones, aprehensiones, sueños, conceptos. Los personajes y lo que les acontece a los personajes se me aparecen al mismo tiempo. Los argumentos implican formas narrativas y un montón de basura. Eso no es otra cosa que un calculado intento de mantener la atención del lector a costa del sacrificio de las convicciones morales. Está claro que uno no quiere ser aburrido... uno necesita de cierto elemento de suspenso. Pero un buen relato no es otra cosa que una estructura rudimentaria y funcional, algo parecido a un riñón”.
En cuanto a lo territorial, Hunt divide a los cuentos de acuerdo con el paisaje donde transcurren en cuatro categorías principales: New York (escritas por Cheever durante su temprana estadía en el 400 East de la calle 59), lugares de veraneo (la montaña o el mar), barrios residenciales (Shady Hill, Proxmire Manor, Bullet Park), y el extranjero (por lo general Italia); reservando una quinta categoría para “la historia-ensayo-reminiscencia” como la “Las joyas de los Cabots” o “Miscelánea de personajes que no figurarán” donde es el mismo Cheever —o un Cheever by Cheever 5– quien se sitúa por encima de la historia y más que narrarla la comenta.
Tal vez de ahí que Cheever, ajeno a toda percepción crítica, gustara repartir sus cuentos entre los que están escritos “desde adentro” y los que están escritos “desde afuera”. Esta percepción “espacial” del propio arte, me parece, no tiene tanto que ver con el punto de vista o la ubicación de la mirada sino con el grado de compenetración con lo que allí se vive y se siente. No hacen falta leer demasiados relatos de Cheever para comprender o, por lo menos, intuir su perfecta rareza: la energía de sus anécdotas no reside tanto en lo que ocurre sino en el modo en que Cheever nos invita a descifrar la compleja estructura del ADN del deseo y los mecanismos ocultos de las pasiones. Sus personajes como símbolos, como cifras, como claves a decodificar.
Leídos por orden, los Cuentos invitan al lector a una lenta pero constante inmersión en una forma de conciencia en la que, como precisó el crítico Richard Schickel, “va desapareciendo la ironía para acabar imponiéndose la posibilidad cierta del perdón a nuestros pecados y la convicción de que nuestras pérdidas no implican necesariamente que estemos perdidos” 6.
Es en este sentido que Cheever es, por encima de cualquier apreciación, un escritor religioso 7 cuya fe abarca tanto los excesos de los antiguos dioses (varios de sus cuentos aparecen sanamente “contaminados” por ecos de Homero y Virgilio y por ese “amor che move il sole e l’altre stelle” en La divina comedia de Dante) como los rigores autoflagelantes del Mesías blanco y anglosajón y protestante. De ahí que, al prologar la antología personal La geometría del amor 8, La familia Wapshot 9, Bullet Park 10, Falconer 11 y Esto parece el paraíso 12 yo haya optado por la cartografía cosmogónica de un expulsado añorando el paraíso perdido, pasando por el purgatorio, hundiéndose en el infierno para, por fin y al fin, reencontrar el sendero que lo lleva de regreso al más terreno de los Cielos Prometidos. La literatura como penitencia pero, también, como el más sagrado de los sacramentos entendida por Cheever en sus Diarios como “el único registro y coherente de nuestra lucha para ser ilustres, un momento de aspiración, un vasto peregrinar. Una luz radiante, supongo, se origina con el fuego. Supongo que ese es también uno de los primeros recuerdos que puede tener cualquier hombre. En mi iglesia, la misa concluye, claro, no con una plegaria, no con un amén. La misa termina conun acólito extinguiendo las llamas de las velas... Luz, fuego; siempre han estado relacionados con la posibilidad de la grandeza del ser humano... Por lo que no me parece demasiado complicado ponerme de rodillas una vez por semana para agradecerle a Dios por la constante maravilla y la gloria de esta vida”.
Y un escritorio también puede servir como altar.
Los relatos aquí contenidos abarcan a la vez que trascienden toda categoría espiritual o cósmica, realista o fantástica sin por ello negar la presencia de una inteligencia y de un amor más allá de nuestra comprensión y aun así... Los relatos aquí son sucesivos Big Bangs apocalípticos. Finales del mundo por el solo placer de que, a vuelta de página, tenga lugar un nuevo Génesis, otra posibilidad, un renovado principio, un había otra vez... Un –ver “La muerte de Justina”– “Dios me ampare, el asunto es cada vez más absurdo y concuerda cada vez menos con lo que recuerdo y preveo, como si la fuerza vital tuviese un efecto centrífugo, y nos alejase cada vez más de las ambiciones y los recuerdos más puros” que va a dar, inevitablemente y casi de rodillas, a un “Metí en la máquina otra hoja de papel y escribí: “El señor es mi pastor, nada me ha de faltar...” .
La publicación en 1978 de The Stories of John Cheever -conocido también como “El Gran Libro Rojo” en referencia a su portada ya clásica; y que Emecé presenta ahora como Cuentos 1 y Cuentos 2– fue un auténtico acontecimiento editorial a la vez que una gloriosa excepción a ese dictum fitzgeraldiano de que no hay segundos actos en las vidas norteamericanas. A diferencia de lo que sucedió con buena parte de los escritores de su generación –quienes publicaron lo mejor y lo importante de su obra antes de los cuarenta y cinco años–, Cheever vivió una muy dura y oscurantista Edad Media marcada por el rencor y el alcoholismo y adicciones varias; pero el crepúsculo de los últimos cinco años de su vida tuvo el fulgor y la calidez de un largo y ardiente y muy renacentista verano. La reunión de buena parte de su obra cuentística –buena parte de ella inhallable, su único libro de cuentos por entonces en catálogo era The World of Apples (1973)– terminó de apuntalar la condición de Cheever como clásico viviente y elevar aún más alto y más fuerte los cielos del redescubrimiento y las campanadas de la reconsideración de la crítica que ya había comenzado el año anterior con la edición de Falconer 13, para muchos la mejor y más compleja de sus novelas. Elizabeth Hardwick puntualizó que “hasta entonces, Cheever había sido hecho a un lado, no del todo ignorado, pero tampoco motivo de interés alguno para los mejores críticos de su época como Edmund Wilson o Alfred Kazin tendiéndose a considerarlo un John O’Hara de segunda fila” 14.
De pronto, por fin, Cheever –como contrafigura wasp de la ficción judeo-americana– estaba a la misma altura que Saul Bellow y muy por encima del resto.
Y lo cierto es que, en principio, Cheever no se mostró muy entusiasta con el proyecto. Y hasta es posible que éste nunca hubiera tenido lugar –o se hubiera postergado hasta después de la muerte del escritor en 1982– de no haber sido por el entusiasmo de su editor en Knopf, Robert “Bob” Gottlieb, quien se encargó de reunir los cuentos y proponer el contenido a Cheever ordenando los relatos más o menos cronológicamente 15. En principio, el escritor se inquietó ante la posibilidad de romper la buena racha iniciada con Falconer argumentando “¿Quién va a comprar un libro cuyas páginas ya las leyó en una revista?” Cheever se equivocó; y la publicación del libro de más de 700 páginas16 –a finales de octubre de 1978– no sólo fue considerado un “formidable acontecimiento literario en idioma inglés” a cargo de “uno de los dos o tres escritores vivos más acrobáticos e imaginativos”, sino que también ascendió a los puestos más altos de las listas de best-sellers, consiguiendo al año siguiente el premio Pulitzer yel premio del National Book Critics Circle y quedándose a las puertas del National Book Award. La mayoría de críticos y colegas se mostraron extáticos –comparando sin reparos a Cheever con Herman Melville, Nathaniel Hawthorne, Henry James, Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway por su contribución al género– y, de pronto, la idea de un “Cheever Country” estaba en boca de todos. Ese paisaje construido a lo largo de varias décadas y que, de pronto, ofrecido entre las tapas de un solo libro, presentaba a un artista que –como puntualizó en su momento John Gardner– había hecho “bastante más que darle a los barrios residenciales una mala reputación” 17. Y –paradoja de paradojas– muchos de los que habían restado importancia a las novelas de Cheever por considerarlas de construcción torpe apenas disimulando el hecho de que se trataban de relatos sueltos unidos por la voz de un narrador o el apellido de un personaje, ahora no dudaban en afirmar que la lectura de los cuentos de Cheever, unos detrás de otros, configuraban una suerte de –otra vez, pocas cosas gratifican más que la invocación de un fantasma tangible– Gran Novela Americana 18.
El mismo Cheever, más que felizmente reconciliado con la idea de auto-antologizarse, escribía en un breve ensayo por encargo donde hacía referencia tanto a su método como a la idea que tenía de sus propios lectores:
“Publicar una edición definitiva de cuentos cuando uno está al final de los sesenta años me parece, como escritor norteamericano, una ocasión tradicional y digna, de ninguna manera eclipsada por el hecho de que la mayoría de los cuentos de esta colección fueron escritos en ropa interior (...) En las mañanas me ponía mi traje y tomaba el elevador hasta el cuarto sin ventanas en el sótano donde trabajaba. Ahí lo colgaba en una percha, escribía hasta el anochecer, me vestía y regresaba hasta nuestro apartamento. Muchos de mis cuentos fueron escritos en calzoncillos.
“Una colección de cuentos podría aparecer como una rareza incómoda en la lista actual de obras de ficción, algo que en realidad es un jardín de amor, de juegos eróticos y de una lujuriosa y antigua historia familiar; pero mientras estemos poseídos por la experiencia que se distingue por su intensidad y naturaleza episódica, el cuento formará parte de nuestra literatura, y sin la literatura es seguro que estaríamos acabados.
“En los cuentos de mis estimados colegas –y en algunos de los míos– encuentro esas casas de verano rentadas, esos amores de una noche, y esos lazos extraviados que desconciertan a la estética tradicional. No somos nómadas, pero –sin embargo– subsiste más de una insinuación en el espíritu de nuestro gran país, y el cuento es la literatura del nómada.
“¿Quién lee cuentos?, se pregunta uno, y me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en la sala de espera de un dentista mientras esperan su turno; que los leen en viajes transcontinentales en avión en lugar de ver películas banales y vulgares para matar el tiempo; que los leen hombres y mujeres sagaces y bien informados que parecen sentir que la ficción narrativa puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros y, algunas veces, del mundo que nos rodea”
Y, en una entrevista, añadía:
“Siempre he pensado que el cuento es el motor que mantiene en movimiento tanto a la novela como a la poesía... Sus responsabilidades son mayores y más trascendentes. Yo estoy seguro de que, en el lecho de muerte, uno se cuenta a sí mismo un relato y no una novela o un poema”.
Y una buena mala noticia o una mala buena noticia. Ustedes eligen. Contrario a lo que se piensa, estos dos volúmenes de Cuentos no reúnen la totalidad de las ficciones breves de John Cheever. Existen sesenta y ocho relatos más –entre los que se cuentan los que conformaron su descatalogado y nunca recuperado primer libro de 1943, The Way Some People Live– de los que apenas trece se reunieron en forma delibro 20. El resto permanece desperdigado en revistas y antologías varias. Un proyecto de segunda gran recopilación con portada azul –The Uncollected Stories of John Cheever: 1930-1981– fue abortado en 1988, casi a pie de imprenta, por un conflicto entre la familia Cheever y los editores. El tortuoso proceso legal –entrando y saliendo de tribunales a lo largo de cuatro años– llegó a merecer todo un libro de más trescientas páginas 21 y el dudoso privilegio de haber sido publicitado “la más cara, enrevesada y virulenta batalla en las cortes por un libro de los últimos años”. Dentro de este botín –donde hay ejercicios primerizos y veloces sketches escritos para pagar las cuentas así como una notable influencia de Hemingway 22 – hay varios tesoros más que codiciables como el fundante “Expelled” (su primera publicación, en 1930, en las páginas de The New Republic, escrito a los diecisiete años y narrando su expulsión del colegio secundario), “The Brothers” (donde inaugura uno de sus grandes temas: las luces y sombras de las relaciones peligrosas entre hermanos), “Of Love: A Testimony” (que arranca con uno de esos típicos comienzos cheeverianos donde el autor interviene y ordena la escena), los experimentales “Hommage to Shakespeare” y “The President of Argentina”, la serie “Town House” (seis partes configurando una casi nouvelle que se llevaría al teatro en 1948), “The Pleasures of Solitude” (al que Truman Capote parece haberle prestado demasiada atención al escribir su celebrado “Miriam”), “The National Pastime” (donde reaparecen los Wapshot), el melancólico y gay “The Leaves, The Lion-Fish and the Bear”, y el último relato que firmaría: “The Island”, de 1981.
No hay novedades en cuanto a un próximo acuerdo para la publicación de todo este material; por lo que –todo parece indicarlo– habrá que esperar a que, como lo apuntó John Updike en su reseña de Thirteen Uncollected Stories by John Cheever, la Library of America tome cartas en el asunto y se acabó el problema23.
Mientras tanto y hasta entonces, esto es lo que hay.
Y es mucho.
En las páginas de estos Cuentos hay hombres tristes y mujeres terribles, nadadores que no pueden volver a casa y náufragos en la ciudad esperando el tren que los lleva de regreso al paraíso o al infierno, ángeles en puentes y demonios en la cama, ladrones por amor al arte y al prójimo, ganadores de premios íntimos o de castigos en público, “perdidos en un territorio que parece no saber nada de leyes ni profetas” pero aun así justicieramente merecedores de epifanías y transfiguraciones donde, a la hora de las últimas líneas y las últimas palabras, mujeres desnudas “desvergonzadas, bellas y plenas de gracia” salen del mar o “reyes de doradas vestiduras atraviesan las montañas cabalgando elefantes”.
Uno de mis relatos favoritos de Cheever –”Una visión del mundo”– tal vez explique mejor que nadie, en la voz de su narrador, el Sistema y el Credo de Cheever: “Lo que entonces deseaba identificar no era una sucesión de hechos sino una esencia, algo parecido a esa indescifrable colisión de contingencias que pueden provocar la exaltación o la desesperación. Lo que deseaba hacer, en un mundo tan incoherente, era conferir legitimidad a mis sueños”.
Pocas páginas después, el mismo narrador transfigurado por la maravilla de, por fin, descansar en paz sin necesidad de morirse, recita para sí mismo “palabras que tienen los colores de la tierra” y que son “¡Calor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión! ¡Esplendor! ¡Bondad! ¡Sabiduría! ¡Belleza!”
Palabras perfectamente aplicables para definir todos y cada uno de los cuentos aquí reunidos.
Cuentos escritos por un dios.
Un dios en calzoncillos, sí, pero convencido de que “la literatura puede salvar al planeta”.
Un dios que gozaba expulsando a sus criaturas del Edén.Un dios que, también, no pudo evitar la tentación de expulsarse a sí mismo para así poder continuar escribiéndolos; para ver cómo seguían las existencias de esos hombres y de esas mujeres; para que fueran ellos y ellas los que, a lo largo de tantos años de milagros, acabaran invirtiendo el triste vals de la ecuación consiguiendo la alegría del milagro último y definitivo: que su dios –imagen y semejanza, aciertos y errores, vidas y pasiones y muertes– fuera y siga siendo, por los siglos de los siglos, amén, tan pero tan parecido a ellos.
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