Domingo, 10 de septiembre de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Marcelo Cohen dio a conocer su obra más ambiciosa, en la que trabajó los últimos cinco años. Donde yo no estaba (Norma), que ya se está volviendo célebre en el mundillo literario por su gran tamaño, es un formidable experimento que despliega un lenguaje lleno de matices e inventa un universo particular, tan realista como fantástico.
Por Patricio Lennard
Que Todo, absolutamente Todo lo que nos rodea está compuesto por átomos sin peso es una certeza irrefutable, más allá de que estas páginas y estos caracteres minúsculos o mayúsculos, puntos, comas y paréntesis apretujados en el papel como granos de arena pesen, en efecto, algo. ¿Pero es concebible alguna proporción entre el volumen de un libro y la densidad que el mundo adquiere en sus páginas? ¿Debió haberse anticipado Balzac a Peter Handke y haber titulado su Comedia humana “El peso del mundo”? Las más de setecientas páginas de Donde yo no estaba, la última novela de Marcelo Cohen, suman (doy fe) novecientos cincuenta y cinco gramos. Una cantidad que aunque sepamos bien que el sapo nunca pesa lo que el hechizado príncipe es prueba de la magia con que una novela puede, en ocasiones, contener universos. Un universo llamado Aliano D’Evanderey, en este caso. Un hombre que se ha trazado como plan existencial escribir, escribir y escribir hasta vaciarse, y que cuando uno termina de leer Donde yo no estaba tiene la sensación de que él es ese libro. De que sobre él ha operado una metamorfosis y que si alguien supiera quebrantar el conjuro, haría que emergiera, de golpe, de sus páginas.
El diario que escribe Aliano D’Evanderey es la novela de Marcelo Cohen. El diario de un cincuentón acomodado que es dueño de un comercio mayorista de lencería femenina, y que a poco de iniciada la lectura (no se sabe si el diario empieza donde lo hace la novela) anota que las migrañas que viene padeciendo se deben a una enfermedad cerebral que podría matarlo en cualquier momento, y que la mujer con la que está casado hace casi veinte años y con la que tiene dos hijos se ha enamorado de otro. Sobrados motivos para que Aliano prosiga con la escritura de su ascético diario, en el que trata de asentar la mayor cantidad de circunstancias y detalles de su vida cotidiana, creyendo que de ese modo podrá ir adelgazando su personalidad hasta borrarse de la faz de la tierra. Algo que él mismo justifica en la irritación que le produce ocupar espacio. En el fastidio de que su metro cuadrado no esté habitado por el ruido complejo y disperso de la vida que lo rodea. “Me gustaría muchísimo que el mundo llene mi lugar”, escribe en una de esas. “Habría necesidad de una tumba menos.” Lo que quiere Aliano es ir ganando levedad y no dejar rastros. Darles crédito a sus ojos cuando ven que “el asiento de Vuonon (un personaje x) estaba más aplastado que el mío, como si él se hubiese levantado mucho después o mi cuerpo pesara una insignificancia”.
Pero Aliano no es un personaje de Beckett, y ni siquiera leyó Alicia en el país de las maravillas para querer imitar al gato de Cheshire. Hay cosas que lo atan al mundo y que lo hacen verosímil: Cler, su ex mujer; sus hijos, Fiena y Sereno; una amante que escribe poemas “experimentales” mediante una técnica que consiste en versificar artículos que saca de periódicos, y cuyo nombre es Lumel; un joven marginal llamado Yónder, veterano de una guerra infame, a quien escuda en su casa del asedio de unos vecinos que quieren entregarlo a la policía y junto al que emprende una fuga de inusitadas peripecias. Pero Aliano, a decir verdad, está bastante solo. ¿Acaso esa escritura como inquietud de sí que cultiva demuestra otra cosa? Y su diario, escandido por fechas que al promediar el libro van desapareciendo, bien podría haber tenido, en alguna de sus entradas, el encabezado “Querida muerte” seguido de dos puntos. Una fórmula retórica de interlocución pertinente (más allá de su explícito mal gusto) para alguien que sufre un extraño mal llamado la Mota de Samblovit, que mata de manera repentina a quienes lo padecen y que pende de la cabeza del personaje como una auténtica espada de Damocles. Así es que “el límite va conmigo echando sombra por delante”, apunta Aliano, quien un poco a la manera de Kafka –que “escribe para poder morir, y obtiene su poder de una relación anticipada con la muerte”, según Blanchot– tiene conciencia de que cada frase escrita por él es un instante menos de vida que le resta.
Cualquier situación sobre la cual uno ponga la lupa, que detalle escrupulosamente en sus elementos ínfimos, termina por despertar la carcajada. Marcelo Cohen
No en vano, en la primera escena del libro, Aliano encuentra en el jardín de su casa un cráneo de paloma, tópico desliz del memento mori. De ahí que Donde yo no estaba sea un texto sobre la extinción y sobre el deseo de soberanía ante la finitud de la vida. “Por eso nunca seré novelista. Sólo de la lucha con la muerte se alimentan las novelas; para acogerla (a la muerte) están las crónicas íntimas como ésta”, anota el 19 de marzo. Una expresión que genera un contraste entre el diario entendido como escritura íntima y acompasada por el discurrir de los días (como texto-calendario) y el modo en que los artistas aspiran a perpetuarse a través de sus obras poniendo “algo al abrigo de la muerte” (André Gide).
Donde yo no estaba, en este sentido, es una novela sobre la imposibilidad de escribir una novela. Y no sólo porque Aliano es consciente (al igual que Cohen) de que lo que hace no se condice con las “pautas” del género (“Me obstino en describir un largo tránsito cuando el lector de historias quiere clímax y desenlace”) sino porque su escritura está mucho más allá de una aspiración estética. “Como novela no tiene mucha gracia”, piensa Aliano al imaginarse su vida actual en formato novelesco. “Mejor será restringir mi palabrerío a estas crónicas, que a lo mejor me sirven para morir con aplomo.” Escritura de succión, vaciadero de una conciencia que persigue la utopía de objetivar el mundo para poder desvanecerse, el diario de Aliano siempre está en función de una coartada: “seguir transformando las cosas presentes en pasado, en ruinas, en inexistencia, pero bregando hacia delante palabra por palabra, a ver si en los hechos o cosas que estas palabras apenas presentan aflora ese sentido que el mundo se resiste a concedernos”. Un sentido que en última instancia supone, de parte de Aliano, una búsqueda de índole metafísica –lo que inserta a la novela de Cohen en una tradición que en la literatura argentina despunta en Adán Buenosayres y sigue en Rayuela–. Expresión acabada de que la voluntad del personaje de fundirse con el cosmos (en la que Cohen entrecruza lecturas de Spinoza, el Tao, el budismo zen y el Sufi) sólo puede estar del otro lado de un umbral al que la literatura, por temor a enmudecer, pocas veces osa asomarse.
“La realidad es la sombra de la palabra”, sentenció en un célebre ensayo Bruno Schulz, impugnando de esa frase su prosaico viceversa. Y Cohen (que es devoto de ese santo) lleva a un extremo en Donde yo no estaba tanto la experimentación con el lenguaje como ese afán demiúrgico –mezcla de ciencia ficción absurda y desencajado realismo– que ya hizo de las suyas en la ruinosa metrópoli patagónica de Bardas de Krámer (Insomnio, 1985), o en esa versión irónica y kitsch del Paraíso que es la ciudad de Lorelei (El oído absoluto, 1989). Un gusto por la fundación de urbes futuristas que en su libro de relatos de 2001, Los acuáticos, le da una vuelta de tuerca a esa tradición de geografías literarias en cuya oficina catastral suele vérselo a Tolkien, al crear esas islas a las que sólo les basta que un paso de agua las separe para poseer civilizaciones propias y que Cohen sitúa en el Delta Panorámico. Allí es donde está, justamente, Isla Múrmora: un lugar en el que las hojas de los árboles caen de súbito pues del verano se pasa sin demora al invierno, y la gente habla en farphonitos, maneja flaycoches y acepta la institución conyugal del trimonio; y en donde el cáncer ha dejado de matar hace un siglo, los pianos y el cine son piezas de museo y todavía es posible entrar en Panconciencia –esa facultad innata de pasear por las mentes de otros que los habitantes del Delta han desarrollado, y que a Aliano le permite, por ejemplo, asomarse a la de un hombre que revisa el neumático de un camión bajo la lluvia, o a la de un sodero que descarga sifones en la puerta de una casa en la que aparece un niño–.
“Realmente fantástico”, podría decirse, usando el título que Cohen le puso a un libro de ensayos no por vanidad desembozada sino para invocar la síntesis ambigua que él practica con los géneros. Algo que en Donde yo no estaba no sólo se aprecia en cómo él imagina una concepción del Estado (la Democracia Gentil) y hasta una metafísica (la religión del Pensar, cuyo credo invierte el apotegma cartesiano al postular que uno existe sólo si alguien lo piensa), sino también en la forma en que busca horadar el lenguaje para ver qué hay debajo. Auténtica “palabrística” la de Cohen, en la que el mundo de todo el mundo aparece transfigurado en la medida en que la gente escribe en cuadernaclo y usa lapicer, saca fotovivs, va al teatron y toma cafeto. Neologismos que parecen disfrazar de etimologías a ciertos vocablos de la lengua castellana (en una suerte de “mutabilidad del signo” delirante, de diacronía imaginaria del idioma) y que si algo sugieren en su proliferación y recurrencia es que la trama de la novela es su propio lenguaje. “A mí lo que de veras me cansa es usar siempre las mismas palabras; las palabras aplanan no sólo los hechos sino hasta el enigmático relieve de los sueños”, se queja Aliano. Algo que es una gran verdad viniendo de Cohen, para quien el invento de neologismos no es tanto un efecto necesario de la creación de realidades alternativas propia del fantástico como una búsqueda por que las palabras nos desfamiliaricen. De ahí que el realismo a secas sea, desde siempre, el “enemigo” de Cohen. Algo sobre lo que habla desplazadamente en Donde yo no estaba cuando se refiere a una corriente musical de vanguardia que hay en la Isla (y que Sereno, su hijo, cultiva ejecutando un instrumento llamado musicaja), que busca representar la realidad componiendo piezas en base a ruidos y sonidos cualesquiera. Así se entiende que la “música realista” (híbrido comparable a los “poemas prosaicos” que escribe el personaje de Lumel) postule que el burbujeo del arroz hirviendo y el silbido de la llama pueden conformar lo que se llama un “musiquema”. Colmo afiebrado del objet trouvé que el autor discurre, y que lo habilita para convertir a Aliano en su propio vocero. “Como cualquier forma de imitación de lo real, la música realista es grandiosamente inservible y gracias a eso se hace a su vez realidad de hecho”, escribe en la página 627. Una sentencia a la que Cohen bien podría haberle agregado que es el mundo el que se vuelve reiterativo y encorsetador de la experiencia cuando el relato y el referente forman una tautología.
Texto que sin que su personaje sea un escritor se permite reflexionar sobre sí mismo con una gran sutileza, Donde yo no estaba es también aquel diario de un comerciante que el protagonista de El testamento de O’Jaral (1995) leía en esa novela. Un libro imaginario que tardó más de diez años en materializarse, y que si pensáramos en qué texto podría haber leído Aliano (más allá de las lecturas que hace de las obras de Mench y Rosezno, sus “maestros espirituales”), no sería difícil traer a colación uno que Calvino imagina en Seis propuestas para el próximo milenio: un libro que permitiese salir de la perspectiva de un yo individual y hacer hablar a lo que no tiene palabra (“al pájaro que se posa en el canalón, al árbol en primavera y al árbol en otoño, al cemento, al material plástico”). Algo que se parece bastante a la rapsodia panteísta en la que Aliano quisiera disolverse y para la cual ejecuta, entre otras cosas, un tour de force por el que elude decir la palabra “yo” hasta casi la mitad del diario... Justo en ese bastión inexpugnable de la primera persona.
“Un libro es una conversación”, escribió alguna vez Augusto Monterroso. “La conversación es un arte, un arte educado. Las conversaciones bien educadas evitan los monólogos muy largos, y por eso las novelas vienen a ser un abuso en el trato con los demás. El novelista es así un ser mal educado que supone a sus interlocutores dispuestos a escucharlos durante días. Quiero entenderme. Que sea mal educado no quiere decir que no pueda ser encantador; no se trata de eso y estas líneas no pretenden ser parte de un manual de buenas maneras. Bien por la mala educación de Tolstoi, de Victor Hugo.” Bien por la mala educación de Aliano... Y la de Cohen.
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