Domingo, 10 de diciembre de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Patricio Lennard
Tras su primer día de clases en un kindergarten de Heidelberg, en lo que por entonces era la Alemania occidental, uno de los miles de niños que entre 1957 y 1962 nacieron con severas malformaciones en brazos y piernas debido a que sus madres habían tomado un medicamento que tenía el don de aliviar las náuseas durante el embarazo pero terminó causando una ola de nacimientos de bebés deformes, le decía a un periodista: “En el jardín los niños cuentan hasta diez con los dedos. Yo no tengo dedos, pero cuento hasta diez con los dedos mentalmente”. Una anécdota sobre la que Mario Bellatin pareciera ironizar, sin sospecharlo, cuando dice que el director de su escuela secundaria, cada vez que contaba a sus compañeros de clase, añadía “y medio” cuando a él se refería. Broma que se entiende con saber que este hijo de peruanos que nació en México en 1960, pero que vivió durante buena parte de su vida en Lima (donde inició su carrera literaria en 1986 con Mujeres de sal, la primera de las algo más de quince novelas breves que lleva publicadas), no tiene ni ha tenido nunca la mitad de su brazo derecho.
De allí que esa falta originaria, ese blanco (Bellatin dirá que a su brazo no le ha pasado nada; que nació así, simplemente), lo haya incitado a probarse a lo largo de los años una variada ortopedia narrativa. Es de esa zona en que la vida de ciertos escritores adquiere visos de novela (y viceversa) de donde parecen surgir, entonces, no sólo historias como la del ritual por medio del cual decidió arrojar su prótesis en las sagradas aguas del Ganges, o la de cómo sobresaltaba a los pasajeros de las guaguas con el garfio de metal que en ocasiones usaba, en tiempos en los que estudiaba cinematografía en Cuba, sino también la conjetura de que su madre –sin saberlo– pudo haber tomado durante su embarazo talidomida. Una hipótesis sobre la que Bellatin, en un momento de la charla telefónica que mantiene con Radar desde México DF, repantigado en un sillón en la casa de su amiga Margo Glantz (“desde donde puede verse casi toda la ciudad, y que está en el tradicional barrio de Coyoacán, a dos cuadras de la casa de Frida Kahlo, para que te ubiques”) dice haber comenzado a discurrir cuando cayó en la cuenta de que en su familia no había antecedentes de malformaciones genéticas, y de que la fecha de su nacimiento coincidió con la época en que el medicamento aún se recetaba. Pistas a las que les suma el difuso recuerdo que su madre tiene de haber tomado, en aquel tiempo, unas pastillas.
Pero más allá de que sea cierto o no que él, tiempo después, se entrevistó en Alemania con el médico que descubrió que esa droga hacía daño (“y que tuvo un rol fundamental en los juicios que en ese país sobrevinieron luego; algo de lo que hablo en mi novela Flores”); o que éste le haya explicado que lo que había producido la malformación de su brazo “no había sido la talidomida, sino el hecho de que yo fuera un mutante”, lo que sí es cierto es que sobre esas historias Bellatin construye su mito personal como escritor.
“Creo que los lectores se interesan cada vez menos por los autores de los libros que leen. Y es una lástima, porque muchas de esas vidas o de esas falsas retóricas que algunos se inventan podrían ser tomadas como extensiones de la ficción.” Algo con lo que Bellatin se recrea cada vez que desperdiga en sus textos sus “señas particulares” (ya sea su brazo artificial marca Otto Bock que le juega malas pasadas al narrador de Lecciones para una liebre muerta; o la desazón de ese niño que en La escuela del dolor humano de Sechuán asusta a sus amigos con su brazo ortopédico, y que por eso dejan de invitarlo a las fiestas). Señas que aparecen desplazadas y llevadas al grotesco en muchos de sus personajes (desde los talídomes gemelos Kuhn, ambos carentes de sus cuatro extremidades, hasta ese equipo de voleibol en el que a todos los jugadores les faltan los dedos de una mano), y que hallan en la incompletud y la artificiosidad del cuerpo una perturbadora forma de elocuencia.
En una de sus entrevistas, a la vez que admite haber estudiado cine para seguir escribiendo (y no con la idea de dirigir algún día), Bellatin habla de lo curioso que le resulta que sus libros se lean en el tiempo que se tarda en mirar una película. Quizá por eso, para prolongar el goce del lector acostumbrado a usar señaladores o a doblar las páginas, Bellatin ha publicado en distintos países varios volúmenes con novelas reunidas. (En 2005 y en un solo tomo, Alfaguara distribuyó en México lo que tal vez sea el epítome de esa dispersión organizada, de ese cuidado montajismo: su Obra reunida).
Pájaro transparente (editorial Mansalva) es una de esas compilaciones sui generis. Un ejemplo claro de cómo su autor viene ensayando una escritura modular, en la que cualquiera de sus textos puede replicarse en cualquier parte (lo que sólo siembra confusión en torno del orden en que fueron editados originariamente), y que a su vez obliga a recorrer su obra como si se tratase de abrir puertas laterales todo el tiempo. “Me interesa que cada edición de mis libros tenga una vida autónoma y que se rija por determinados principios, y no sé qué importancia pueda tener saber el orden en que fueron publicados. Mejor dicho, sí lo sé, pero ése es el espacio que me parece más estéril dentro del hecho literario. Lo único importante, creo, es comprobar si un texto puede o no sostenerse por sí mismo. De averiguar el orden en que los libros aparecieron a averiguar las costumbres cotidianas del autor hay solo un paso.”
En las Crónicas de Bustos Domecq, Borges y Bioy Casares imaginan al escritor César Paladión, un sucedáneo radicalizado de Pierre Menard, cuya obra consiste en “reescribir” libros de otros autores citándolos in toto al pie de la letra. Un ejercicio análogo al que Bellatin ensaya en Pájaro transparente, en donde el primero de sus cuatro “capítulos” es Canon perpetuo, una novela que editó de manera autónoma en 1993, y en la que su protagonista es una mujer que canjea su propia voz por la que tenía en su infancia, en un misterioso archivo de voces ajenas. “Yo he publicado varios libros con novelas reunidas, pero en ninguno hice un ejercicio semejante al de Pájaro transparente, que tiene como objeto hacer otro libro, trasformar los títulos de textos ya publicados en capítulos, crear un capítulo final que justificara esa decisión, y lograr demostrarme que todo es parte de una misma escritura. Que no hay más libro que el libro.”
Suerte de continuo narrativo que –como Graciela Speranza dice del también proliferante César Aira– torna un tanto inútiles “las disquisiciones habituales sobre la prolija lectura textual de la obra aislada”. Una idea que Aira resume en una frase que también vale la pena aplicar a Bellatin: “Un libro no es absolutamente nada”.
Así, en Pájaro transparente, su autor no sólo actualiza esa vocación de copista que él mismo se atribuye en un relato fundacional de su mito de escritor (ese en el que, en sus inicios, se descubre copiando afanosamente páginas enteras de la guía telefónica o de los textos de sus autores predilectos), sino también da un paso más allá en ese juego mediante el cual pretende interconectar y serializar sus textos hasta confundirlos en “una misma escritura”. Algo que se torna programático en Lecciones para una liebre muerta, un libro construido como patchwork de partes de varios de sus libros y de fragmentos inéditos, en donde monta una maquinaria en la que su literatura se retroalimenta a sí misma. “Quiero conseguir hacer cosas nuevas utilizando la menor cantidad de elementos posibles, y ¿qué mejor que recurrir como fuente al espacio de mi propia escritura? Es como si el mundo se limitara a las cuatro paredes que mi mente ha creado.” Una pretensión minimalista que a su vez se trasluce en la economía de su prosa. “En el texto que cierra Pájaro transparente, en un momento digo que el lenguaje nunca es lo suficientemente escaso. De ahí que insista en mostrar que cuento con una infinitésima parte de lenguaje o de recursos narrativos. Como una suerte de técnica del no, de la negación. Una técnica de la carencia, el silencio, la falta.”
No es casual, entonces, que en ese texto final de Pájaro transparente, titulado “Lo raro es ser un escritor raro” (hecho mayormente a base de transcripciones de partes de sus entrevistas aparecidas en los medios, lo que da por resultado una especie de summa de la poética bellatinesca), señale que “el ejercicio de hacer que las palabras ocupen el lugar central de la creación me ha llevado a buscar la apropiación ya no sólo de los textos personales sino también de los de otros escritores”. Algo que adquiere allí un sentido irónico en razón de que, lejos de aludir a sus tempranas dotes de copista, se refiere a cómo él le atribuyó un texto suyo a Samuel Beckett. Una travesura que perpetró junto a una directora de teatro, adaptación del texto de por medio, en el marco de un homenaje por el centenario de Beckett. “Sin reflexionarlo –leemos en “Lo raro...”– coloqué debajo del título, la jornada de la mona y el paciente (publicado en 2006 por Eloísa Cartonera) el nombre de samuel beckett (sic). Inmediatamente se lo entregué a una directora de teatro preguntándole si le interesaría hacer un montaje de aquel material. Fue así como la artista juliana faesler (sic) hizo una obra apócrifa, hecho que ninguno de los asistentes al estreno, por cierto, advirtió.”
Si bien allí no es difícil ver una prolongación por otros medios de la técnica borgeana de las atribuciones falsas (cuando no del “plagio al revés” que Ricardo Piglia lee en la pretensión que alguna vez tuvo Macedonio Fernández de publicar un supuesto libro suyo con el nombre de un escritor conocido), el gesto de Bellatin (haya existido o no esa puesta en escena: ¿hace falta decir que lo que importa es el relato?) es tan sólo un ejemplo de su “búsqueda por lograr el abandono de la figura del autor frente al texto. Del autor como ente decisivo de determinada creación”. Una utopía que Bellatin parece escudriñar como esos niños que desmontan un reloj para saber qué es el tiempo, cuando del otro lado del teléfono se queda un instante callado y dice, con el tono con el que suelen escupirse las preguntas retóricas: “¿Es posible entonces que haya texto sin autor?”.
“Leo mucho y poco, depende de las épocas, de manera confusa, salteada, casi siempre sólo comienzos. En mi casa se puede encontrar una gran cantidad de libros tirados y abiertos por todas partes. Ahora, si pienso en qué autores leo con interés en diálogo con mis ficciones, diría que eso me ocurre de manera más clara con creadores de otras artes. Con teóricos del teatro, del cine. Artistas visuales, arquitectos. Es mucho más provechoso buscar los puntos de unión que puede tener mi trabajo con otras disciplinas que no sea la literatura. Han sido más importantes mis pesquisas en los universos de Kantor, Brook, Beuys, Tarkovsky, Barney, Piano, por nombrar algunos, que en los exclusivos de la escritura.”
Mario Bellatin ha dicho en varias oportunidades (y basta echarle una ojeada a sus libros para comprobarlo) que hace rato la escritura le ha quedado chica. Y prueba de ello es la frecuencia con que sus libros incluyen fotografías. Algo que en Jacobo el mutante demuestra que la literatura, en su caso, bien puede ser considerada un arte visual cuyo misterio, cuya más profunda alquimia estética, no yace tanto en las palabras como en la página escrita. “En Jacobo el mutante quise usar fotografías que no fueran fotografías. Que no fueran apreciadas como tales. Es por eso que están incrustadas en el texto, con el vano fin de que puedan ser leídas de la misma forma que las palabras y que no ilustren, ni hagan muchas de las cosas que suelen hacer las fotografías, sino que muestren una textura que ayude al lector a darse cuenta de lo obvio, que todo es una mentira, que el autor no quiere que le crean, pero que, no obstante, lo más importante pretende estar presente: la conciencia de que se transcurre por una realidad paralela.”
En Jacobo el mutante, un investigador literario trata de reconstruir y analizar una apócrifa novela inédita del escritor austríaco Joseph Roth, autor de textos célebres como Job y La marcha de Radetzky. La novela de Roth, titulada La frontera, narra la historia de Jacobo Pliniak, un rabino que es dueño de una taberna en el límite de Rusia y Austria-Hungría, el que además de atender su negocio y adoctrinar en su fe a los niños de su comunidad, ayuda de manera semiclandestina a escapar a otros judíos de los pogroms rusos. Una historia que experimentará un giro delirante cuando Jacobo mute y se transforme (en una exasperación bizarra del Orlando de Virginia Woolf) en Rosa Plinianson, una respetable anciana que lucha en contra de la instalación masiva de academias de baile en una ciudad de los Estados Unidos (lo que, en su desmesura, ostenta ribetes de una plaga bíblica).
La apuesta central de Jacobo el mutante, sin embargo, no reside tanto en las peripecias de sus personajes o en el desarrollo de una trama, sino más bien en la escena de lectura que el investigador arma en torno de ese libro. Así es como se consigna que el texto de Roth (que él habría escrito sólo en sus frecuentes momentos de ebriedad) no sólo está incompleto (pues su redacción se extendió a lo largo de toda su vida), sino también plagado de incoherencias, arbitrariedades e incluso expoliaciones, las que en gran medida se deben a que hay dos versiones del texto (?) en manos de sendas editoriales. En este sentido, si el narrador-investigador poco tarda en mostrar su incompetencia en la tarea que asume, en parte es porque leer un texto semejante es casi una misión imposible. En su monstruosidad, su carácter informe, su estructura esquizofrénica y su madeja de accidentes filológicos, La frontera adopta la complexión (o no) de la pesadilla de cualquier crítico literario. Cifra de que “lo mutante” no sólo desquicia a Jacobo y a Rosa sino también al texto mismo. “Lo más terrible de la novela creo que es el sentido de la metamorfosis, darte cuenta de pronto de que tú ya no eres tú. Creo que ésa puede ser una de las pistas. Verse obligado, en una misma vida y de manera profundamente existencial, a asumir una vida diferente, desagradable la mayoría de las veces. Con el desagrado que produce lo artificial impuesto”.
Una implicación quizá no del todo inesperada, en relación con Jacobo el mutante, fue una conferencia en la que Bellatin leyó algunos fragmentos del supuesto libro de Joseph Roth, y en la que alguien del público le dijo que si bien no había leído esa obra sí había visto su versión en cine. Una anécdota (¿literaria?) que se le parece bastante a la que dio origen al personaje de su libro Shiki Nagaoka: una nariz de ficción, un inverosímil escritor japonés de comienzos del siglo XX (dueño de una grotesca nariz y autor de un libro escrito en una lengua ignota, sólo por él entendida) sobre el que Bellatin disertó en una oportunidad en el círculo de Bellas Artes de México, al cabo de lo cual recibió una carta del Departamento de Literaturas Orientales de la Freiuniversitätt de Berlín diciéndole que no sabían que ese autor existía.
Intervenciones como éstas –o como la del congreso de escritores mexicanos que Bellatin organizó en una galería de arte en París, y para el que cuatro personas cualesquiera aprendieron de memoria los discursos que hubieran pronunciado Sergio Pitol, Margo Glanz, Salvador Elizondo y José Agustín, y se presentaron en calidad de dobles ante un público que, sorprendido, reclamó “la presencia de los cuerpos de los escritores programados”– dejan ver el constante afán de Bellatin por buscar fuera de la literatura –como bien señala Alan Pauls– “las fuerzas capaces de pensar sus vacíos y sus límites, no sólo como práctica sino como institución”.
De ahí que Bellatin dirija en México una escuela para escritores en la que se desaconseja escribir, y en la que sus estudiantes se abocan a la tarea de indagar en las posibilidades inventivas del resto de las artes. Una experiencia colectiva y anónima que busca que el cuerpo de la obra que allí se produce se difumine entre cada uno de sus integrantes.
“A la Escuela Dinámica de Escritores la considero como un texto más. No advierto diferencia entre su estructura y potencialidades y alguno de mis libros. Aunque ella sí da un paso más: el de que nunca se sabe cuál es la obra ni quién es realmente su creador. De alguna manera, tener una escuela semejante me permite escribir sin tener que escribir. Esa es la razón por la que construyo cierto tipo de textos que tienen que ver más con acciones, como un congreso de dobles de escritores o la reconstrucción oral que hicimos, con todo el supuesto equipo de trabajo, de una puesta teatral de mi novela Perros héroes, que jamás existió. Pero esto no implica que yo esté pensando en ser director de teatro, fotógrafo, performer o artista visual. Yo no quiero salir de la literatura, y si hago todo el tiempo cosas de este tipo es por el puro gusto que me causa escribir.”
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