Domingo, 3 de junio de 2007 | Hoy
EL EXTRANJERO
Nathan Englander vuela a la Argentina de 1976 en su última novela. Desde luego, encuentra un mundo de represión y muerte. Un espejo extraño en el que mirar el pasado reciente.
Por Rodrigo Fresán
En 1999, Nathan Englander (Long Island, 1970) irrumpió en el panorama literario de su país con un libro de cuentos de título distinguido. Recuerden: Para el alivio de insoportables impulsos. Portada sofisticada (tipográfica y con el título desteñido por gotas de aguas o lágrimas), foto del autor con look un tanto exótico (léase, para los norteamericanos, extranjero pero local, lo mejor de ambos mundos) y una recomendación de Ann Beattie en la contratapa donde se comparaba al recién llegado con los revolucionarios innovadores del cuento Richard Ford, Denis Johnson y Thom Jones. Abundaron entonces las alabanzas en la prensa, la inclusión en antologías de lo mejor del año y en todas partes se consignó que Englander había recibido por su debut un sustancioso adelanto de 350.000 dólares, cifra poco común cuando se trata de las ficciones breves de un desconocido.
Pasado el temblor, el lector más o menos curtido en estas lides descubría que la “novedad” de Englander pasaba –paradójicamente o no– por no ser novedoso. Así, la particularidad de Englander –y lo que lo separaba de Antrim, Eggers, Lethem, Moody, Wallace o Saunders– era su amor en ocasiones un tanto picaresco e irreverente por las tradiciones de sus ancestros (lo que le valió alguna muy publicitada crítica de los miembros más conservadores y ortodoxos de su comunidad) a la vez que las más que evidentes reverencias a patriarcas del asunto como Isaac B. Singer, Bernard Malamud y, de paso, al nunca del todo bien ponderado y renegado Mordecai Richler. Otra vez: lo mejor de ambos mundos.
Ocho años más tarde –y ya con algún discípulo por el camino, ver el Natasha y otros cuentos de David Bezmozgis–, Englander regresa con su muy esperado estreno en la novela. Y la crítica vuelve a lanzar aleluyas por su clasicismo, su contención, su renovada exploración de “lo judío” y su “audacia” de viajar a otras latitudes en busca de historias.
Y a donde llega Englander en The Ministry of Special Cases –que se presenta otra vez con una un tanto retro portada que lo separa de modas y de ismos varios– es nada más y nada menos que a Buenos Aires, 1976, inicios de la dirty war y todo eso. No es el primero: en los ’90, Douglas Unger escribió El yanqui y Voices from the Silence, dos interesantes novelas con desaparecidos y no olvidemos aquellos extraños asuntos titulados Imagining Argentina, Naming the Spirits y Tales from the Blue Archives, de Lawrence Thornton, donde la Capital Federal intentaba parecerse desesperadamente a Macondo.
Pero no puede negarse que Englander se ha documentado bien: buena parte de la acción transcurre en el Once, Englander viajó la primera de varias veces a Buenos Aires en 1991, dijo haber tomado más de mil páginas de notas, en los agradecimientos aparecen tanto el Nunca Más como El vuelo de Horacio Verbitsky. Y la novela se lee muy bien, tiene grandes momentos y –tal vez ésa sea la única pero atendible crítica que se le puede hacer– todo está exactamente donde tiene que estar. Incluyendo ciertos destellos –que ya brillaban en sus relatos– de algo que muchos tildarán de entrada como realismo mágico, pero que en realidad conecta directamente con leyendas mucho más antiguas y primigenias. Y es justo ahí donde algún lector –me pasó a mí– sentirá una cierta incomodidad ante la compulsión alegórica de la novela en particular y de Englander en general. Es decir: ¿hacía falta que el sufrido protagonista se llame Kaddish, que su trabajo pase por encargarse de borrar los nombres de las lápidas de judíos muertos y poco honorables (hacerlos, sí, desaparecer) para que no haya conexión con sus parientes vivos, y que Kaddish sea, literalmente, un hijo de puta educado en una sinagoga regentada por rufianes y prostitutas? ¿Causan de verdad gracia los momentos “cómicos” como el del cirujano plástico Julio Mazursky que, en pago por sus servicios lapidantes, ofrece “corregir” las narices de Kaddish y de su esposa Lilian? ¿Es necesario que Englander quiera ser y escribir y sonar tan ruso haciéndoles tantos guiños a Chejov, Gogol y Dostoievski? Y, sí, se entiende: de lo que aquí se habla es de la pérdida de la identidad primero (en la mitad “cómica” del libro) y después, en su muy dramática y trágica segunda parte, de la pérdida de todo aquello que hace a un ser humano digno. Al final, lo que queda –lo que el lector no puede olvidar– es la desesperación de Lilian buscando a su rebelde y desaparecido hijo Pato por todas partes. Por gubernamentales y kafkianos y orwellianos pasillos donde se susurra acerca de “casos especiales” y, claro, no encontrándolo en ningún lugar mientras su razón va perdiéndose erosionada por tanto ruego a tanto funcionario de lo que no en vano se llamó el Proceso. Quizá, se me ocurre ahora, esta ficción con argentinos –contada aquí con tanta elegancia luego de haber sido padecida tantas veces y con el peor de los estilos posibles en la no-ficción de nuestro país– no sorprenda demasiado a argentinos a los que, por las peores razones y motivos, ya poco y nada los sorprende. A este argentino que firma esto, al menos.
En cambio, para cualquier turista que recién aquí se pasee por estas tristezas, todo lo que se cuenta resultará –con justicia y por injusticia– fascinante. Y, seguro, ya hay un prestigioso director de cine más o menos indie haciendo las valijas para llegar al Once a filmar The Ministry of Special Cases (que publicará en español Mondadori) y quien –más seguro todavía, enamorado de la ciudad y de tantas otras cosas– acabará comprándose casa en Palermo Hollywood.
En una reciente entrevista, Englander afirmó que “me fascinan los argentinos porque todos ellos han sido formados por la política de una manera muy profunda”.
Tal vez, pienso, Englander quiso decir deformados.
De ser así, completamente de acuerdo.
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