Domingo, 2 de marzo de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Una maldición pesó durante años sobre la obra de León Bloy. Y no es para menos. El escritor católico más ácido y extremo, el místico de la pobreza, fue un verdadero fiscal de sus contemporáneos. En Argentina se produjeron dos interesantes novedades relacionadas con su obra: la reedición de su segunda novela, La mujer pobre (Simurg), y la publicación de una voluminosa selección de sus Diarios (El Acantilado). Libros que van al rescate de una figura literaria que ha producido rechazo pero, al mismo tiempo, una apelación moral sin concesiones.
Por Patricio Lennard
Según el cielo es imaginado por el cristianismo, los bienaventurados que resuciten en cuerpo y alma el día del Juicio no sentirán hambre ni sed, porque el espíritu regirá el cuerpo celestial y Dios bastará como único sustento. Si se la mira bien, esta idea es una antífrasis de los voluptuosos placeres que los musulmanes avizoran para la vida eterna; puesto que a ellos, según reza el Corán, “en retribución de su paciencia les dará Dios el jardín y vestidos de seda”, y “los árboles los convidarán con su sombra y les ofrecerán sus frutos en abundancia”. En The Decline and Fall of the Roman Empire, Edward Gibbon se decide por una interpretación literal del Corán en este punto. “Sería inútil la resurrección del cuerpo si no se lo restituyera a la posesión y ejercicio de sus más valiosas facultades”, escribe. Un razonamiento que, al omitir el detalle de cómo el cuerpo expulsaría todo lo que los elegidos comieran y bebieran en el Paraíso, ha concitado antojadizas especulaciones entre los teólogos del Islam a lo largo de los siglos. Así se ha llegado a creer, por ejemplo, que los excrementos serían reemplazados en el cielo por un sudor de aroma delicioso. Un paliativo absurdo que se desprende, no obstante, de lo que es casi una certeza: el cuerpo glorioso es un cuerpo que no caga. Algo que Milan Kundera tenía en claro cuando desechaba la idea de Dios, en La insoportable levedad del ser, argumentando que Dios no podría haber concebido una forma de vida en la que cagar fuera necesario.
Una película de Godard dice al principio: “Cuando la mierda valga, los pobres nacerán sin culo”. Curiosa frase en que la desviada eugenesia que imagina, además de exponer al despojo como cifra del capitalismo y burlarse de la relación, intuida por Freud, entre el dinero y los excrementos, piensa a la pobreza como una forma posible del destino. Fatalismo de clase que el católico León Bloy, quien durante casi toda su vida experimentó la estrechez de la miseria, en el fondo aceptaba como fruto de la gracia, como uno de los mayores méritos espirituales del sufrimiento. Justo él, que sin alardes bohemios hizo de su pobreza una estética de la existencia, y que veía en ello tanto una forma abnegada de condescender con Dios como un estado de alma. “La pobreza voluntaria es, en cierto modo, un lujo y, por consiguiente, cosa distinta a la verdadera pobreza”, escribía en El desesperado, su primera novela. “Convertirse en pobre es posible, sin duda, pero a condición de que la voluntad no intervenga en ello para nada. San Francisco de Asís fue un amoroso, no un pobre.” Teoría en la que es claro el matiz determinista y cuyo efecto simbólico redobla la pobreza real del autor, asumiendo como una llaga viva su conciencia de desclasado.
La voluntaria dramatización que se obstina y se redime en la mala ventura explica entonces que Bloy se tuviera por “uno que se complace en morirse de hambre”. Bloy es el “artista como sufridor ejemplar” que Sontag veía en Cesare Pavese. Con la diferencia de que tanto el escritor que descubre lo productivo que puede ser el sufrimiento en la economía del arte, como el santo que percibía la utilidad y la necesidad de sufrir en la economía de su salvación, en Bloy aparecen superpuestos. Los siete tomos de sus Diarios, escritos entre 1882 y 1917, y en su mayor parte publicados en vida del autor (gesto atípico para una escritura que suele ampararse en el recelo de lo que se sabe íntimo y se presiente póstumo), son las estaciones de un vía crucis personal en que la miseria se revela bajo la descarnada forma del ejercicio contable. Los luises que nunca alcanzan para pagar la comida y el alquiler diagraman las peripecias del eterno insolvente, del inquilino que va de mudanza en mudanza, del padre que desespera al ver que sus hijos pasan hambre y frío (“Frío intenso. Hemos empezado a quemar nuestro mobiliario”, anota el 17 de noviembre de 1904; “Compra de un sombrero. Es uno de los acontecimientos señalados del presente lustro”, el 23 de marzo de 1908), al tiempo que oímos la apesadumbrada cantilena del hombre que se queja del destino en su afán por aceptarlo.
Autor de dos novelas y de varios ensayos, entre los que se cuentan una Exégesis de los lugares comunes, un libro sobre los judíos, y aproximaciones a las figuras de Cristóbal Colón, Juana de Arco y Napoleón Bonaparte; antimoderno, detractor de todo lo burgués y cultor de la injuria, Bloy encarna el epítome del escritor fracasado. Casi una idiosincrasia, podríamos decir, en tanto que él saca a relucir, a la hora de admitir que sus libros no se venden, su furor contestatario. “Tú serás Invendible por los siglos de los siglos, el Invendible, tanto en tus libros como en tu persona, y así se realizará del todo la separación, naturalmente deseada por ti, respecto de vendedores y venales.”
Venalidad frente a la que se rebela el escritor que se sabe pobre, en parte, porque no transige con la institución burguesa (sea ésta el periodismo, los salones literarios o la Iglesia), pero que no puede ocultar, por otro lado, su aspiración a ser reconocido, a colocarse. Una contradicción de quien se concibe a sí mismo como “un escritor que no se vende” y para quien, si la verdadera pobreza es “esa que no tiene nada para dar a cambio”, la literatura será puro don, pura ofrenda. De ahí que en su diario abunden las transcripciones de las dedicatorias con las que Bloy se complacía en regalar sus libros.
Por momentos menos interesado en Dios que en la refutación de quienes lo rechazan, el moralista Bloy escribe como si arengara desde arriba del púlpito. Encendidamente religiosa, su escritura se juzga de antemano anacrónica, en tanto él se consideraba “un hombre de la Edad Media”. Pero su carácter sentencioso y su gusto por introducir en sus ficciones discusiones teológicas hoy, ciertamente, han envejecido un poco. No así el modo en que el paradigma de la Cruz le sirve de fundamento: cómo del sufrimiento y de las posiciones morales de Bloy (del sufrimiento como moral) se desprenden la fuerza poética y el dramatismo de su discurso. “Hay en el mísero corazón del hombre lugares que no existen aún y en donde se cuela el dolor para que así existan”, apunta el experto en describir la complejidad de los sentimientos humanos. Algo que en la construcción de su mito personal remite a la valoración positiva del dolor que es propia del cristianismo, la cual aparece en una anécdota de infancia.
“Recuerdo que siendo niño, y bien pequeño, me negué a menudo con indignación, con rechazo, a participar en juegos, en placeres cuya sola idea me embriagaba de gozo, porque encontraba más noble sufrir, y hacerme sufrir a mí mismo renunciando.” Una anécdota en la que es posible intuir al adulto que, el 14 de abril de 1895, registraba en su diario su particular modo de vivir la Pascua: “No logro sentir alegría de la Resurrección, porque la Resurrección, para mí, no llega nunca. Veo siempre a Jesús en agonía, a Jesús crucificado, y no puedo verlo de otra manera”. Basta echarle una ojeada a la biografía de León Bloy para advertir que el sufrimiento, más allá de haber constituido, en su caso, un ejercicio virtuoso, fue un efecto lógico de una vida plagada de desgracias. En 1877, conoce en París a Anne-Marie Roulé, una prostituta de quien se enamora y a quien logra convertir al catolicismo. Afianzado el vínculo entre ambos, e inmersos en una pobreza compartida, Anne-Marie extrema su búsqueda espiritual y comienza a tener visiones que le revelan, en un momento dado, la inminencia del Apocalipsis. Bloy, que al principio interpreta esas premoniciones como indicios de santidad y que las cree ciertas, se verá profundamente desolado cuando, en 1882, no tenga más remedio que internar a Anne-Marie en un manicomio, en donde ella vivirá hasta 1907. Años más tarde, el escritor contrae matrimonio con una mujer llamada Berthe Dumont, quien muere tiempo después, entre terribles dolores, víctima del tétanos. Jeanne Molbeck, hija de un poeta danés, con quien Bloy se casa en segundas nupcias y a la que también convierte al catolicismo, será quien permanezca al lado del escritor hasta el final de su vida. De ese matrimonio nacerán cuatro hijos, dos de los cuales mueren siendo pequeños. Muertes que desgarran a Bloy y que él atribuirá a las precarias condiciones en que vivía su familia.
Así se entiende que en sus Diarios, pero también en sus dos novelas, El desesperado y La mujer pobre, ambas de índole autobiográfica, Bloy se empecine en describir su aflicción, su cotidiano martirio, con la fe de quien distingue en su debilidad su fuerza. Un álgebra (la del dolor como condición del futuro goce) que Borges, en un ensayo de Otras inquisiciones, entrevé en un comentario que hace Bloy sobre un versículo de San Pablo: “Los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un espejo”. Lógica compensatoria y sentido de la justicia divina que bien podrían conectarse, en la obra de Bloy, con la diferencia de clases, porque si bien él es capaz de admitir la necesidad de que los pobres existan para que la caridad pueda ser ejercida, o incluso suponer que “Jesús no puede hacer nada por los que sufren con él”, pero sí por los que “no tienen necesidad de socorro” (lo que lo muestra, según Bloy, como “amigo de los burgueses”), lo que parece subyacer es la creencia de que, incluso en el paraíso, los burgueses se merecen el infierno. Una boutade que Bloy no llega a verbalizar pero que bien podría ampararse en su idea de que “el mal de este mundo no se percibe suficientemente, sino cuando se lo exagera”.
Que Bloy fue consecuente en su experiencia de la pobreza lo certifica el modo en que la publicación en vida de sus Diarios hizo de su situación un motivo de leyenda. Desembozada teatralidad (“el diario como autoidentikit, como diseño de imagen, como planificación política”: expresiones con que Alan Pauls se refiere a Gombrowicz, otro autor que publicó su diario conforme lo iba escribiendo) que supone, en el caso de Bloy, una coartada tanto existencial como estética.
“¿Es posible imaginar un León Bloy dichoso?... Nunca. Bendigamos, pues, esa constante miseria que flagela su talento para hacerle lanzar tan admirables clamores y, sobre todo, guardémonos de enviar una ayuda cualquiera a este autor que desde hace treinta años se muere de hambre, como no sea la expresión de nuestra admiración profunda y la seguridad de que bajo ningún pretexto nos atreveremos a suavizar su suerte.” Palabras citadas en la entrada del diario correspondiente al 21 de junio de 1912, del periódico Le Matin, de Amberes, y en las que se puede ver, en su mezcla de cumplido y de sarcasmo, la encrucijada dulcemente atroz en que Bloy se debatía.
A no muchos escritores les sucede no poder crear personajes superiores a ellos mismos. Así Caín Marchenoir, protagonista de El desesperado, y personaje que reaparece en La mujer pobre, no sólo es el asumido alter ego de Bloy, sino también la prueba de que el novelista y el diarista se secundan en la confección de su propio mito. En Marchenoir se encarnan tanto el fundamentalista religioso, el misántropo, el profeta, como el reaccionario, el místico frustrado y el libelista. Y hay una frase, que el personaje dice en La mujer pobre, que bien puede resumir su condición de excéntrico: “Yo entraré al paraíso con una corona de soretes”. Un comentario escatológico (por partida doble) que ironiza sobre las ignominias que el pobre Bloy-Marchenoir se vería incluso obligado a arrastrar hasta su morada eterna, a la vez que expresa una suerte de oxímoron que será recurrente en su obra: el de lo puro abyecto.
No en vano en sus dos novelas, escritas con un estilo arrebatado y farragoso, en las que los acontecimientos desgraciados de la vida de Bloy son objeto de transposición autobiográfica, los personajes tienen la costumbre de llorar a mares, y lo que se dice suele decirse como vomitando. “León Bloy es una gárgola de catedral que vomita el agua del cielo sobre los buenos y sobre los malos”, reza una cita de su mentor, Jules Barbey d’Aurevilly, que funciona como epígrafe en el diario. Y Evomenda et cacanda (“A vomitar y a cagar”) es el encabezamiento del volumen titulado El viejo de la montaña. Frases que describen el encono de Bloy contra la modernización avasallante (él consigna con alegría el hundimiento del “Titanic”); contra otros escritores consagrados (la lectura de Anna Karenina le produce “asco infinito” y la muerte de Zola es motivo de festejo); contra los escritores de su generación (muchos de los cuales son ex amigos suyos que se cansaron de sus malos tratos y de las sátiras que incluía en sus libros); contra los burgueses en general y sus acreedores en particular; contra aquellos que se niegan a prestarle dinero.
“Me levanto lleno de tristeza tras dormir acuciado por las horribles imágenes de nuestra miseria. Me digo que es verdaderamente odioso soportar semejante violencia y que un hombre como yo se vea forzado a consumir todas las horas de su vida en abyectas preocupaciones de dinero, en lugar de emplearlas únicamente en comer y beber la palabra de Dios”, anota el 25 de marzo de 1901. Más allá de que con el dinero, y sólo con él, es con lo que realmente se come y se bebe...
Barthes es quien señala con justeza que “el Journal de Bloy tiene un único interlocutor: el dinero”, y que la prostitución es su faceta más sobresaliente. Algo que en el diario se lee en la figura del “escritor invendible”, pero que también funciona en El desesperado y La mujer pobre, en donde los principales personajes femeninos han dado o corren el riesgo de dar el mal paso. Por un lado, Véronique, la prostituta que enmascara en El desesperado a Anne-Marie Roulé, y cuya historia es una elaboración literaria de la que Bloy vivió con esa mujer a la que rescató del desenfreno y convirtió en devota; y por el otro, Clotilde, la muchacha que en La mujer pobre es obligada por su padrastro, un borracho que ha intentado abusar de ella, a posar desnuda para un pintor a cambio de dinero, quien luego de apiadarse de ella decide librarla de su infierno familiar y acogerla como su protegida. Personajes que sortean su posición objetual de manera religiosa: Véronique, hallando en la beatitud el umbral de la locura; Clotilde, posando vestida, “sólo para la cabeza”, para un cuadro sobre el martirio de Santa Filomena.
“El amor por la prostituta es la apoteosis de la compenetración con la mercancía”, escribía Benjamin, pensando en el París de fines del siglo XIX, e incitándonos acaso a tomar su frase al pie de la letra. Así Bloy, que en sus novelas insiste en auscultar los sentimientos de sus personajes, muchas veces marginando el interés por la trama (antes que fluir de la conciencia, lo suyo es sin duda el fluir del alma), encuentra en la prostitución, antes que un pretexto para moralizar, el límite en que la mercancía es indistinguible del propio cuerpo. De ahí que el keep smiling que caracteriza el proceder de la prostituta, al momento de captar clientes, sea socavado en el cuerpo de Véronique cuando, arrepentida de su pasado, le paga a un conocido suyo para que le arranque, uno a uno, la totalidad de sus dientes. Una escena terrible en que la desfiguración de la prostituta quebranta en su cuerpo su valor de cambio, y en que la miseria como forma de redención es inscripta en su figura brutalmente desdentada.
La conversión religiosa (que allí adquiere una derivación grotesca) es un tema central en la obra de Bloy, más allá de que los conversos, y sobre todo en Francia, en su época estuvieran más fuera que dentro de los libros. Bloy, de hecho, luego de haber sido anticlerical en su juventud, fue convertido por Jules Barbey d’Aurevilly. Y él, a su vez, fue contemporáneo de autores eminentemente católicos como Paul Claudel, Georges Bernanos, Charles Péguy y Jacques Maritain, con quienes, por más extraño que parezca (a excepción de Maritain, a quien convirtió y apadrinó en su bautismo), no llegó a conocer personalmente. En ese caldo de cultivo para la literatura religiosa que fue la Francia de fines del XIX y comienzos del XX (sin contar a Chesterton en Gran Bretaña y a Rilke en Alemania), León Bloy fue el único que a su ferviente catolicismo le adosó una impronta de escritor maldito. Contradicción en la que se avienen su profundo sentido religioso (Bloy llegó a entrar, sucesivamente, en la Trapa y en la Gran Cartuja, para darse cuenta al cabo de que su vocación no era la de monje) y un rencor y un odio, tan poco cristianos, que en su diario y sus novelas dirige a sus semejantes.
En el capítulo trece de la primera parte de La mujer pobre, se suscita una discusión sobre arte que involucra a Marchenoir y a Gacougnol, el personaje del pintor que rescata a Clotilde. Allí, el reaparecido protagonista de El desesperado se pregunta, a propósito de la Transfiguración de Rafael: “En los trescientos cincuenta años que lleva de existencia, ¿acaso algún hombre ha podido rezar delante de esa imagen?”. Pregunta que enseguida revela su intencionalidad retórica, pero que le da pie a Gacougnol para decirle: “Una obra de arte pretendidamente religiosa que no hace brotar la plegaria es tan monstruosa como una bella mujer que no excitase a nadie”. La premisa de la que ambos parten, por cierto, es que todo habría comenzado a irse al diablo con el Renacimiento. Y es en esa circunstancia en que los impíos triunfan donde para Bloy se sitúa el fin de la historia. Donde el arte sufre su pérdida del aura.
“Yo intervengo para formular unas maldiciones precisas contra toda música que no tenga como único objeto inmediato alabar a Dios”, apunta en una entrada del diario, refiriéndose a una discusión que se da al final de una cena, y dejando en claro su peculiar posición sobre el arte. Al igual que esos imagineros medievales que, avizorándose muertos, incluían una exhortación, al pie de sus cuadros, para que quien los contemplase rezara por ellos, así León Bloy aspira a que su literatura nos toque el corazón y nos convierta. Porque el arte puede ser una forma de redención, después de todo. El estaba convencido de ello. Un arte que nos incitara, otra vez, a santiguarnos. Hay allí un designio cuanto menos tierno.
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