Domingo, 13 de abril de 2008 | Hoy
MCEWAN
Hubo un tiempo en que los jóvenes querían ser adultos de una buena vez. Y para eso había que planear el futuro y romper el tabú del sexo. En su nueva novela, Ian McEwan viajó a los incipientes años ’60 para narrar la historia de una lejana e inolvidable noche de bodas.
Por Juan Pablo Bertazza
Chesil Beach
Ian McEwan
Anagrama
184 páginas
¿Cómo hace Ian McEwan? En un momento de la literatura marcado a fuego por una homogeneidad que tiene que ver con la búsqueda escéptica, con la experimentación resignada, el humor y el gesto, con algo que, en definitiva, no tiene que ver estrictamente con la literatura, él es uno de los pocos escritores cuyas líneas podrían reconocerse a millas de distancia, esparciendo siempre una estela clásica que nunca –y tan lejos está de eso– lo vuelve anticuado. Chesil Beach llega para susurrarnos al oído que McEwan es, además de un maestro de la forma –algo evidente para los lectores de Expiación, Sábado o los relatos de Primer amor, últimos ritos– también un experto en algo para nada menor: la elección de la materia prima que dará alimento a tramas y fábula.
Chesil Beach se acurruca entre las sábanas de la noche de bodas, en los primeros años de la década del sesenta, de Florence y Edward, una pareja reprimida y acomplejada por fantasmas familiares, ansiosa por alcanzar la adultez –así como ahora toda ansiedad radica en no abandonar la juventud– y sin palabras con las que poder hablar de sexo, en el sentido más abarcador que pueda darse a esa palabra. Suspendiendo prácticamente todo el relato en ese instante tan tenso como cúlmine, cada retraimiento toma forma de microscópicas descripciones –el espasmo muscular provocado por un pulgar rozando un pelo púbico extraviado–. Sin flashforwards, McEwan recrea los escenarios históricos y hasta musicales –los primeros, incipientes sixties que pronto iban a quedar demasiado identificados con los viejos tiempos, destruidos por lo que luego sería una irreversible y acelerada revolución cultural. Eran tiempos en que los pedidos de matrimonio escondían, en realidad, la autorización escrita a revolcarse en una cama. Y McEwan sitúa en esos años el “al fin solos” de dos personas que nada saben de intimidad: un licenciado en Historia obsesionado por ritos y personajes tapados de la Edad Media, y una violinista que sueña con tocar el quinteto de Mozart en el Wigmore Hall. Y vaya si no están solos. Tal vez sea esta la novela de McEwan en la que hay mayor protagonismo del paisaje, del entorno. No sólo el canto acumulado, la luna y la marea prenuncian los torpes intentos eróticos de los recién casados sino que también la playa en su conjunto y especialmente esa inescrutable línea del horizonte que hipnotiza a los visitantes del mar de cualquier época –estupendamente capturada en la cubierta del libro– sirve como motivo perfecto de aquellos momentos en que el futuro no se inmiscuye por ningún lado, y que un personaje de su novela Niños en el tiempo creía distintivo de la infancia (“Para los niños, la infancia es intemporal. Sólo experimentan el día de hoy y cuando dicen cuando sea grande hay siempre un punto de incredulidad; ¿cómo podrían ser algo diferente de lo que son?”) Se podría agregar, además, la astucia de McEwan para hablar del presente quedándose exclusivamente en el pasado, se podría decodificar una supuesta tesis intergeneracional –la playa de Chesil Beach reúne rocas de distintas eras geológicas– acerca de que aparentes libertades no son más que represiones y carencias afectivas mal curadas. Pero, al fin y al cabo, no importa tanto reconocer las trampas de McEwan como sí hablar del placer que generan. Aprovechándose de la conmoción generada por ese final/cesura en que Florence y Edward invaden nuestra sangre como virus indelebles, McEwan es capaz de agregar con descaro en una breve noticia final que “el hotel de Edward y Florence –casi a dos kilómetros al sur de Abbotsbury, Dorset, que ocupa una posición elevada en un campo, detrás del aparcamiento de la playa– no existe”.
Como si su rostro amable y sagaz nos hiciera perder de vista las herramientas secretas que lo vuelven –y esta novela es otra prueba irrefutable– un taxidermista encargado de embalsamar, con toda la frialdad y precisión del mundo, el mismísimo fuego. Sagrado.
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