Domingo, 11 de mayo de 2008 | Hoy
CAPARRóS
En su nueva novela, Martín Caparrós recrea los dilemas de un ex militante revolucionario sometido a los designios de un gobierno que ha emprendido una “política de la memoria”. Con ductilidad y solidez estilística, A quien corresponda es una amarga y totalizadora reflexión sobre los ’70 y una herencia que no cesa.
Por Gabriel Lerman
A quien corresponda
Martín Caparrós
Anagrama
319 páginas
El título de esta novela es el encabezado de una posible carta a un organismo oficial, de esas cartas severas donde se expresa, se informa algo grave. Por ejemplo, una renuncia. Por ejemplo, una denuncia. A quien corresponda podría ser una de esas cartas. Y si bien no lo es, el texto está atiborrado de referencias directas y expresas sobre un estado de cosas, casi como una diatriba, una reacción a la atmósfera presente, al mundo cultural y social, a las aristas de corte personal y dramático que la refundación de una memoria colectiva, la reescritura del pasado reciente y el juzgamiento de los crímenes de la represión despiertan, abroquelan. El narrador, Carlos, también nombrado como el Colo, tiene asuntos pendientes, pesados, que señalar. Su entorno es su amante Valeria, es su amigo Juanjo, son los ex compañeros de militancia, es su mujer Estela, desaparecida en 1977. A Carlos lo acosa un “mal” que le diagnostica su médico, y lo acosa la historia primero archivada y ahora desarchivada de su joven pareja, a quien perdió después del golpe militar y con quien compartía, además del lecho, la militancia revolucionaria. Y un embarazo. Los diálogos que entablará con cada uno de ellos podrían ser lo suficientemente explícitos como para que los otros adviertan que Carlos no está bien, que a Carlos lo embarga un malestar vertical, sinuoso, de una raigambre pavorosa. Son los tiempos en que un gobierno ha metido el cuchillo en el pasado, lo ha ventilado, lo agita, y él se ve, se siente compelido a hacer algo con un pasado que hace tiempo ha intentado alejar de sí. En particular, es su amigo Juanjo –con quien lo une una amistad creada bajo el mito de haber “compartido” los ’70, aunque ninguno sepa exactamente qué– quien lo “empuja” a recordar. Y Juanjo, dato central, es un encumbrado funcionario de ese gobierno.
Carlos siente una gran fobia, un rechazo por recordar. Y, además de impugnar las razones, la moral o el cumplimiento del poder actual en impulsar la “memoria”, una política de la memoria, él dice haber elaborado, haber pensado “en todo este tiempo” que su generación, lejos de ser heroica, le causó daño al país. Dice que ha leído, ha conocido datos y cifras de lo que era este país hasta los años ’60, y ha llegado a la conclusión de que antes era un país mejor, forjado por pioneros e inmigrantes que se ganaban la vida razonablemente. Por un lado, impugna a las voces del gobierno que reivindican a los desaparecidos porque ellos “lucharon por el socialismo” y no “por esto que vivimos ahora”. Pero por otro, dice que esa lucha por el socialismo estuvo equivocada por una “lista de errores que llevaría horas y horas”, pero sobre todo porque “nuestro Espantoso Error fue Sobrestimar al Gran Pueblo Argentino Salud”. Y en uno de sus diálogos imaginarios con Estela, le dice: “De verdad, nada me gustaría más que poder decirte otra cosa; decirte, más que nada, que sus muertes no fueron inútiles, pero no, no veo para qué sirvieron. ¿No es espantoso que no tenga más remedio que decirte que moriste al pedo?”.
Carlos dice que necesitó olvidar, alejarse para sobrevivir. Y que ese olvido, el único lazo posible que construyó con la desaparición de Estela y de su hijo, porque ella le había revelado poco tiempo antes su embarazo, fue la idea de la venganza. Pensaba, pensó, que lo único que haría al respecto sería, alguna vez, en algún momento, vengarse de sus asesinos. La idea de venganza, para la que Carlos se apura en confesar que se siente incapaz, es discutida ahora, nuevamente, en esta circunstancia en que Juanjo lo “empuja a recordar”, a entrevistarse con personajes siniestros que le pueden “aportar datos” sobre Estela.
Esta nueva novela de Martín Caparrós, pensada y escrita para irritar, en el mejor de los casos para la polémica, despierta una serie de preguntas adicionales. ¿Es el mismo escritor que en los años ’90 irrumpió en el campo biográfico con su monumental obra La voluntad? ¿Es el mismo que poco después, en 1998, declaró en diversas entrevistas que “había llegado la hora de olvidar los ’70”? ¿Es el mismo que señaló que manifestar por los muertos y por las víctimas era la peor herencia de la dictadura, ya que los jodidos somos los vivos y el país destrozado que emergió de ésta? Sí, lo es. Aunque Caparrós no admite que algunas preguntas se hayan desplazado y sobre todo que haya cambiado el sujeto que las formula. Porque si bien Valeria viene a representar a la “generación joven”, y es la única que pareciera intervenir en su mundo más allá de Juanjo o sus ex conmilitones ahora consumados y destemplados burgueses, su estereotipo es desolador. ¿Qué quiere saber Valeria que él no pueda contarle? ¿Qué es lo difícil de transmitir y, en todo caso, por qué ella no aceptaría que hubiese una experiencia intransferible? ¿Dónde comienza el cinismo? En esta novela, incluso, Caparrós se vuelve refractario a una posible lectura de sus crónicas de la militancia revolucionaria, esto es, el acceso a un saber, el despliegue de un relato que la salida de la dictadura había condenado a la vergüenza. Precisamente la gran etapa memorialista sobre los ’70, que surge hacia 1996 en torno del 20º aniversario del golpe, precede a la política del actual gobierno, y tuvo como sus dos ejes centrales a un actor y a un tema. El actor fueron los hijos de desaparecidos, y junto con éstos las “nuevas generaciones”. Y el tema, por cierto, fue la posibilidad de instaurar un relato que le otorgara un sentido mayor a la idea de “víctima”: esto posibilitó la aparición del “militante” y sus “voluntades”. Y el tema, a partir de allí, fue la herencia. La herencia en toda la línea, claro. Incluso en el extremo de Los rubios, de Albertina Carri, donde se problematiza, antes que nada, la posibilidad misma de dialogar con los mayores, y donde se asedia y entrevera la opción de conocer y heredar.
De un viejo tema como la “impensabilidad de la violencia” posterior a la dictadura, un clásico de Fogwill, Caparrós construye su carta grave, su “a quien corresponda”. Esta novela se recorta amargamente de la literatura reciente sobre los ’70, y ambiciona una extraña liquidación del tema.
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