Domingo, 22 de junio de 2008 | Hoy
FORD
Richard Ford –aquel escritor que empezó como el menos prometedor de los tres en una foto junto a Raymond Carver y Tobias Wolf– vuelve a su personaje Frank Bascombe para cerrar su extraordinaria trilogía de novelas en feriado: la pascual El periodista deportivo (1986), Día de la Independencia (1995) y ahora Acción de Gracias, donde la mediana edad ya vislumbra el final, respira hondo y sigue adelante.
Por Rodrigo Fresán
Acción de Gracias
Richard Ford
traducción de Benito Gómez Ibáñez
Anagrama
Barcelona, 2008
734 páginas
Acción de Gracias es una novela más real que realista. Me explico: a mi entender hay pocas cosas más irreales que la novela realista. Ese perfecto orden en capítulos, ese fluir de constante ocurrencia, ese perfecto ritmo y administración del tempo dramático que caracteriza a la producción novelística del siglo XIX y a buena parte de la del siglo XX en realidad –valga la redundancia– no hace otra cosa que destilar el perfume más concentrado y medular de la no-ficción que nos rodea para así convertirlo en una buena ficción.
En cambio, las aspiraciones de la novela real –no hay muchas, no son fáciles de leer y de escribir– son muy diferentes.
La novela real no manipula ni potencia ni recorta. La novela real –que conoce muchos modales y variantes y que incluye tanto al Ulises de James Joyce como al Frog de Stephen Dixon– hace de la realidad su tema y la deshace entregándosela a un personaje para que haga con ella lo que mejor le plazca. (La aplicación de todo esto a la nueva edad de oro que parece vivir y sintonizar la televisión de nuestros días y noches descubriría que Los Soprano es realista mientras que The Wire es real. House y 24, en cambio, transcurren en otro planeta muy parecido al nuestro pero...). Y continuando con estos parámetros televisivos podría afirmarse que Acción de Gracias –como Seinfeld– se propone y consigue “tratar sobre nada” para, desde ahí, ocuparse y abarcarlo todo. En resumen: lo real es lo verdadero. Lo realista es, apenas, verosímil.
Y aquí viene otra vez Frank Bascombe: el extraño y muy personal y tan real héroe de Richard Ford quien, seamos sinceros, jamás imaginamos, a partir de sus primeros libros y aquella equívoca foto junto a Raymond Carver y Tobias Wolf, que acabaría escribiendo así a un personaje así. Frank Bascombe como alguien que, en principio, parece derivar de los supuestamente “hombres felices” y wasp de John Cheever y Richard Yates pero que no por eso se priva de sintonizar con el solipsismo decididamente jewish de los “héroes” de Saul Bellow. Así, Frank Bascombe y sus circunstancias están presentadas combinando magistralmente la percepción histórica y pop del externo Harry “Conejo” Angstrom de John Updike y el sinuoso y libre flujo de inconsciencia del interno Moses Herzog. Y también –se me ocurre ahora, para reconocer y añadir a la mezcla la cualidad y condición sureña de Ford– el fluctuante Binx Bolling en la perfecta y parsimoniosa El cinéfilo de Walker Percy (escribo esto y leo una entrevista en la que Ford reconoce su deuda con Percy & Bollinx) y al retorcido oficinista familiar de ese clásico secreto que es Something Happened de Joseph Heller.
Así, lo que le preocupa a Ford en su Trilogía Bascombe –y lo que ha conseguido como muy pocos lo lograron en la historia de las letras norteamericanas– es una determinada voz, una particular manera de pensar y una peculiar forma de moverse a lo largo y ancho del paisaje mínimo de un mundo real durante un puñado de días con el peso y la intensidad de eternidades. Un manera de contar que nos va envolviendo hasta que, de pronto y casi sin que nos hayamos dado cuenta (no es raro que John Banville –maestro de la singular primera persona posesiva– sea un admirador confeso de las novelas de este personaje) el lector se ha convertido en Bascombe.
Releídas desde el aquí y ahora, las dos primeras novelas/feriados protagonizadas por Frank Bascombe (la pascual El periodista deportivo de 1986 y Día de la Independencia de 1995) junto a esta Acción de Gracias, ofrecen al lector la rara oportunidad de contemplar en otro y percibir en carne propia no sólo el paso del tiempo histórico y físico sino el modo en que un personaje va creciendo hasta ser persona y, con la voracidad creciente de quien sabe que el crepúsculo está cada vez más cerca, va masticando con gozo entrópico a todo lo que le rodea.
“Lo que a mí me interesa es escribir claramente sobre cosas difíciles de comprender”, dijo Ford en una entrevista. Y no es una afirmación casual. De hecho, es algo que suena a advertencia. Porque –digámoslo– Acción de Gracias seguramente no ha sido una novela fácil de escribir y no es, seguro, una novela fácil de leer. Acción de Gracias (traducción astuta para destacar el hecho que aquí también, otra vez, una nueva jornada en rojo en el almanaque, el más que históricamente ambiguo Día de Acción de Gracias, funciona como la excusa para un profundo trabajo mental; el original The Lay of the Land podría haberse vertido como La composición del terreno aludiendo tanto a un espíritu curioso como, de paso, a las actividades inmobiliarias de Bascombe, alguien que alguna vez soñó con ser novelista) es algo que exige un lector exigente y está bien que así sea. Una forma de narrar que impone sus propias reglas yendo de A a B sin por eso tener que privarse, antes, de darse un paseíto por Z. Alguien dirá que poco y nada ocurre en Acción de Gracias. A lo que –insisto, otra vez, lo del principio– corresponderá contestarle: lo siento, amigo, así es lo real. Así es la realidad. Lo realista es otra cosa y, ya que estamos en tema, ¿qué ha pasado en tu vida últimamente? La respuesta es: lo que le pasó y le pasa a Frank Bascombe. Es decir: la arriesgada espectacularidad de lo rutinario contemplado, si hay suerte y audacia, con implacables ojos de rayos X.
Así que Bascombe vuelve. Cincuenta y cinco de edad, un tanto más gruñón que antes, sobreviviente de un segundo matrimonio y de un cáncer de próstata, habitante del barrio residencial de Sea-Clift (otra vez en New Jersey) y adentrándose en lo que ha denominado como “El Período Permanente”: tiempos en los que se cree (aunque no sea cierto) que ya nada importante podrá ser modificado en lo personal mientras que en lo público, otoño del 2000, nadie tiene la menor idea de quién acabará siendo el próximo presidente de los Estados Unidos y mucho menos de lo que ocurrirá el 11 de septiembre del 2001, aunque Bascombe sospeche que algo extraño se avecina. Y –ex esposas siempre cercanas, hijos mayores y disfuncionales, el sólido fantasma de un hijo muerto a los nueve años y un socio budista y republicano– la familia, bien, gracias, de nada.
Y no estará nada mal tener todas las novelas de Frank Bascombe (porque ya son más de Frank Bascombe que de Richard Ford del mismo modo en que Tom Swayer está por encima de Mark Twain o Nathan Zuckerman se ha impuesto a Philip Roth) juntas y en un tomo de The Library of America o de la Everyman’s Library. La Trilogía Bascombe ya es, sí, uno de esos artefactos históricos en el sentido más amplio de la palabra: ficciones perfectas que ayudan a comprender mejor las imperfectas no-ficciones que las inspiraron. De este modo, los Estados Unidos como paradisíaca zona de desastre son aquí uno de los personajes más importantes del asunto trascendiendo su condición natural de escenario final y definitivo, de luminoso agujero negro que aquí se devora a sí mismo. Pero –contrario a lo que ya ha anunciado Ford, la tentación tiene que ser muy grande, espero– nada cuesta fantasear con una cuarta y última entrega que nos devuelva a este filósofo sin discípulos recorriendo dentro de unos años las carreteras y caminos suburbanos de New Jersey, en otra road novel de pocos kilómetros pero largas distancias, cuando la guerra haya terminado para que así pueda comenzar una nueva guerra. ¿Día de los veteranos? Ya veremos... Mientras tanto y hasta entonces, entrar en el perfecto capítulo inicial en el que Bascombe se pregunta si está “preparado para reunirse con su hacedor” y se responde “Pues no, mire usted. Me parece que no. Todavía no”. Tal es el privilegio de los verdaderamente grandes –creadores y criaturas– de las letras quienes, a la hora del final, luego de que los acontecimientos se hayan precipitado (un poco), descubren que nada termina del todo. “Es únicamente, sin duda, a escala humana, con el ancho del mundo extendido a tus pies, donde el Siguiente Nivel de la vida ofrece sus ventajas y recompensas... Un choque, un rugido, un fuerte impulso hacia adelante, hacia la vida otra vez, y entonces reanudamos nuestra escala humana sobre la tierra”, remata, acaso más sabio pero –de eso trata y se trata– un tanto inconcluso, Frank Bascombe en las últimas páginas de Acción de Gracias.
Llegar es seguir.
Así es lo real.
Allá vamos otra vez.
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