Domingo, 4 de enero de 2009 | Hoy
El último 9 de octubre, Jean Marie Gustave Le Clézio llegó a la gloria literaria al obtener el Premio Nobel. Muchos en el mundo se sorprendieron, y aun se preguntaban quién es este autor. Entonces se encontraron con un maduro caballero de infinita elegancia y una extensa obra marcada por el multiculturalismo, la fiebre de los viajes y el afán por conocer nuevos horizontes. Al calor del gran premio, sus libros empezaron a aparecer en nuestras costas. Aquí ofrecemos un perfil de Le Clézio y una introducción a las obras más significativas que por estos días pueden conseguirse en las librerías del país.
Por Juan Pablo Bertazza
Centésimo quinto autor premiado, nonagésimo sexto hombre, decimocuarto francés, segundo en saber maya (el otro había sido Miguel Angel Asturias) y el primero, tal vez, en tener un aire de actor nouvelle vague tan marcado que, cuando lo eligieron en la revista Lire como el mejor escritor francés vivo, le preguntaron si no había desplazado a Modiano, Julien Green, Jean d’Ormesson y Julien Gracq un poco por su aspecto físico. “Eso no quiere decir nada pero, efectivamente, el físico puede contar”, respondió. El Premio Nobel concedido en 2008 a J.M.G. Le Clézio constituyó, sobre todo, una gran sorpresa: unos días antes del anuncio, los que buscaron en Google Noticias la nómina de los candidatos al Nobel pudieron detectar en la web de un periódico español el nombre del futuro ganador perdido entre los candidatos de más peso y curiosamente presentado como “Jean Marie Le Clézio, una escritora francesa que empezó a sonar con un poco más de fuerza”.
Hasta el jueves 9 de octubre de 2008, justamente, Le Clézio era en gran parte del mundo un escritor raro, es decir, casi un desconocido. Mientras que en Francia era un escritor rare, es decir, poco frecuente y, sobre todo, muy misterioso: a pesar de haber contado con importantes reconocimientos en ese país –ganó el Renaudot con sólo 23 años por su primera novela édita Le procès verbal (El atestado, 1963), el premio Paul Morand en 1980 por Desierto y, ahí va de nuevo, fue elegido en una encuesta de la revista Lire de 1994 como el más importante escritor francés vivo–, Le Clézio siempre les escapó a las costumbres intelectuales francesas tan adeptas a grupetes, cócteles y apariciones en TV. Lo cual no significa que sea un escritor indiscutible ni mucho menos pero sí que cuenta con una obra fuera de lo común, que se sostiene por sí sola, lo cual hoy por hoy no es poco.
Al respecto hay algo que lo distingue de lo que se suele asociar con la idea de escritor: mientras muchos simulan hablar de todo cuando en realidad hablan de sí mismos, la obra de Le Clézio, por el contrario, parte de su biografía para escapar de ella y, finalmente, hablar de un abuelo, su padre o quien sea con ánimo de universalidad. Mucho tiene que ver, seguramente, su impresionante bagaje cultural pre internet, que va de lo libresco a la botánica pasando por todo lo que se puede aprender en una vida a condición de dormir muy poco (cabe aclarar que Le Clézio sufrió toda su vida de insomnio). En cuanto a su estilo, si bien es cierto que es muy inestable, tiene un marcado realismo que siempre esconde algo mágico y, sobre todo, el don de recolectar la poesía del mundo sin hacer uso de frases poéticas ni palabras sospechosamente literarias.
Jean Marie Gustave Le Clézio nació el 13 de abril de 1940 en Niza, proveniente de una familia que, en el siglo XVIII, emigró a Isla Mauricio, donde el autor pasó los primeros años de su infancia y a la que considera su verdadera patria dentro de su naturaleza nómada. Luego esa familia atravesaría una diáspora entre Nigeria (su padre), Trinidad y Tobago (su tío) y París (su abuelo materno). En bretón, Le Clézio significa “les enclos” (“los cercados”), algo bastante paradójico para un hijo de un inglés y una bretona que, antes de recibirse de licenciado en Letras y de que le robaran la única copia de su tesis sobre Lautréamont en el aeropuerto de Albuquerque, quedó fascinado de chico con El libro de las maravillas de Marco Polo, a los ocho años viajó a Nigeria para conocer a su padre, provocó un escándalo al denunciar la prostitución infantil de Tailandia en una entrevista con Le Figaro luego de haber viajado a ese país, se volvió adicto a la ciudad de México y lo demostró por escrito en una novela que cuenta el amor entre Frida Kahlo y Diego Rivera y, sobre todo, en su brillante El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido (1988), fue definido por la Academia Sueca, justamente, como escritor de la ruptura, y hasta es tomado por Deleuze como ejemplo de lo que él llama, en su Abécédaire, los viajes inmóviles. Paradójico el significado de su nombre, en definitiva, si tenemos en cuenta que tan sólo para presentar sucintamente su vida hace estricta falta un planisferio.
El Nobel 2008 será recordado, entre otras cosas, por lo que dijo Horace Engdahl, secretario permanente de la Academia Sueca, días antes de la entrega: “la literatura norteamericana es incapaz de participar en el gran diálogo de la literatura”. Sin embargo, en varias oportunidades, Le Clézio confesó que su primer libro lo escribió bajo influencia de J. D. Salinger, a tal punto que, por entonces, empezó a hacer otra novela –con un guiño a Albonico y Daisy, personajes del escritor oculto– que nunca terminó pero fue absorbida por El atestado. Sobre el autor que la semana pasada cumplió 90 años, Le Clézio maneja una sorprendente hipótesis de lectura: “Yo pensaba que Salinger tenía una línea directriz que era el budismo zen, que sobre ese tema él hacía evolucionar sus personajes y construir su obra. Creo que todos sus relatos muestran algo de eso y, sobre todo, la adaptación del mundo neoyorquino al budismo zen, el mundo de la infancia así abordado no es otra cosa que una metáfora de ese encantamiento absoluto”. Por su parte, ya una vez enterado del Nobel, en una conferencia de prensa bajo la mirada del mundo, se animó a responderle a un periodista que le preguntaba si había entre los autores norteamericanos quien se mereciera ese mismo premio: “Sí, seguramente. La literatura norteamericana es muy atípica. Al contrario de la francesa, no tiene un centro. Emana de todo tipo de estados y escritores que son muy distintos y están lo suficientemente lejos unos de otros. Por eso no creo que pueda hablarse de la literatura norteamericana sino que es necesario distinguir porque se trata de una literatura multiforme”.
En cuanto a la recepción del Nobel por parte de los críticos, las aguas estuvieron bastante divididas, más allá de cierta indiferencia rencorosa de algunos medios norteamericanos. Sin duda, una de las críticas más llamativas fue, como decíamos, la del chileno Camilo Marks, que salió a decir que Le Clézio es “una lata, como todos los escritores franceses del Noveau Roman y de esa época, y será olvidado en dos años”.
Lo cierto es que Le Clézio es de esos escritores que parecen adelantarse varios años a las críticas que les hacen los que no lo leyeron nunca. Muchos le endilgan el aburrimiento característico del Nouveau Roman, movimiento del que aun cuando pueda compartir algunos rasgos, Le Clézio se cansó de negar no sólo su influencia sino también que le interese como lector. Pero la más absurda de todas las críticas es la que le reprocha bastardear la literatura usándola como un mero medio para expresar sus ideas políticas sobre el colonialismo y los aborígenes (universo al que admira pero jamás trató en términos idílicos), lo cual es desmentido en sus propias novelas (muchas de las cuales son lo suficientemente opacas para sostener ese argumento) y, otra vez, en diversas entrevistas en las que aclaró estar en contra de la literatura de tesis, y en una de las cuales hilvanó una frase preciosa: “Creo que los escritores no están para salvar el mundo sino para sufrirlo”.
La cuarentena
Tusquets
358 páginas
Entre los libros editados en nuestro país de Le Clézio, La cuarentena tal vez sea el mejor. Y viene a legitimar un poco aquello de la lectura como esfuerzo: si bien después de empezado el libro se vuelve un tanto disperso, una vez que se le encuentra el tono, que se lo habita, resulta excepcional. Uno de los últimos descendientes de la sinarquía que constituye la estirpe de los Archambau (que “de jóvenes, parecen viejos, y cuanto más viejos son, más rejuvenecen”) vuelve a su patria de Isla Mauricio para investigar, reconstruir o tantear un poquito el itinerario realizado por su abuelo Jacques, su esposa Suzanne –que quería convertirse en la Florence Nightingale de Isla Mauricio– y su hermano León, que habían sufrido un verdadero calvario durante el trayecto a la isla a causa de la cuarentena que se inició a raíz de un par de casos de cólera en su barco. Esa especie de Purgatorio (“esto es terreno neutral, una isla desierta”) antes de ingresar al supuesto paraíso de la isla Mauricio constituirá una especie de Odisea sin Itaca y con una Penélope a bordo pero casi muerta de cólera. Los dos viajes y los dos personajes que comparten nombre intergeneracional –Léon– sugieren una mezcla que tendrá como gran protagonista al mar: si bien los diversos narradores están identificados como repulgues de empanadas por distintos márgenes, inventarios de plantas y formato de diario, las distintas sociedades, el tiempo y los paisajes parecen fundirse en una gran ola.
La cuarentena les viene bien a quienes reducen la obra de Le Clézio a su corrección política. Y si es verdad que la historia denuncia el colonialismo, enamorándose de Suryavati –una india que lo unta con cenizas de muertos, le enseña estrellas, plantas, pájaros y leyendas–, León no sólo comete el terrible pecado de la corrección política sino que también deja a los suyos, abandona a su hermano y su esposa, que están muertos de tanto temerle a la muerte. Justamente esa mezcla de vida y muerte es lo que le inspira a Léon un amor que (además de hacer acordar un poco a “Historia del guerrero y la cautiva”) conjuga lo poético, lo erótico y un arrebato a la Rimbaud, personaje que va apareciendo en diversos momentos siempre ligado a la figura de Léon y al que, efectivamente, conocieron los antepasados de Le Clézio.
El pez dorado
Tusquets
231 páginas
“Era un cuento que no iba a tener más de quince páginas como mucho y que se transformó, aun cuando traté de evitarlo, en una novela. No pude hacer nada: los capítulos que yo ni siquiera había previsto empezaron a escribirse solos. Y no estoy hablando de los personajes sino del relato mismo, me pregunto si no se trata de algo parecido a una invasión microbiana”, dijo alguna vez Le Clézio de esta novela relativamente nueva. El pez dorado (1997) es una aconsejable vía de acceso a las temáticas características de Le Clézio: el nomadismo, los viajes y la errancia, el colonialismo, la convivencia o no entre distintas culturas y sociedades, ahora en un amplísimo itinerario que va desde un campamento africano hasta París, pasando por Boston. Como sucede con otros de sus libros, el epígrafe es, en este caso, un proverbio náhuatl que dice mucho de la obra: “Oh, pez, pececillo dorado, ¡ten mucho cuidado! Son muchas las redes y trampas que te tiende este mundo”. Laila, una niña marroquí, es raptada a los seis años y criada por una mujer mayor, Lalla Asma, que se transformará en su abuela. A lo largo de su vida, Laila –que siempre se está escapando de todos lados, salvo de los sitios de los que podría irse fácilmente– no sólo irá llamando la atención tanto de hombres como de mujeres, sino que también va despertando en los otros un incontrolable deseo de propiedad, que se materializa en el hecho de que siempre quieren encerrarla con llave.
La llaneza que, en la primera parte del libro, muestran casi todos los personajes le da a la novela un delicioso aire de cuento infantil: “Vivía como un animalito doméstico, me parecía bien todo lo que me gustaba y halagaba, y mal todo lo que era peligroso y me daba miedo, como Abel, que me miraba como si quisiera comerme, o como Zohra, que hacía que la policía me buscara diciendo que yo había robado a su suegra”. Esos atractivos lugares comunes van tomando mayor significado hacia el final de esta novela con estructura circular, cuando la protagonista aprende a no fiarse de las apariencias excepto por un viejo en quien sí confía: El Hadj Mafobe, que sugestivamente la confunde con su nieta perdida. Entre los diversos modelos literarios de este libro puede rastrearse El lazarillo de Tormes en lo que hace a la astucia que va desplegando Laila para ganarse el pan de cada día entre sus diversos amos/jefes/criadores, y tal vez el aspecto iniciático de Jane Eyre.
Viaje a Rodrigues
Norma
125 páginas
Cuando, en 1980, Le Clézio estaba por cumplir los cuarenta años, se le ocurrió una idea más obsesiva que disparatada: reescribir todos los libros que hasta entonces había publicado. Si bien el proyecto no fue llevado a cabo, sí dejó ciertas marcas en su obra compuesta de casi cincuenta novelas, y plagada de recurrencias, simetrías y reescrituras. Viaje a Rodrigues (1986) constituye además de una saga de El buscador de oro (1985), el germen, un boceto, un adelanto, la versión simplificada de La cuarentena en lo que hace a estilo, extensión y el uso de diversos narradores a partir de una especie de diario de viaje. También acá predomina el uso de imágenes que van de lo onírico a lo sensual non-stop. Otra vez, un hombre viaja para buscar no sé sabe bien qué de un abuelo, una persona mitad geómetra, mitad agrimensor que a principios del siglo XX dejó su familia y su destino para buscar el enigmático tesoro escondido por un corsario inglés que no se sabe si existe o es fruto de su imaginación. Historia inspirada en la biografía del escritor, parece que ya de grande Le Clézio tuvo acceso a un cofre que había guardado su padre con cartas, documentos codificados y crípticos de su abuelo en torno de un tesoro, algunos de los cuales se incluyen en este libro.
Claro que el escenario principal es ahora la pobre, ancestral y como detenida en el tiempo isla Rodrigues, una de las macareñas dependiente de Mauricio, “donde la vida de un insecto y de una planta es ya un milagro”. Justamente en una entrevista concedida a Le Magazin-Littéraire el Nobel explicó: “Cuando llegué a Rodrigues, me impresionó enseguida porque es una roca en el medio del mar. Un islote desierto, sin playa, con muros que caen al mar y que no tienen nada agradable. Es un sitio infinitamente salvaje, un lugar que no fue hecho para el hombre”.
Le Clézio relata, en todo su esplendor, el fracaso y la paradoja de quienes hacen todo lo posible por conocer a los enigmáticos antepasados que constituyen gran parte de lo que son ellos mismos: “La idea de mi supervivencia en mi posteridad no me conmueve demasiado. El porvenir, ese irritante enigma, me aburre. Pero elegir el propio pasado, dejarse flotar en el tiempo ya transcurrido como levantado por una ola, tocar en el fondo de uno mismo el secreto de quienes nos han engendrado: eso es lo que permite soñar, lo que da paso a otra vida, a un flujo refrescante”.
El diluvio
Seix Barral
316 páginas
Casi como cuando se quiere ver un DVD formateado para una región que no es la propia. Cuente o no, ésa es la primera impresión que se tiene al leer las primeras páginas de otra de las grandes obras de Le Clézio. Como si se estuviera transitando el laberinto del Minotauro sin hilo de Ariadna, como una superficie lisa de la cual no hay nada para sostenerse. Descripciones abstractas, plagadas de colores, tonos musicales, movimientos diversos y la recurrencia de una ventana alta y una bicicleta que sustituyen a los personajes humanos. Hasta un gráfico injertado en el libro y lleno de cruces, como si se tratara de un cementerio en el que descansan, y no precisamente en paz, palabras y conceptos como “butaca”, “mano”, “sol”, “montaña”, “agua”, “pescado”. La calma que sigue a ese huracán de signos empieza cuando se nos cuenta, en términos un poco más tradicionales, la ¿historia? de François Besson.
Publicada en 1966, El diluvio constituye uno de los grandes volantazos en la obra de Le Clézio: si la mayoría de sus libros transcurren en paisajes abiertos donde los traslados y los diversos fenómenos naturales muchas veces tienen más poder que los propios personajes, esta novela asfixiante que muchos críticos ligaron a El extranjero de Albert Camus no se sale de las cuatro paredes de una ciudad que vendría a representar por la negativa la admiración de Le Clézio por las culturas y formas de vida milenarias vinculadas con el conocimiento práctico y la convivencia con la naturaleza. En este caso, el pobre itinerario de Besson no marca otra cosa que el crack-up de una civilización occidental contado de todas las maneras posibles, como cuando Besson abre un cajón y se encuentra con una especie de aleph del consumismo: “pañuelos sucios, calcetines sucios, agendas, gafas de sol con los cristales rotos, hojas de afeitar, pistola de juguete, trozos de tiza manchados de tinta, tarjetas postales, cajas de cerillas italianas, paquete de cigarrillos La nueva Habana, papeles y cartones de toda especie, formulario de inscripción de Air France para su correo de steward sobre las grandes líneas, fragmento de espejo, diccionario inglés-francés y francés-inglés-, imán, fotografía de él mismo en una calle de Londres bajo la nieve, rollo de cinta adhesiva y tijeras sin punta, pasaporte, botones de puño de camisa, pulsera de reloj sin reloj, llavero sin llaves, tubo de dentífrico sin cepillo”.
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