Domingo, 15 de febrero de 2009 | Hoy
Por Angel Berlanga
–El primer recuerdo infantil que tengo es cuando mi madre me alza en brazos ante el ataúd de mi abuelo y me dice: tenés que besarlo. En esa medida sí, es autobiográfico. Yo recuerdo ese momento con imborrable espanto. Sobre todo porque ese contacto fue el hielo de la muerte. Ya no me acuerdo, casi, de ese libro. Debería volver a leerlo.
Eso está en el otro extremo de la memoria de Tomás Eloy Martínez, pero sin duda, y lo irá desgranando a lo largo de la entrevista, tiene puntos de contacto con los temas que abundan en sus textos, literatura, periodismo, sus mixturas. Tiene que ver, por caso, con los flamantes ejemplares de Lugar común la muerte que acaban de llegarle desde la editorial y que examina, satisfecho, en su departamento de la avenida Pueyrredón. Ese libro y Las vidas del general son el punto de partida para la reedición de su obra, que desde este mes puso en marcha Alfaguara y que tendrá su continuidad en abril con El vuelo de la reina y La novela de Perón.
Hace unos días presentó Purgatorio, su última novela, en Madrid; dentro de unos días viajará a Nueva Jersey para retomar las clases de literatura que da en la Universidad de Rutgers desde 1991. Ahora, instalado cómodamente sobre un sillón de funda blanca, toma café. El combustible de la máquina, dice.
“Ejercicios donde mezclé por primera vez las aguas de la literatura y del periodismo”, anota en el prólogo actualizado de Lugar común... El volumen se editó por primera vez en Caracas, en 1979, durante su exilio, e incluía textos publicados en diversos diarios y revistas sobre Rosas, Perón, Martínez Estrada, Macedonio, Felisberto, entre otros; en la reedición de 1998 sumó retratos sobre José Bianco y Manuel Puig; en ésta, los de José Lezama Lima y Augusto Roa Bastos. El tema aglutinante, como dice el título, es la muerte, sus vísperas. El libro es una buena puerta de entrada a su obra. “Cuando algo aparece en un diario y tiene el disfraz o la apariencia de relato real, aunque sea totalmente imaginario es tomado por la gente como algo real –dice–. Con Lugar común queda demostrado de modo muy palpable cómo el medio es el mensaje. Hay un relato que se llama “El cónsul”, que es la historia de Ramos Sucre, cuyo suicidio imaginé por completo, pero a partir de datos, huellas que había dejado en su poesía y su correspondencia. Como no quería ver su cuerpo maltrecho, deduje que usaría un veneno o un somnífero. La familia me llamó, después: “Este era un secreto muy guardado, ¿cómo lo supo?”. Deducción de periodista, simplemente. Cuesta creer que la lectura atenta de ciertos datos reconstruye la realidad, por más que el protagonista haya tratado de cerrar caminos o poner trampas”.
“Durante mucho tiempo se preguntó el lector común qué es verdad y qué mentira en Santa Evita y en La novela de Perón –dice TEM–. Al invertir los términos del llamado nuevo periodismo, que escribe como ficción datos reales, y utilizar con las herramientas del periodismo datos imaginarios, se dieron por ciertos muchos elementos que eran ficticios. La novela, en general, es eso: la expansión o la transfiguración de datos reales. En otro de mis libros, Ficciones verdaderas, aludo a recortes de prensa a partir de los que nacen libros: yo no sabía, por ejemplo, que Bodas de sangre salió de un artículo que leyó García Lorca. Hay casos más notables, como La guerra del fin del mundo, que proviene de Los sertones de Euclides da Cunha. Madame Bovary sale de un texto de un diario. La mayoría de los novelistas que conozco, aun los más imaginativos, hacen un pequeño trabajo de investigación previo. En los diarios de Kafka, y sobre todo en la Carta al padre, se ve que la mayor parte de sus obras nace de esos elementos: la experiencia de la relación con su padre asume forma de carta y forma de novela. La vida cotidiana dicta símbolos, hay que prestarles atención, saber oírlos, leerlos.”
Nació en Tucumán el 16 de julio de 1934. “En la calle San Juan 448”, precisa, en una casa que hace rato no está. “Fue una infancia muy solitaria”, dice. El mayor de cuatro hermanos; se encerraba mucho a leer, le encantaba ir al cine, cuenta. Que le contaran historias. “Cada vez que había un duelo en la familia, y los había con frecuencia, no me dejaban oír música ni ir al cine, y eso era como una crueldad para mí”, dice. Suele evocar que empezó a escribir a los once años tras un cuelgue y un castigo: se quedó obnubilado por una chica flaquita con unas alas de mariposa que, sobre un caballo blanco, vio en la arena de un circo; cuando llegó a casa, sus padres ya lo habían buscado en las comisarías y los hospitales. Lo condenaron a un mes sin libros ni cine. “No me pegaban, me infligían castigos peores que los golpes físicos”, dice. “Ya que no puedo oír historias, me las voy a contar a mí mismo”, se dijo aquel chico, y empezó a armárselas con lo que tenía alrededor, los paisajes exóticos de las estampillas de un vecino por las que se metía a contar sus vivencias. Cuando le preguntaban qué hacía ahí, el chico decía: “Es que tengo unos padres muy malvados y estoy huyendo de ellos, espero que ustedes me den cobijo”. Su madre lo leyó y le dijo al padre que sería mejor levantar la penitencia: “Lo que está haciendo Tomás es terrible”. “Entonces descubrí que la imaginación tenía poder para arrancarte de los castigos, para salir de la grisura y encontrar otras formas de vida –dice TEM, la voz más pausada–. Descubrí que la escritura tenía un poder. Y ya no dejé de escribir.”
“Escribía poemas malísimos, de coyuntura, adolescentes, pero me dieron un premio, 1500 pesos de esa época, que era mucha plata –evoca–. Y luego en otro, de cuentos, también gané un premio similar. ¿Qué hice con ese dinero? Liberarme de mis padres y venir desde Tucumán a Buenos Aires, en un tren lleno de polvo, a visitar poetas con los que tenía correspondencia: Edgar Bailey, Mario Trejo, Rodolfo Alonso. Y con Roa Bastos, de quien me hice muy amigo.” Eso fue a los 17; a los 21 se instaló en Capital: hacía crítica de cine y teatro en La Nación. “Y crónicas de todo tipo –agrega–: mi mujer descubrió el otro día unos textos largos que escribí sobre Arlt, Silvina Ocampo y Macedonio. Era un muchacho entrometido y curioso.”
–Tucumán es un lugar de una extrema religiosidad, de una ortodoxia católica absoluta: esa obediencia me sublevaba. Hay un relato blasfemo que publiqué en alguna parte y que mi madre leyó: tres chicos van a robar la alcancía de una iglesia, porque han visto que se ha recaudado mucho dinero. Y uno se entusiasma, de repente, con una figurita de la virgen, vestida con su largo manto, corona y demás. Entonces siente curiosidad, mete la mano debajo del manto y la toca. Pero enseguida, horrorizado por su acto, retira la mano y la estatuita le dice: “No la saques tan pronto, hijo, porque hace dos mil años que no sentía ese placer”. Bueno, mi madre se espantó y mandó a decir misas durante un mes por la salvación de mi alma. Toda imposición le resta a la literatura aquello que tiene de precioso: la libertad. Si hay una única condición para lo literario, ésa es imaginar en libertad.
–Así es. Bueno, eso tiene que ver con mi infancia oprimida. La patria de todo escritor es la infancia, y la otra patria es la lengua, son dos las patrias que se juntan. El deber ser, la opresión, el autoritarismo familiar: en esa atmósfera, en esa placenta, crecí. Y, además, siempre buscando formas de salir de ahí. El mundo de la provincia argentina, del cual zafan muy bien Tizón y otros escritores, como Di Benedetto, Juan José Hernández o Daniel Moyano. El único modo de salir de eso es la transgresión. Tanto en periodismo como en literatura quise ser siempre un transgresor, mirar desde aquellos elementos que no fueran el lugar común. A partir de la escritura me constituyo como ser, soy la persona que soy, me reconozco. Creo, del mismo modo, que una necesidad de la novela es expandirse, salir de los límites habituales, apelar a recursos no usuales; no seguir a Joyce, o a Proust, que ya hicieron sus caminos, sino ver qué otros caminos, relacionados con tu propio ser o naturaleza, pueden abrirse. Los géneros van expandiéndose. Hay vallas difíciles de vencer: cada vez que creí encontrar un camino novedoso, sobre todo en narrativa, descubro que ya fue hecho en el Quijote. Ahí están todas las novelas y las experiencias posibles.
–Esa atmósfera no es creada deliberadamente; nace del propio sujeto narrado, o de las situaciones narradas. Mi tema más bien es el autoritarismo, el alzamiento contra toda forma de poder abusivo doméstico, político.
“La madre, como el realismo mágico, es uno de los grandes mitos de América latina”, dice TEM, y aclara que la suya no es, por supuesto, la de La mano del amo, aunque el asunto sirve como ejemplo de lo que viene explicando. “Sacrosanta, la santa madrecita: toda madre es necesariamente buena –sigue–. Entonces ésta tenía que ser maligna, perversa: una forma de liberación, de transgresión, de salida a la opresión. Y eso implica rupturas.”
Le preocupa, dice, “ser cortés” con el lector, ser legible. “Si escribís algo que se declara narración, no le mientas al lector: narrale –puntualiza–. Narrale con claridad y con eficacia. Creo que todo relato tiene que tratar de decir, en la medida de lo posible, lo que uno quiso decir y contar. Se suele inundar al lector de ideas o de frases emblemáticas, golpes de efecto que tratan de retenerlo y que lo dejan indiferente. Algunas de esas frases quedan, se repiten, pero no narran.” Cortesía no es dulzura: “Mis textos son bien amargos, en general –dice–. No hay que ser condescendiente con el lector, y mucho menos con uno mismo. La condescendencia es una aceptación de la facilidad, y ése es el peor abismo en el que puede caer un escritor. Ser claro es otra cosa: no hay lenguaje más transparente y luminoso, a la vez, que el de Borges. Otros ejemplos de eso son Philip Roth, Dickens. Son autores que narran. Borges, cuando se proponía narrar, narraba”.
En los ’60, TEM trabajó en Primera Plana. “Es curiosa la parábola de la revista –dice TEM–. Timerman la funda como órgano de prensa del Ejército Azul; cuando empiezo a revisar la colección, me doy cuenta de los bandazos políticos que tuvo. Al hacerme cargo del área Cultura y Sociedad descubro que habían golpeado duro a La ciudad y los perros y Rayuela, por ejemplo. Lo que me parecía valioso en materia de literatura había sido maltratado. Y entonces dije no, y vi muy claro el objetivo: destruir –no sé si lo diría así– los mitos que habían creado La Nación y Sur y ganarles la pelea. El único modo de abrir una brecha ahí era optar por la literatura latinoamericana, que en esa época estaba en alza pero que aquí no tenía difusores. Fui a París, puse a Cortázar en la portada. Pero perdí una con Timerman: no me dejó poner en tapa a Los Beatles. “Qué importancia tienen esos mamarrachos, se nos van a reír”, me dijo. Tiempo después le recordé la historia: “Pero es que vos solo los conocías”, dijo.
–Es una manera cómoda de clasificar un tipo de escritura que se corresponde sólo con García Márquez, no creo que haya otros ejemplos, porque Carpentier llama a lo que hace real maravilloso. Diría que es, además, apenas un libro: Cien años de soledad. Los críticos necesitan alimentarse y ahí encontraron un sustento gigantesco. Como muchos lectores europeos y anglosajones supusieron que la literatura latinoamericana necesariamente tenía que responder a esas consignas, la etiqueta hizo muchísimo daño. Hasta a Borges en algún momento le adjudicaron ciertas hebras. La academia sueca vio una veta de algo novedoso cuyo inventor es uno, García Márquez, y por lo tanto consideró que había que darle el Nobel. Es una sola novela, admirable, que causa en su tiempo un enorme escozor. Yo la recibo con una pasión que ahora es extraña en la crítica, porque no se apasiona para elogiar ni para pegar. En la tapa de Primera plana sale un título que dice La gran novela de América. Ahora rara vez se pone ese adjetivo; quizás haya pocos libros que lo merezcan, pero acá somos muy desapasionados, o nos cuidamos mucho las espaldas, o el trasero. O quizá no tenemos la confianza necesaria en nosotros mismos, de decir: “Creo en esto y lo defiendo, y si no les gusta, paciencia. Pero éste soy yo”. Eso hizo importantes a algunos críticos en la Argentina: la pasión.
“Escribí un texto que se llama Sombra terrible de Borges en el que objeto su mandato en cuanto a que la literatura tiene que ser aséptica, no sentimental, no apasionada –dice TEM–. El se basa, sobre todo, en que era incapaz de escribir un texto valioso sobre la muerte de su madre. Decía que cuando estás bajo el efecto de la emoción, de los sentimientos, nada es valedero: efectivamente, ése era él, que era capaz de imponer su razón distrayéndose, o sustrayéndose a los sentimientos. Pero cuando se acepta la escritura de alguien como un mandato, aunque no tenga mucho que ver con tu mundo individual, corrés el riesgo de traicionarte. Traicionarse a uno es traicionar a la literatura. Y eso se refleja en la escritura.”
A Las memorias del general, editado hace una década, TEM le agregó dos textos inéditos y lo rebautizó como Las vidas del general. El nuevo título, anota en el prólogo, se ajusta mejor al contenido, porque “refleja no sólo los relatos con los que Perón quiso insertarse en la historia sino también los otros relatos disidentes que completan o contradicen esa imagen”. “Es totalmente periodístico”, asevera, y fue preparado “con la esperanza –quizás inútil– de que sus páginas dialoguen con todas las ficciones” que escribió sobre el peronismo. En una de las inclusiones, “Las novelas de Perón”, cuenta por qué, teniendo los elementos para hacer una biografía, encaró una ficción. En el otro, “La tumba sin sosiego”, narra sus encuentros con el coronel Cabanillas, que le contó al detalle sobre el periplo del cuerpo embalsamado de Eva Duarte y acerca de sus intentos fallidos por matar a Perón. “Acababa de terminar con La mano del amo y estaba en una especie de sequía, tenía que ponerme con Santa Evita y no encontraba el modo de arrancar –sitúa–. Una noche me llama por teléfono Rojas Silveyra, que había sido embajador de Lanusse en Madrid y me dice: ‘Le va a hablar un amigo mío’. Era Cabanillas. Una voz muy imperativa: ‘Usted se equivocó con los datos que da sobre el cadáver de Eva’. Yo no sabía quién era él. No hacía tanto que había llegado del exilio y la palabra coronel me daba resquemor. ‘La verdadera historia del cadáver la tenemos nosotros’, me dijo. ‘Si quiere véngase ahora, lo estamos esperando en el café Tabac’. ‘Es la una de la mañana, señor’, le digo. Y me contestó: ‘Mire, si le interesa venga ahora, y si no usted se lo pierde’.”
–Ahora, caminando hace unos días por Madrid, pasé por el lugar donde López Rega tenía su oficinita; quien quisiera hablar con Perón tenía que verlo a él. “¿Sabe qué estoy esperando? Que le devuelvan al general el cadáver de la Eva”, me dijo. “¿Por qué, López, qué gana Perón con eso?” “Es que cuando lo tenga le voy a pasar el alma de la Eva a Isabel, que es una gran mujer. Y la Eva la va a ayudar. Porque se puede pasar el espíritu de los muertos a los vivos.” Después, cuando se supo con mucha más certeza cuáles eran las creencias de López Rega, fui a Brasil y busqué cómo se hacía en los ritos umbanda, la sangre de un picaflor, en fin. Me dije: Si Eva estuvo en la casa, López Rega hizo este tipo de operación. El episodio en la novela es totalmente imaginario, a partir de su aseveración.
–Soy un hombre de izquierda en la medida en que creo en sus valores tradicionales. Pero sin afiliaciones partidarias, porque para los partidos la disciplina es esencial. Y eso no se condice con mi temperamento, me siento en plena libertad para votar lo que me parezca mejor, aunque a veces en la Argentina esa elección es difícil. Nunca he sido militante, pero sí defiendo las ideas, lo que tiene que ver con la dignidad de la persona, con la igualdad de oportunidades, en el trabajo y entre sexos. Por eso toda forma de fundamentalismo religioso o político me parece ofensiva. Nunca habría podido ser militar o cura.
–Cada vez que me dicen que es una novela antiperonista digo que no soy peronista, pero tampoco anti. Perón lo sabía. Supongo que se molestó por el dato que quise chequear con él sobre su nacimiento: era completamente desconocido y habían borrado las huellas. Pero lo publiqué mucho después, recién cuando aparecieron Las memorias. No, gorila no soy. Aunque me acusaron: cuando presenté La novela de Perón en Tucumán tuve manifestaciones en contra.
“Mis padres apoyaban que escribiera mientras mi nombre apareciera en el diario –cuenta TEM–. De eso hay una historia muy curiosa. Cuando se desata la hiperinflación, fin de Alfonsín, comienzos de Menem, el New York Times me pide un texto para la revista. Y deciden publicarlo en tapa, con mi nombre ahí. Cuando sale me entusiasmo y decido llamar por teléfono a mi madre. ‘¿Y eso significa mucho para vos?’ ‘Bueno, mamá, sí, es valioso.’ ‘¿Pero qué se va a leer acá en la Gaceta de Tucumán?’ ‘Probablemente nadie se haga eco’, le digo. ‘¿Y entonces qué valor tiene?’ ‘Bueno, es el diario que más vende del mundo, aunque yo no reciba ninguno de esos beneficios. Estoy en la portada de un diario que distribuye dos millones y medio de ejemplares.’ ‘¿Y eso te importa?’, dijo mi madre. ‘¿Es un reconocimiento para vos?’ ‘Sí, mamá, significa eso.’ ‘Ah, hijo, qué lástima. Tan tarde en tu vida’.”
Se ríe. Eso explica la madre de La mano del amo, dice.
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