Domingo, 14 de junio de 2009 | Hoy
Hombre de la generación del ’80, jurista destacado y autor de novelas policiales escritas para “instruir deleitando”, Luis V. Varela es un eslabón perdido de la literatura argentina y un precursor de la novela nacional. La huella del crimen es una obra moderna y cosmopolita, un folletín ambientado en París pero con fuerte sabor argentino.
Por Fernando Krapp
La huella del crimen
Raúl Waleis
Adriana Hidalgo
310 págs
De los muchos autores olvidados, que llegan a crear una suerte de contra-canon fantasmal, le ha tocado el postergadísimo y merecido turno a Raúl Waleis, nombre propio que, seguramente, no diga nada por sí solo, salvo para los eruditos u obsesivos tesistas del género policial. Cabe, entonces, una breve presentación. Si uno se toma el trabajo de desmembrar el nombre como en el Scrabbel, va a descubrir el enigma oculto de otro nombre, y que quizá diga un poco más desde una perspectiva histórica: Luis Vicente Varela nació en Montevideo en 1845, hijo de Florencio Varela y Justa Cané (hermana del juvenil Miguel), quienes se habían exiliado del otro lado del charco por razones políticas. De regreso a la Argentina, Luis V. Varela se radicó en Córdoba, donde se recibió como doctor en Jurisprudencia con una tesis sobre la Constitución nacional. En paralelo, ejerció el periodismo en el diario de Vélez Sarsfield, fue diputado por la provincia de Buenos Aires en dos ocasiones y durante tres años se desempeñó como presidente de la Suprema Corte de la provincia. Escribió dieciséis tomos acerca del sistema penitenciario bonaerense, para mencionar algo de su extensa y magna obra jurídica. Y supo ser, sobre todo, uno de los portavoces de la famosa (y harto estudiada) “generación del ’80”. En paralelo –a los muchos paralelismos que tuvo en vida– Varela tuvo una doble vida; como escritor de novelas que hoy podríamos llamar cómodamente policiales, bajo el seudónimo de Raúl Waleis, anagrama de su nombre verdadero, y hoy, cumplidos los casi ciento treinta años de condena amnésica, se vuelve a publicar su primera novela en una muy cuidada edición.
Si bien La huella del crimen apareció por entregas en la revista La Tribuna, desde julio hasta agosto de 1877, el texto no fue concebido como un folletín propio de la época, sino como la primera novela de una trilogía que Waleis alcanzó a escribir hasta la segunda, y que tituló Clemencia; pensaba cerrar con Herencia fatal.
La huella del crimen no presenta mayores golpes de efecto con suspensión de la trama al final de los capítulos, o el famoso juego de clímax anti-clímax típicos del folletín, pero aun así guarda una muy estrecha relación con el género característico de la época. Los ecos de Víctor Hugo y, sobre todo, de Alejandro Dumas, se hacen oír en los cambios de roles que operan sobre los personajes a medida que la trama avanza sin darle respiro al lector, con sus disfraces, los cambios de roles de los personajes y las venganzas premeditadas. Ambientada en París, La huella del crimen se lanza a la acción con un cuerpo convaleciente en el bosque. Un altercado entre los campesinos que encuentran el cuerpo y los policías produce una falsa acusación. Entra en escena el que quizás sea el primer detective argentino de pura cepa a pesar de ser francés: Andrés L’Archiduc. Y si bien L’Archiduc observa los indicios y saca conclusiones que lo llevan a la verdad, este detective no es como sus pares angloamericanos, ya sea el Dupin de Poe o el Sherlock Holmes de Conan Doyle, quienes, encerrados al calor del hogar, escuchan el hecho y resuelven racionalmente el caso casi sin moverse de sus casas; L’Archiduc está al servicio de la policía, tiene que lidiar no sólo con el tiempo que apremia y los acontecimientos que se precipitan, sino con la burocracia policial y jurídica. Como señala Román Setton en el posfacio, L’Archiduc es un hijo del positivismo, que modifica su teoría acerca del caso a medida que va obteniendo más información (quien se acercará mucho a este modelo es el detective-poeta Adam Dalgliesh de la británica P. D. James).
La huella del crimen no es una novela policial de enigma convencional. El epígrafe que se descubre debajo del título es el de “novela jurídica original”. Y en un juicio lo que prevalece son los puntos de vista, es decir, la revisión del hecho una y otra vez hasta lograr entenderlo (otro punto de comparación posible con P.D. James). En la novela de Raúl Waleis no está ni el típico detective ni su ayudante platónico y baboso con quien conversa alegremente después del huracán, tampoco hay un solo personaje que mueva la acción de manera lineal; y si bien todo se desarrolla hacia delante, la estructura se desgrana en una pluralidad de personajes que disparan distintas líneas narrativas orbitando alrededor del caso. Así, Andrés L’Archiduc no se carga él solo la mochila de la acción sobre los hombros, está también el juez de instrucción, que a pesar de confiar en las deducciones de su detective espera en su despacho la resolución del caso, no sólo para aplicar la sentencia sobre el culpable, sino para entender el porqué del motivo; algo que en muchas novelas-enigma no parece importar: ¿por qué se lleva a cabo un delito? Y es que para el autor lo importante no es sólo entretener contando, sino educar entreteniendo; o parafraseando al mismo Waleis, instruir deleitando y corregir instruyendo. Así, la novela, como género en sí mismo, le sirve a Waleis para que su alter ego, el renombrado jurista Luis V. Varela, opine sobre el sistema judicial y sus falencias: Waleis pone las cartas sobre la mesa al denunciar las escasas posibilidades de reinserción social que sufren los condenados (algo que no está muy en boga en este siglo que nos tocó vivir), así como la ausencia de los derechos de la mujer y el sistema patriarcal que la subyuga hasta convertirla en sierva del hombre. No es casual que el cuerpo alrededor del cual gira la trama sea una mujer travestida de hombre. Por otra parte, cabe destacar al personaje Juan Picot, el campesino que encuentra el cuerpo en el bosque y es acusado de manera prematura por la policía de ser el asesino. Picot le exige al juez una indemnización por los males que le ha causado esa falsa acusación. Y una vez más, la novela da pie a las opiniones de Luis Varela al asegurar que la ley puede equivocarse en sus fallos y que la necesidad de limpiar legalmente el nombre de una persona es tan importante como su libertad.
Ray Bradbury escribió una vez un cuento alegórico bastante ingenioso (aunque quizás no tan bueno): en un planeta olvidado viven los fantasmas de los escritores que sobreviven gracias a unos pocos ejemplares que se han salvado de una quema de libros llevada a cabo en la Tierra. Los escritores-fantasmas renacen cuando alguien los lee de casualidad.
Nadie garantiza que el espectro de Raúl Waleis haya revivido en ese posible planeta ni haya salido del canon-fantasma argentino gracias a esta nueva edición (eso depende de los nuevos lectores que se acerquen a él, por supuesto, anhelo básico que suelen tener todos los prólogos de estas reediciones), pero al menos, a pesar de haberse excedido en su condena al olvido involuntario, a veces los olvidados pueden limpiar su nombre y hacer justicia en el sentido más literario de la palabra.
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