Domingo, 19 de julio de 2009 | Hoy
Por Mercedes Halfon
En el prólogo de dos de sus guiones cinematográficos, Manuel Puig escribió un punteo de lo que consideraba las diferencias entre escribir novelas y escribir guiones. El texto es de 1978, pero vería la luz recién en 1985 con la publicación de ese material por Seix Barral. Entre las cruciales distinciones que marcaba, escribió: “En términos de recompensas: un libro, incluso un manuscrito, se llega a leer, pero si una obra de teatro o una película no es producida, es como si no hubiera pasado nada”.
Esa profecía se volcó de lleno a su producción teatral. Porque Manuel Puig, además de ser un novelista fascinado por el cine y un guionista ocasional pero perseverante, fue un dramaturgo singular y prácticamente desconocido en su país. A pesar de las puestas de sus obras realizadas en el extranjero (en particular de El beso de la mujer araña), su trabajo para el teatro es tan marginal que casi no se menciona en las investigaciones realizadas sobre él. En la extensa biografía del autor que realizó Suzanne Jill-Levine, por citar un ejemplo, se describe exhaustivamente el nacimiento y recepción de cada una de sus novelas, un poco más escuetamente de sus guiones, pero lo que se dice sobre teatro es posible de contabilizar en líneas. Casi nada.
La misma indiferencia se practicó desde los estudios teatrales argentinos. Puig es apenas mencionado en algún diccionario de dramaturgos, pero su obra no ha sido estudiada en profundidad, en cuanto al lugar que ocupó, o a los autores teatrales con quienes dialogó. De ahí la rareza de la publicación de sus cuatro dramas y su comedia musical inédita por parte de Entropía. Algunas de estas obras habían sido editadas por Beatriz Viterbo en Rosario, pero ahora finalmente están reunidas en un solo volumen de teatro cerrado en sí mismo, con un prólogo a cargo del crítico Jorge Dubatti. Como si finalmente llegara la tan escamoteada legitimidad para Puig dramaturgo, y finalizara el malentendido que él mismo anunció y que pretendía que ahí no había pasado nada.
Y eso que, justamente, lo que siempre se resalta de Puig, ese ausentismo como narrador y la contundente presencia de sus personajes como conciencias que se muestran crudamente a sí mismas, a través de monólogos, podría ser descripto como teatral. Siempre estuvo eso ahí. Toda la obra de Puig podría pensarse de ese modo: a través de ese manejo dramatúrgico de la palabra, como una clave oculta de su filigrana de oralidad.
Es conocida la anécdota del origen de La traición de Rita Hayworth, su primera novela: la voz de una tía que empezó a hablar dentro de su cabeza y luego ya no pudo detener. Pero aquella primera novela tiene también otro origen, llamémoslo teatral, y data de cuando Puig aún insistía en hacer carrera en cine a través de sus guiones. En 1958, recién llegado a Londres, lee una novela que lo impresionará mucho. La lee motivado por la filmación de una obra que había visto (escribió, fascinado sobre la actuación de Julie Harris, la misma que después hará Al este del paraíso). Se trataba de Frankie y la boda, de Carson McCullers. El tratamiento autobiográfico que McCullers hacía del pasaje a la mayoría de edad de una muchacha sureña y su uso vívido del habla regional lo impactaron tanto o más que la voz de su tía. O mejor dicho: lo impactó antes. El sur literario de los Estados Unidos había dado vida a esta obra, como General Villegas lo haría con La traición de Rita Hayworth. Pronto iba a comenzar el guión “fallido” que terminaría formando parte de la propia autobiografía de su infancia.
Pero más allá de sus afinidades electivas, sus obras de teatro propiamente dichas, las que aparecen en su Teatro reunido fueron escritas en la época de su exilio. En 1974 Puig se instala en México, empujado por la prohibición a su novela The Buenos Aires Affair y las amenazas telefónicas que había sufrido en la Argentina. Y es entonces cuando comienza su trabajo como dramaturgo. Primero con dos comedias musicales imbuidas del color y el sonido de México Amor del bueno (1974), Muy señor mío (1975). Y luego de algunas mudanzas más entre Nueva York y Río de Janeiro donde finalmente se instala, pone manos a la obra con la adaptación de El beso de la mujer araña (1980), su novela más celebrada. Algunos dicen que, cansado de enterarse de adaptaciones informales, hace la adaptación él mismo para cobrar derechos de autor.
Es llamativo que dentro de las pocas indicaciones escénicas que hace en esta obra, Puig pide que en el comienzo de las primeras escenas la luz enfoque solamente las cabezas de sus protagonistas. La cárcel casi no existe, sólo dos personajes –Molina y Valentín– que conversan acerca de una película e intercambian puntos de vista antagónicos. Como autor teatral Puig tiene clarísimo que la escena es un paisaje mental, un lugar de encuentro de dos discursos, el del militante y el del gay, de algún modo simplificados o representables, vueltos míticos, desde la ingenuidad del trazo.
Puig en el teatro opta por alejarse del realismo. Y lo hace deliberadamente. Como cuando en sus épocas de estudiante en el Centro Sperimentale di Cinematografia denostaba el neorrealismo rosellineano obligatorio que se aprendía y practicaba de Roma. En sus búsquedas teatrales también se aleja del realismo imperante y que oficia de eje de la historia del teatro argentino.
Además de El Beso..., los otros dramas que incluye este Teatro reunido son Bajo un manto de estrellas (1981), Misterio del ramo de rosas (1987), Triste golondrina macho (1988). A ellos se suma el musical inédito Un espía en mi corazón (1988). Piezas que comparten ese punto de partida: la utilización gozosa de recursos “teatralistas”, artificiosos, la escasa pretensión de realidad. Es decir: personajes que son alternadamente varios personajes, luces que cambian de color y hacen recordar a alguien el momento más traumático de su vida, cambios de identidad que suceden dentro de un placard o al bajar una escalera, robots nazis que se hacen pasar por chicas de barrio. Como si en cada uno de estos procedimientos se acentuara su marca autoral, Puig avanza hacia una mayor irrealidad en cada obra.
Bajo un manto de estrellas es una suerte de comedia negra o baile de máscaras ambientado en los años cuarenta, donde el dueño y dueña de casa reciben la visita de dos extraños que toman la forma de sus pesadillas: pueden ser los padres de su hija adoptiva muertos en un accidente, dos famosos ladrones de joyas, el hombre y la mujer de sus sueños. Sin llegar a ser teatro del absurdo la obra mantiene las situaciones y personajes en un clima humorístico de gran ambigüedad, que se va ensombreciendo hasta volverse irrespirable.
Con Misterio del ramo de rosas en cambio, nos encontramos con una obra más convencional en el estilo Puig: dos personajes que dialogan, paciente y enfermera, cuyos roles acentuados al principio, se van diluyendo, hasta intercambiarse. Con algunos puntos en común con Maldición eterna a quien lea estas páginas, la obra aprovecha los personajes prototípicos débil/fuerte y su encarnadura en dos mujeres, para hacer una suerte de melodrama hospitalario.
El último de sus dramas, Triste golondrina macho, es una obra rarísima. Como un cuento gótico, donde los temas característicos del autor parecen haber sido llevados hacia atrás en el tiempo, hacia sus antepasados estilísticos, y en vez de un melodrama burgués vemos un cuento de hadas negro, donde tres hermanas –una de ellas muerta pero aparecida– se disputan a un jinete hermoso pero inconstante.
La comedia musical, Un espía en mi corazón, es la única que no sólo permanecía inédita sino que nunca fue llevada a escena. Aun así, el texto es disfrutable en sí mismo. Una disparatada mezcla de letra de tango –la costurerita, el muchacho trabajador engañado– con una trama de espías de la Segunda Guerra Mundial, contado como un musical radiofónico.
Este Teatro reunido no contiene todas las obras teatrales escritas por Puig. Algunas comedias musicales quedaron afuera. Con todo, el panorama del libro abre una vía nueva para pensar a este autor que se viene leyendo de manera automática desde su producción para narrativa y sus filiaciones cinematográficas. Las obras teatrales iluminan otros aspectos de sus novelas, en la forma particular que tiene Puig para contar el dolor. Las cinco piezas son protagonizadas por mujeres, cuyo mayor temor, atávico incluso, es quedarse solteras. Los prejuicios, las convenciones sociales impuestas sobre el debut sexual, la figura de la solterona, la enfermedad y la muerte, se unen. En Triste golondrina macho, esto se dice directamente: “Las muchachas de la aldea, si a los dieciocho no se casan se enferman, les crece musgo en los pulmones”.
En su particular sentido del drama, Puig pone en escena la tragedia vista desde los ojos de la provincia. El mayor temor, o el mayor dolor, es ese: que el amor no se presente nunca.
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