Domingo, 16 de agosto de 2009 | Hoy
Por Juan Pablo Bertazza
La lectura es también una forma de equilibrio: dos lados, dos espacios, dos entidades, un hilo, una línea (muchas veces gruesa, muchas veces delgada) a través de la cual desfilan las palabras y, finalmente, el vacío, la posibilidad siempre latente de la ruptura y la caída: la fatiga, la decepción, la renuncia; el libro que se cierra antes de la última página, un Apocalipsis que sucede antes de tiempo. De João Gilberto Noll –escritor brasileño nacido el 15 de abril de 1945 en Porto Alegre– podría decirse que es, sobre todas las cosas, un gran equilibrista: autor de culto (una de las típicas gemas extranjeras dadas a conocer, en este caso, por la editorial Adriana Hidalgo con la publicación de cuatro de sus novelas: Lord, Bandoleros, Harmada y, muy recientemente, A cielo abierto) que no necesita esconderse ni preservarse más de la cuenta; escritor clásico que no deja para nada estelas de anacronismo; escritor moderno que no deja de reconocer tradiciones, influencias ni padres literarios; autor experimental absolutamente legible; autor prolífico –lleva editados quince libros– que nunca convirtió su literatura en una serie automática sin sentido, aun cuando sus libros se parecen mucho entre sí (lo cual se debe más a haber encontrado una voz que a cualquier otra cosa) ni, lo que es todavía más importante, dejó entrever en ningún momento de su obra un quiebre, un bajón de calidad alarmante como sucede con muchos prolíficos; autor existencialista –además de Pessoa y Sartre, su influencia más visible es Camus– que puede leerse en forma autónoma, es decir, sin manuales de literatura, ni guías filosóficas de estudio.
Y Noll es, además de todo eso, uno de los escritores contemporáneos más importantes de Brasil, en una época en que la literatura brasileña (de la cual siempre parece llegarnos demasiado poco) está tomando nuevos rumbos, tal vez menos concentrada en sí misma y más abierta, en una de sus ramas, a influencias externas, como las de Francia y América latina. Es el caso de Noll, una de las estrellas más importantes de ese nuevo firmamento a juzgar por algunos indicios de rutina como diversos galardones (entre ellos, el prestigioso Jabuti de la Cámara Brasileña del Libro y el otorgado por la Fundación Guggenheim, además de que su novela Harmada fue catapultada por la revista Bravo como uno de los 100 libros esenciales de la literatura brasileña), las numerosas traducciones e incluso la adaptación cinematográfica de varias de sus novelas.
Su debut literario llegó en 1980 con la publicación de un libro de cuentos, El cielo y la bailarina pero, según contó en varias entrevistas, los primeros pasos en la escritura que dio este pianista frustrado por falta de método y perseverancia, coincidió con la llegada del psicoanálisis y la terapia a su vida, especialmente atraído por el método de asociación libre, el cual si bien se insinúa en muchos de sus libros también se mantiene siempre a raya, sin caer en el absurdo ni en el surrealismo, en otra demostración más de su don del equilibrio. En todo caso, un dato biográfico que sí puede relacionarse de manera absoluta con el tono de su obra es el hecho de haber sufrido durante su niñez problemas de afasia, lo cual se advierte en una escritura que da ciertos rodeos para nombrar, que no nombra en forma directa aunque, paradójicamente, ese mismo balbuceo nunca desnuda una falta, una carencia ni una imposibilidad sino, todo lo contrario, mucha elocuencia, un plus de significado.
Y, sin embargo, Noll es de esos escritores que complican la vida de reseñistas y libreros a la hora de decir de qué van sus libros, a la hora de resumir en pocas líneas el corazón de sus argumentos. Es que para hablar de Noll resulta mucho más accesible y hasta conveniente arrancar desde su estilo y no tanto desde sus tramas ni argumentos, una tarea que, por momentos, resulta hartamente complicada y que, al mismo tiempo, revela una vez más la inutilidad de esa misma separación. Por lo cual, en definitiva, desenrollar el estilo de su escritura implica, en cierta forma, adentrarse también en sus tramas. Haciendo ancla en otro don de equilibrista que consiste en extrañar largas frases (especialmente a partir de mucho modo subjuntivo, quiebres gramaticales y un recurrente asíndeton –ese recurso que consiste en omitir los nexos y conjunciones del tipo “y”, al que incluso le extirpa la coma–) sin terminar de soltar definitivamente el timón, Noll desarrolla obsesivamente en sus libros el tema de la fragmentación de la identidad, siempre entre espejos que nunca devuelven la misma imagen, raros dobles que le muestran a uno lo que no es y personajes secundarios (muchos de los cuales suelen ser niños llorando o riendo) que, si bien aparecen y desaparecen a mansalva, van marcando una huella profunda en un protagonista que es el mismo de todos sus libros. Un único personaje –que nunca carga nombre, ni descripción física y nunca es nombrado por los otros– a la deriva de una serie de transformaciones, viajes y circunstancias bajo el filtro y el velo de un incesante motor reflexivo que alcanza cimas metafísicas, filosóficas. Un tipo de errancia casi voluntaria que lo hace desplazarse por caminos totalmente imprevisibles y nunca elegidos, aunque afrontados sin ningún tipo de resistencia.
Es que si pudiera pensarse la literatura en términos espaciales, la escritura de Noll respondería claramente a un eje horizontal y totalmente ramificado. Pero lo increíble es que, a pesar de tantos desvíos y subtramas y alucinaciones, la supuesta estructura caótica de los libros de Noll tiene mucho de deliberado, mucho de corrección obsesiva, no sólo porque todos los libros parecen responder, pese a su extrañeza, a un esquema bastante clásico de aparición y desarrollo de un enigma o conflicto sino incluso por una serie de simetrías estructurales que tienen sus novelas: Harmada, por ejemplo, empieza y termina con la irrupción de un extraño niño; A cielo abierto empieza y termina con el cielo visto desde una ventana y dos carteles (uno con el nombre de la escuela de la infancia del protagonista, otro que pide la cabeza de un personaje extrañamente parecido a él). “De una cosa sale otra de donde sale otra y así sin parar, pero sin mostrar el hilo que esclarece la sucesión de los hechos”, dice uno de sus personajes, y esa misma definición vale para la literatura de Noll. En primer lugar porque a partir de un núcleo móvil, siempre desplazado, se pierden las coordenadas espacio-temporales de sus relatos, y con ellas el eje mismo de la realidad: llegado un momento resulta imposible distinguir lo que en verdad sucede de lo que sus personajes reflexionan que podría suceder; separar los recuerdos del presente y del futuro; las obras tanto de teatro como de literatura que componen sus protagonistas de la misma realidad que van viviendo. Una confusión totalmente deliberada y programática que el autor anticipa y confiesa y blanquea. Una confusión que Noll logra poner en práctica a partir de una gran simultaneidad de voces de sus personajes e interminables digresiones de las cuales el narrador nunca sale ileso. Así sucede, por ejemplo, también en A cielo abierto, cuando uno de los personajes se pone a hablar de un amigo mexicano con el cual visitó la casa donde vivió Strindberg en Estocolmo y a partir de entonces el motor narrativo se concentra no sólo en el tenedor que usaba el dramaturgo sino también en lo que hincaba en él: “Carne, papas, zanahorias... llevando entonces el bocado a la boca... y he aquí que este bocado masticado le baja por el esófago encendiéndole imágenes, diálogos, situaciones y un desconsuelo que lo hace ir hasta el baño para rumiar más imágenes...”.
En la primera novela que se dio a conocer en nuestro país, Lord, un célebre escritor brasileño era invitado a participar de una beca en Londres aunque, apenas llegado al aeropuerto, advertía su total ignorancia no sólo con respecto a la beca en cuestión y su duración sino también a todo lo referente al lugar donde se alojaría. En Bandoleros sucede algo similar con otro escritor que viaja a la ciudad de Boston con el supuesto objetivo de escribir una novela que lleva como título Un sol macabro, aunque finalmente se deja arrastrar por distintos misterios, como la violación y asesinato de la nieta de Nathaniel Hawthorne en Beacon Hill. En Harmada, el escritor de estos libros pasa a convertirse ahora en un actor fracasado que, también sin ninguna explicación lógica, pasa una temporada en un ambiguo asilo (que tiene algo de neuropsiquiátrico, algo de geriátrico, pero también algo de guardería infantil), donde recupera su confianza para emprender un salto en su carrera ya como director de teatro. Por último, en A cielo abierto –el último libro publicado aquí, acaso su obra más acabada–, un hombre obsesionado por proteger a su hermano menor viaja hacia el campamento donde su padre está sosteniendo una guerra, de la cual no se conoce ni el nombre, ni los motivos, ni los enemigos, para pedirle plata para comprar medicamentos y en la cual será primero sodomizado, luego alistado como vigía y, finalmente, testigo del travestimiento de su hermano en un combo explosivo que lo obligará finalmente a tomar la decisión de terminar desertando trágicamente de una causa que no sólo nunca aceptó sino que directamente nunca supo de qué se trataba.
Sin embargo, otra gran marca de la literatura de Noll es que, entre tanta errancia, entre tanto estar arrojado al mundo sin ningún tipo de búsqueda, sus personajes, a diferencia de lo que sucede con el surrealismo o el absurdo, es como si terminaran por saber quiénes son luego de ver su identidad partida en mil pedazos. Como si ese mismo camino de desintegración absoluta que los lleva a geografías, ambientes y situaciones totalmente ajenas fuera el único camino –intencional camino– para descubrir finalmente quiénes son; una especie de gran novela de iniciación que empieza cuando termina, es decir, en la misma disolución del sujeto; una suerte de existencialismo dilatado que siempre termina por emerger.
En ese sentido, A cielo abierto –novela que parece tomar ciertos préstamos de El azul del cielo de Bataille, sobre todo en lo que hace a los vínculos entre el sexo y la muerte, la depravación y la guerra– es una novela fundamental también porque parece haber sido el libro donde Noll expuso su poética, el programa de una obra sumamente original, a partir de uno de sus personajes: “El teatro que estoy escribiendo es el teatro que consagrará las apariciones, es lo que para consumo interno he llamado Teatro de la Aparición, mejor así, pues basta de personajes de carne y hueso que vienen de algún lugar y parten hacia otro, no, no, a partir de ahora irrumpen de repente de la nada y de súbito desaparecen hacia la nada, como verdaderas apariciones son trasplantados vamos a decir de la indiferencia al olvido, nadie espera el surgimiento ni la desaparición de ellos; todos nosotros estamos cansados de la previsión de todo; sólo el Teatro de la Aparición podrá salvarnos de verdad en medio de toda esta historia, el espectador tendrá aquí su capacidad de previsión amputada”. Esta poética de aparecidos (uno de los personajes de A cielo abierto se llama, precisamente, Aparecida) que ni siquiera tienen la previsibilidad de los fantasmas, es la llave maestra de la originalidad de Noll; una vuelta de tuerca que entre tantas referencias literarias trasciende los libros para pararse muy cerca de la ruptura lógica onírica y abstracta, pero nunca incoherente, nunca azarosa, del cine de David Lynch, especialmente el de Carretera perdida.
En cierta forma, el centro neurálgico que hace equilibrio dentro del gran arte equilibrista de Noll consiste en contar la experiencia de la modernidad, arrancando desde la misma fragmentación, en un gesto que lo vuelve un existencialista humano, demasiado humano, en tanto sus personajes terminan tomando, imprevisiblemente, tarde o temprano, el mango de la sartén de su destino, con decisiones por fin propias que, no obstante, terminan respondiendo siempre a un verdadero acto de fe, un acto de fe que tiene mucho que ver con la ficción. No en vano casi todos los protagonistas de Noll son creadores, artistas: mini-dioses que tardan tal vez demasiado tiempo en entender su condición. Tal como en A cielo abierto, Noll le hace decir a un filósofo sueco muerto a comienzos de siglo: “Los hombres nacieron para asociar las cosas que vivían en eterno desconsuelo porque están sueltas, ajenas, inconexas, amputadas de ese monumento que parece reinar en el cielo a la noche, y el drama es que esa asociación efectuada por los mortales está regida por el puro acaso, pues se trata sólo de una construcción mental y no del eco de ninguna realidad; para ser mínimamente feliz el hombre debería hacer de cuenta que cree en esa construcción, sólo eso: el secreto de la serenidad de espíritu está en la capacidad de fingir que se acepta esa loca fabulación”.
Harmada
João Gilberto Noll
Adriana Hildalgo
128 páginas
Lord
João Gilberto Noll
Adriana Hildalgo
130 páginas
A cielo abierto
João Gilberto Noll
Adriana Hildalgo
170 páginas
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