Domingo, 13 de diciembre de 2009 | Hoy
Abogado defensor de presos políticos, militante montonero hasta hoy desaparecido, Manuel Evequoz encarnó también la parábola de una juventud y un sector de la clase media alta en el torbellino de los ’70. Su hermana armó un libro con fragmentos, testimonios, lecturas y recuerdos, “partes” de su hermano y de su propio destino.
Por Angel Berlanga
Partes de Manuel
Evita Evequoz
Capital intelectual
200 páginas
“Vivo entre gente a la que no le interesa saber qué pasó, que todavía sigue disculpando a Videla.” Evita Evequoz escribió esto ahora, años y años después de haber procesado, aún en busca de terminar de entender qué desencadenó la desaparición de su hermano, de saber sobre el destino de su cuerpo. Una noche de noviembre de 1976 su madre recibió un llamado anónimo: que la policía o la marina había levantado a su hijo en la estación Ramos Mejía. Manuel Evequoz era abogado, militante de Montoneros, responsable de prensa de zona Oeste: había defendido, entre otros, a Alberto Miguel Camps, de las FAR, uno de los tres sobrevivientes de la masacre de Trelew. Era, según lo atestiguan familiares, amigos, compañeros de trabajo y militancia, novias, un tipo vital y jugado: se quedó, aunque tenía pistas para irse. Dejó huellas, pero hasta ahora andaban dispersas: Partes de Manuel las reúne para, con ellas, tratar de recomponer gestos, palabras, vivencias. Una figura. Los fragmentos que quedan.
El libro está estructurado a partir de un relato central evocativo de la autora y de poemas, cartas y textos varios de su hermano, papeles que rescató de una valija veinte años después de la desaparición; entrelazadas en esas dos vertientes aparecen las voces de quienes lo conocieron y, también, citas bibliográficas, tramos de artículos periodísticos y de discursos, respuestas burocráticas de los poderes de turno ante las búsquedas de información. En sus trabajos en agencias publicitarias Evequoz se cruzó con Guillermo Saccomanno, Carlos Trillo, Fernando Braga Menéndez, Tom Lupo, Alejandro Dolina, entre otros. Cuenta Dolina que el Manuel Mandeb de las Crónicas del ángel gris está inspirado en él. “El recuerdo de los amigos muertos suele convertirlos en parte de nosotros mismos”, escribe. Y también: “Nadie regresa y la vida es triste”.
“Cuento los recuerdos, todos revueltos, embarullados como me van apareciendo –apunta la autora–. La memoria es selectiva y se fragmenta.” Una familia de clase media alta: primaria en el High School de Belgrano, secundaria en el Nacional de Buenos Aires –donde conoció a Carlos Mugica–, golf, mucamas, fines de semana en el Tigre, vacaciones en Mar del Plata. Como tantos de esa clase en su generación, en los ’70 Manuel Evequoz apostó por la militancia y en 1974 pasó a la clandestinidad. Quienes “siguen disculpando a Videla”, subraya Evita, es la clase social a la que perteneció. “No tuve con quien compartir tanta locura”, escribe. “Vino poca gente a vernos”, recuerda. Ahí están los intentos vanos por recabar algún dato: el hábeas corpus presentado por el padre, también abogado; el encuentro de Omar, el tercer hermano, con un marino de inteligencia naval en medio de una fiesta siniestra; las cartas a Primatesta y a Harguindeguy; el servicio que se aparecía con el cuento de que estaba preso en la selva brasileña, que lo había visto; la mirada horrorizada de sus compañeros en el club cuando les comentó que Pérez Esquivel había sido nombrado Nobel de la Paz y la lógica perenne: maniobra del comunismo internacional. “Yo sentía que nosotros pertenecíamos a la clase que siempre tuvo el poder –anota–. La justicia, la policía y los militares siempre estuvieron de nuestro lado. Eso creíamos. Eramos de los que podíamos golpear el mostrador de una comisaría diciendo: ‘Usted no sabe con quién se mete’. O peor aún, al ver nuestro aspecto, ya nos trataban con condescendencia.”
La composición fragmentaria del libro fortalece esa noción que relaciona lo personal, íntimo, con lo público, histórico: se ve, por ejemplo, cómo el terrorismo de Estado minó la salud del padre de los hermanos, condicionó la infancia de los sobrinos, generó pesadillas recurrentes en la autora. Cuando Manuel Evequoz era adolescente tuvo una novia que luego acabó casándose con el Tigre Acosta: su hermana dice que eso jugó su suerte. “En la sociedad tradicional y conservadora donde nosotros crecimos –cuenta Agustina James, hija de Evita– era peor tener padres separados que un padre militar y asesino. El padre de mi mejor amiga era el secretario de Videla y era íntimo amigo de Camps. Y el papá de mi otra amiga era vicealmirante de la marina y manejaba un centro clandestino en Trelew. Todos muy católicos. Era muy común encontrárselos en la catedral de San Isidro los domingos.”
“Me asaltan las dudas en la madrugada –anota la autora–. ¿Por qué escribo? ¿Para qué lo hago? Para escribir hay que tener un don de la palabra que, me parece, no me ha sido dado. Y aparte hay que tener garra, oficio. Yo no tengo ni el don ni el oficio. Pero tengo la necesidad de contar y hablar de Manuel, mi hermano, ¿muerto? Quiero armar un relato como sea.”
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