Domingo, 27 de diciembre de 2009 | Hoy
Por Susana Cella
El cutis patrio
Eduardo Espina
Mansalva
189 páginas
Escribir la superficie del territorio propio en su naturaleza y su historia, pero también en una vasta nómina de referencias culturales que el poeta carga consigo y pone en juego en una extrañada visión de la patria, parece ser la propuesta del último poemario del uruguayo Eduardo Espina. Los numerosos poemas del extenso libro son largas sucesiones de versos dispuestos en columnas, resultado de una cuidadosa medición del espacio de la página, a semejanza de un texto con márgenes justificados. Esta regularidad lleva a efectuar distintos tipos de ajustes entre verso y verso, marcando cortes o continuidades que sumados a una construcción de la frase donde el orden más o menos habitual está muchas veces truncado, ofrecen una imagen resultante de una compleja relación tramada entre sonidos, significados y ordenamiento sintáctico.
Todos los poemas llevan un doble título, y el que aparece entre paréntesis –tal vez subtítulo– supondría una especie de comentario o aclaración, pero de una manera bastante singular, entre otras cosas por el rápido cambio de registro entre uno y otro, así por ejemplo en “Unión de la materia con la forma” (Un cero con miedo a enmudecer), donde el contraste entre los dos enunciados, de cierto cariz filosófico el primero, el segundo casi lúdico, enrarece la relación entre ambos, y conjuntamente se presentan como algo a elucidar en lo que sigue, sin que se encuentre tampoco ahí una correspondencia clara entre lo anunciado y la consecución, sino más bien, rastros o indicios –del país, de los mitos, de la historia, de la poesía misma– en una escritura fuertemente alusiva y de compleja elaboración.
Uno de los factores de esa complejidad radica en la amplitud del léxico, que deshace toda perspectiva de encontrar un determinado vocabulario para en cambio toparse con el entretejido de nombres de variada procedencia: bagual, blandengue, yogurt, ya mbo, daimon, azur, espantapájaros, camembert, cierzo, hipo, dólmenes. O nombres propios también diversos: Diana, Solís, Cervantes, Da Vinci, Narciso, Neptuno, o el simbólico Sur, que van desplegando tanto argumentaciones como formas de la narración: “Es el bosque quieto en la oquedad/ cuando ora ahí el quetzal aparente./ Imagen de sí será cuando encante, / y canta el cardenal y el acantilado (“Estrofa en el agua final” (A la isla nada su nadir)).
En este fragmento también se manifiesta la constante presencia de aliteraciones, repeticiones de sonidos, semejanzas fónicas, derivas y repeticiones de significantes propios de la poesía neobarroca. Pero si bien no faltan los ecos –en el modo de armar una frase, en las imágenes, en la combinatoria de elementos culturales de muy distinto origen– de quien fuera considerado el referente de esa poética –José Lezama Lima–, Espina no desencadena los torrentes verbales del cubano y tampoco hay en sus poemas el despliegue sensorial y sexual de Néstor Perlongher (otro neobarroco rioplatense), sino una especie de contención fruto de los versos acotados, como si fijara las palabras en un lugar para dar el atisbo de alguna certeza.
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