Domingo, 24 de enero de 2010 | Hoy
Por Luciana De Mello
Esther Cross se crió a dos cuadras de la casa de Bioy Casares y Silvina Ocampo. Varias veces vio al escritor haciendo los mandados en la verdulería del barrio mientras ella se hamacaba en el parque de la Recoleta. La niña Cross, desde el vaivén de una hamaca, ya sabía ver más allá de las imágenes, intuía el movimiento necesario para poder convivir entre ambas partes: la fachada y la sustancia que la habita. Veía a los muertos del cementerio más ilustre del país y fuera, en sus calles, a quienes caminaban con la tranquilidad de saber que ése sería su destino final. Los nombres de esas lápidas ya estaban escritos, desde el primer día de vida. “El corazón de mi barrio es un cementerio”, dice la narradora de La señorita Porcel. Caminando por esas calles, desde muy temprano en la infancia, Esther Cross pudo reconocer entre sus cruces y panteones, a los vivos y a los muertos, para luego reproducirlos en su miseria. La única que habrán conocido, la que va por dentro.
Cuando uno se encuentra personalmente con Esther Cross, no hace más que confirmar lo que se intuye en su escritura. Resaltan sus ojos redondos y abiertos, donde existe un lugar del asombro que no es inocente. Hay, en los gestos de Esther Cross, una mezcla inquietante entre sutileza y perspicacia, refinamiento y sagacidad. Entonces suceden lo mismo que cuando se la lee: ella contesta y conversa con un tono y una gracia que al mismo tiempo que seducen, obligan a estar alerta. El movimiento es ese vaivén: hay que mirarla a los ojos y, a su vez, dejarse llevar por esa mirada. Su literatura está marcada por el recorrido que va de la observación al relato, desmantelando edificios enteros desde sus cimientos hasta los rincones más íntimos de los personajes que crea. En sus textos, la voz y la trama ya no pueden separarse, entonces la (de)construcción se narra a veces de manera más silenciosa y gentil, como lo hace la narradora de los cuentos de Kavanagh, y otras, como en La señorita Porcel, la brutalidad lírica con la que se cuenta el mayor momento de derrumbe de la Argentina desde los ojos de la aristocracia, hace que asintamos con la cabeza. Sí, esta historia no podría haber sido contada de otra manera.
Traicion y venganza
En el mundo no hay justicia pero pueden saldarse algunas cuentas, puede leerse en La señorita Porcel. La señorita Emma Porcel es una dama nefasta y de apellido venida a menos. Es la representante de esa clase aristocrática argentina que se las arregla una y otra vez para sobrevivir a la extinción del sueño europeo que alguna vez protagonizaron. Todo se desmorona a su alrededor pero todavía les cuelga del cuello la etiqueta con la marca de linaje. Estos apellidos cotizan, y quienes logran entrar al salón de la alta sociedad y no lo portan deben pagar un precio de matriculación: ser el eterno visitante. Una narradora sin nombre ni apellido se convierte entonces en la visitante de esta clase que, abriendo las puertas del salón principal hasta las de la dependencia de servicio, ventila la podredumbre y planea su venganza. A la señorita Porcel le espera la muerte y un cajero automático será el corralito desde donde gritará socorro. Pero “¿qué significa un grito que no puede oírse?”, se pregunta la narradora en la primera página. Hábil pregunta, ya que abre el juego de asociaciones y deja entrar en el texto a los que no tienen ni cajero ni voz ni posibilidad de desmoronamiento, los “ofendidos y humillados”.
Entonces Esther Cross subraya en sus lecturas y en sus traducciones. Y subrayar es encontrar un lugar en común con lo que se lee, es encontrar el reflejo. “Nunca nos recobramos de nuestro lugar de origen” es una frase de Goyen que Cross apuntó hace tiempo. El lugar de origen determina la vida de un escritor.
¿Sentís que como Goyen con Trinity te convertiste en una traidora al contar a esta clase?
–Sí, totalmente. Lo de cómo uno no puede escapar al lugar de origen, para mí también funciona así. Si de alguna manera estás metido ahí adentro, para mí, lo que se puede hacer desde la escritura es apoderarte de eso y hacer algo con eso. Tenés dos opciones, digamos, en la medida de un margen lógico. Vas a dejar que eso te pase por arriba o vas a agarrarlo. Lo mismo que hacés con el lenguaje. James Baldwin, en un ensayo muy lindo que habla de los escritores, decía que están los que imitan el lenguaje y los escritores que se apoderan de él, transformándolo en un modo nuevo de lenguaje. No quiere decir que literalmente tenga que inventar neologismos, pero sí que toman el lenguaje y hacen algo con él. Yo creo que cuando aparece un escritor, más allá de que sea un buen o mal escritor, el sólo hecho de la aparición de alguien que escribe, de alguien que cuenta, siempre implica una traición. No sé, la familia es un sistema neurótico que siempre está basado en un secreto, que la mayoría de las veces se maneja como una mentira. Y en general, cuando en una familia aparece alguien que escribe y... a la familia no le gusta. Es el traidor, es el que estuvo mirando, es el testigo que va a hablar. Entonces si hay un secreto en la familia y aunque no sea la intención del escritor revelarlo, aunque lo cuente más o menos disimulado, para esas personas de las que está hablando es una traición. Y también es una decisión del escritor. Si tenés cierto apego por algo, si tenés algo que te inquieta, si a la noche te levantás porque tenés pesadillas, escribirás un libro de cuentos de terror. Lo podés transformar de muchas maneras, pero yo creo que definitivamente sí, es una traición.
Y una venganza.
–Es una traición y una venganza. Sí. Es estar en posición de eso. Es haber estado en un lugar pasivo, recibiendo y mirando y de golpe darte vuelta y entrar desde otro lugar.
A comienzos de la novela la narradora dice: “El crimen es como un remedio, cura pero tiene un precio”. Si cambia-mos la palabra crimen por escritura, para vos ¿cuál sería el mal que cura la escritura y el precio que se paga por escribir?
–Virginia Woolf una vez le aconsejó al hijo de Vita Sackville-West que tuviera un diario. El no iba a ser escritor pero ella le dijo que igual escribiera en un diario lo que le pasaba, porque las cosas sólo terminan de pasar cuando uno las puede contar, cuando las escribe. En ese sentido y aunque uno no escribe por algo pragmático, para curarse, creo que el hecho de poder contar algo es organizar una experiencia. ¿El precio que hay que pagar? Y, creo que al hacerte preguntas sobre algo no siempre te pasan cosas que te gustan. Uno se pregunta sobre uno mismo, necesariamente. Pero yo creo que es un precio que vale la pena. No sé... por ahí tenés una idea para una novela y te parece buenísima. Y cuando te ponés a laburar en serio te sentás a pensar. Y le empezás a hacer preguntas a ese tema y te das cuenta desde dónde estás preguntando, y de alguna manera por más que uno se pueda despegar del personaje, también el personaje es algo que se te ocurrió a vos, que estaba dentro de tu cabeza. Me parece que es el precio de toda honestidad, digamos. No porque la escritura tenga que ser sincera como en una especie de espionaje, es otra cosa. Pero sí, es el precio de la sinceridad. Por ahí lo que vas a decir tampoco para vos es lo más reconfortante. ¿Desde dónde sale esto?, te preguntás. Y bueno... te tenés que hacer cargo de eso.
Estar alerta
“Ah, la ciudad está tan cambiada. Es para agarrarse la cabeza. Cambia la ciudad y cambia la perspectiva de la vida. Hay que contar con una gran lucidez para no confundirse. Saber quién es quién. Tomar posición. Avanzar. Defenderse”, puede leerse en La señorita Porcel.
En 1999, Esther Cross tomó una cámara y junto a su amiga Alicia Martínez Pardíes salió a filmar a la gente que se iba quedando sin techo, que iba a parar a la calle. Eran cada vez más. La ciudad se iba llenando de ellos pero todavía teníamos el peso-dólar que no nos permitía prestarle atención a lo que pasaba dentro del país.
“Hablando con ellos nos dábamos cuenta de que había gente en la calle porque hay una pobreza estructural, no hay dudas. Pero por otro lado, te encontrabas con mucha gente que al no tener un tejido social, o familia, se hipotecó, no pudo pagar, se quedó sin casa y sin laburo. La agarró ese momento y se quedó en la calle. Nosotras filmamos eso y cuando lo pudimos editar –porque en el medio nos quedamos sin plata– ya había pasado el 2001. Y ahí nos dimos cuenta de que lo que estábamos filmando, en realidad, no era un documental sobre la gente en la calle. En realidad estábamos filmando los latidos, el síntoma de lo que estaba por pasar.”
En el documental la mirada sobre el 2001 se concentra en la periferia de los sin techo. En cambio, La señorita Porcel es una suerte de “reescritura” de ese material fílmico pero esta vez con el objetivo de la cámara apuntando hacia arriba.
–Yo creo que hay cosas que sabés y las tenés muy claras con la cabeza pero que cuando las vivís y las podés tocar tienen otro impacto. Y son esas huellas de impacto lo que queda y que después se retoma en lo que uno escribe y bueno, en este caso sí, tiene mucho que ver con eso. No fue una relación intencional, pero claro que está relacionado. Y además esto no es lo más importante, pero creo que cuando escribís, ese momento en el que el personaje está en el borde, los momentos de las grandes decisiones, me gusta agarrar al personaje ahí. Es el momento donde tiene que tomar partido, como dice Graham Greene en El americano impasible: hay un punto donde tenés que decidir. Estoy acá o estoy allá. Creo que hay algo del sentimiento de la gente que se viene abajo en lo económico o en lo afectivo que a mí me llama especialmente como puerta para empezar una historia. En La señorita Porcel hay resentimiento pero también me parece que hay miedo. En comparación con los personajes de Kavanagh, que si bien se están viniendo abajo, la vida de ellos pasa por otro lugar, y acá parece que estuviera todo muy concentrado en este derrumbe, hay más miedo. Porque de alguna forma, cuando la crisis ya sacude los cimientos, por más que ellos estén arriba, están arriba de algo y si esa base se desintegra esos que están arriba se van a venir abajo también. Eso es lo que les crea resentimiento y miedo. Yo quería laburar con un personaje que estuviera con bronca y que estuviera resentido. Con esa cosa de cómo una situación violenta a veces sólo se puede responder con la violencia. A veces es una violencia que no trasciende, es una violencia interna de resentimiento. Pero hay situaciones, o mismo la frivolidad, que es un hecho violento que genera violencia.
Claro, en esta novela entra en escena en uno de los momentos más crispados de la propagación del discurso del miedo.
–Sí, ahora que están todos atrincherados, y donde está maquinada esta sensación de inseguridad para que todo el mundo esté aterrado. Sí, bueno, creo que en el momento en el que revisás una época no estás libre, por suerte, de la época desde la que estás revisando. Creo que esta misma gente que aparece pintada acá, su conducta es casi como una prolongación lógica de lo que hacían en ese momento.
Esther Cross tensa la realidad de esta clase hasta desenmascararla en el absurdo. Hay un manejo de la ironía que es llevada al extremo. Así, aparecen escenas tan exquisitas como grotescas: una señora “bien” que se suicida tirándose del último piso de un shopping, un grupo de cobradores que van vestidos de frac y galera, matando a los deudores de vergüenza, una genealogía del uso del diminutivo con el que la gente de clase va alternando los “Roberto” padre con los “Robertito” hijo. En la novela se opina también sobre las obras de arte. Su protagonista se encarga de destruir una instalación “que consistía en el encendido y apagado de la luz de una sala vacía a intervalos regulares”. Lo único que tiene que hacer entonces es desactivar los fusibles de una caja de luz para que la instalación deje de consistir: “Cuando la totalidad de una obra se basa en una ocurrencia se corre este tipo de riesgos”.
Herencia y legados
“Porque escribir, más que preguntar, es afirmar la pregunta de una vez por todas”, se lee en Kavanagh.
Su padre le habilitó el don, no sólo por la biblioteca de la que sería heredera –él fue profesor de literatura– sino también porque a los 17 años, cuando Esther Cross decidió que quería ser escritora, él salió de la casa “para dar un paseo”. Al rato volvía con un regalo para ella: Un cuarto propio de Virginia Woolf. El le abrió la puerta, y ella aceptó el juego.
Comenzó la infancia leyendo a los hermanos Grimm, los cuentos de Perrault y Stevenson. Lo primero que escribió fue poesía, y la marca de lo lírico todavía está presente en sus textos. En la escritura de Esther Cross hay una preocupación por la búsqueda de la palabra combinada al registro de la oralidad. Esto, unido a la cuidadosa disposición de la frase en el espacio, hace que tanto el grito como el silencio sean posibles en una misma página.
“A mí me gusta que me cuenten historias, eso desde ya, pero la habilidad de la trama perfecta es algo que con el tiempo me está interesando cada vez menos. En el momento en que soy consciente, que digo, uy, mirá qué bien, acá dijo esto porque después lo va a retomar más allá... empiezo a desconfiar también. A mí me gustan los libros que te meten en su mundo. Me gusta un libro donde hay un autor que tiene una visión del mundo y entonces te abre esa compuerta y te metés ahí adentro, autores que tienen una forma de contar la vida. Porque al final suena solemne, pero lo que estás contando es eso. Una escritura que te propone una visión distinta, que te hace preguntas. En ese sentido, por ejemplo, cuando yo tenía 20 años y leía los cuentos de Borges, me parecían emocionantes. En un sentido estético, eran la perfección y ahora lo que me pasa es que me siguen pareciendo también cuentos excelentes pero los siento como textos más cerrados, donde todo está tan cuidado y es tan perfecto que el autor me está contestando la misma pregunta que él se hace a sí mismo. Todo empieza y termina en el escritor. Hay escritores que quizás son menos perfectos –tampoco esto es para hacer una elegía de la imperfección– pero hay escritores que están menos ocupados en la perfección y lo que se pone en juego es otra cosa, es otra pulsión y a mí lo que más me conmueve es eso.
Por ejemplo, Goyen es un escritor que le pifia muchísimo. Hacer una selección de sus cuentos da laburo, porque él se equivoca mucho. Pero bueno, se equivoca justamente porque no es el mismo escritor en todos los libros, porque él va cambiando y su escritura es un reflejo de su vida, un reflejo de todo lo que le va pasando, y en ese sentido a mí me interesa más el movimiento que lo estático. Al final se trataría de tener las agallas de hacer lo que querés, de contar lo que querés. ¿Para qué vas a ir a contramano? Si yo creo que nadie escribe para tener éxito. Para que te vaya bien, no sé, seguís otro tipo de carreras, como administración de empresas.
Cuando se te ocurre una historia ¿te preguntás para qué escribirla?
–Es que cuando se te aparece la historia, yo creo que no te preguntás mucho. Es algo que te pasa. Es un acontecimiento. Apareció la historia, te agarra y te lleva. Lo que sí me pasó al escribir la novela corta Radiana es que me di cuenta de que ya no puedo forzar la escritura. Después de todo escribir bien... todo el mundo puede escribir bien. Con una educación básica más o menos asegurada y con la difusión del libro que hay ahora que antes no había, ya no puede ser un paliativo que digan “este libro me pareció una porquería pero está bien escrito”. Escribir porque de golpe a cierta edad sentís que tenés como una habilidad mínima para armar una historia, aunque eso no garantice nada ¿para qué?
¿Qué le sobra y qué le falta a la litera-tura de los nuevos narradores?
–Yo creo que hay narradores buenísimos ahora. Como Mariana Enriquez, otros muy distintos son Ariel Magnus, Ariel Bermani que también tiene textos muy interesantes. Y después, bueno lo que por ahí a mí no me interesa tanto es esa complacencia, ese hablar desde el yo pero de manera agigantada, como metido en un ombligo. Sí, es eso. Pero eso no creo que tenga sólo que ver con los narradores. Lo que me molesta bastante, como pasa siempre, en que eso se transforme en algo como de canon o de moda, como si fuera algo tan nuevo. De hecho Virginia Woolf dice que la literatura del yo arranca un poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Veo eso, a veces algo inconsistente. Pero me parece que, como en todas las generaciones, hay escritores excelentes.
Tanto en Kavanagh como en La señorita Porcel los narradores son herederos. La postal de fondo de estos herederos es la miseria, la del país y la suya propia. ¿Desde qué herencias escribís vos?
–En cuanto a lo literario estoy temporalmente en una generación bastante especial. Oficialmente se remitía a lo que eran los padres literarios que en realidad eran abuelos literarios, porque hubo una generación muy silenciada. Entonces creo no es lo mismo venir después de una generación de escritores que fueron censurados y perseguidos a que si eso no hubiera pasado. Evidentemente no puede ser igual, y a mí me parece que todo eso desemboca en una generación que es la de la gente de mi edad que recibe ese legado. Por un lado la cosa más establecida, más de canon, y por otro lado tener que salir a buscar, leer desde otro lugar, pensar cuando te acercás a un texto, hasta qué punto te querés olvidar o no, intencionalmente, en qué momento fue escrito. No creo que uno sea inocente de todo eso después cuando se sienta a escribir, o cuando ves un tema como éste de la clase media alta ante una crisis económica. No es lo mismo saber que esa clase media alta fue cómplice de lo que pasó en los años ’70 que no saberlo. Es otra lectura, es inevitable.
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