Domingo, 11 de abril de 2010 | Hoy
El último 24 de marzo, Carlos Gamerro participó en Leipzig junto con Laura Alcoba y Pablo Ramos de una mesa titulada “Los hijos de la memoria” –organizada por el comité para la participación argentina en la Feria de Frankfurt–, en la que se debatió acerca de la literatura escrita durante y después de la dictadura militar, relacionada con el período histórico y sus aspectos centrales en materia de memoria y derechos humanos. Este texto reconstruye esa presentación, incorporando reflexiones y conversaciones mantenidas entre los autores participantes (Tununa Mercado y Félix Bruzzone, además de los ya mencionados) y con el público presente.
Por Carlos Gamerro
Como soy narrador, antes que ensayista o conferencista, voy a empezar hablando de tres descubrimientos que hice mientras trabajaba en algunas de mis novelas. Cuando estaba escribiendo Las Islas, que trata, entre otras cosas, de la Guerra de Malvinas, quise entrevistar a los soldados que habían participado en ella. En su ensayo Experiencia y pobreza, Walter Benjamin famosamente dijo que durante la Gran Guerra los hombres “volvían mudos del campo de batalla” y, agregaba, “no enriquecidos sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable”. De eso que había pasado en las trincheras, los soldados que volvían no podían hablar, eso que habían vivido nunca había pasado antes. Jorge Luis Borges nos recuerda, una y otra vez, que el lenguaje, para comunicar, requiere de experiencias compartidas. Palabras como “rojo”, “verde” o “violeta” nada pueden decirle a un ciego de nacimiento; ciegos también, y sordos, eran los oyentes de los soldados que volvían de las trincheras, educados por tres milenios de literatura épica y relatos orales a concebir la guerra como el terreno privilegiado donde se desplegaban valores como el honor, la gloria o la hombría. Mi descubrimiento personal fue que los soldados volvían de Malvinas no mudos sino lacónicos. Me miraban como si supieran de antemano que yo no iba a entender, que las mismas palabras significarían, para nosotros, cosas diferentes. Entre ellos, en cambio, se entendían perfectamente. Cada palabra que usaban, como “frío”, “pozo de zorro”, “balas trazadoras”, “bombardeo naval”, desbordaba de paisajes, situaciones y vivencias definidas y precisas, infinitamente ricas y sugerentes, aterradoras, intolerablemente vívidas. Uno de ellos las pronunciaba; los otros asentían, generalmente mudos. Para hablar conmigo, todas las palabras parecían insuficientes; para comunicarse entre ellos, las palabras eran casi innecesarias: lo mismo valían los silencios y los gestos.
Yo me había acercado a ellos con timidez, casi con vergüenza. ¿Cómo iba a escribir yo, que no había estado en la guerra, desde el punto de vista de un ex combatiente? ¿No estaban ellos, los que habían estado, mucho más capacitados para hacerlo? Pero estos encuentros que tuve con los ex combatientes paradójicamente sirvieron para infundirme confianza. Tuve una intuición en ese momento. Sentí: ellos no necesitan hacer real esa experiencia mediante el lenguaje. Yo, que no estuve allí, yo, el que nada ve y el que nada siente ante esas pobres palabras en que destila todo lo que vieron y vivieron, me veo obligado a construir esa experiencia con las palabras; debo hacerla verdadera para mí, primero, y si lo logro, hay una buena probabilidad de que logre hacerla verdadera para mis lectores; y quizá, quién sabe, verdadera, de modos nuevos, incluso para ellos, los que estuvieron. Ese fue mi primer descubrimiento, obvio tal vez, pero una de esas verdades que sólo valen si uno las descubre por su cuenta: que la pobreza de la experiencia puede ser suplida por la riqueza de la imaginación y, sobre todo, por el trabajo de la escritura, que no siempre el que ha tenido la experiencia será el que mejor la cuente.
Se cuenta, entonces, una experiencia que no es enteramente propia; pero para tener la urgencia de contarla –y sin esta urgencia no hay literatura posible– tampoco debe ser completamente ajena. ¿Por qué quería yo contar la Guerra de Malvinas? Hasta donde alcanzo a ver, mis motivaciones personales no eran ningún misterio. Soy clase ’62, la clase que fue a Malvinas. No fui a Malvinas. Malvinas, en ese sentido, me dejó la sensación de una vida, quizá también una muerte, paralela, fantasmal (la mía, si me hubiera tocado ir a la guerra). La ficción no sólo existe en la literatura, existe en cada uno de nosotros, en esas otras vidas posibles que se desarrollan paralelamente a la que nos tocó, o elegimos. Ese fue mi segundo descubrimiento: que la literatura puede ser autobiográfica en negativo: la historia no de lo que nos pasó sino de lo que nos pudo haber pasado.
Cuando mis novelas ya fueron varias, y mi afición a tratar en ellas el pasado reciente una rutina, un lector se acercó a preguntarme: “¿Y? ¿Para cuándo la novela del corralito?”. Me hice la pregunta a mí mismo. La época sin duda me había marcado, como a la mayoría de nosotros. Viví cada una de las angustias de ese tiempo, mis padres perdieron sus ahorros, yo perdí mi casa. Y, sin embargo, es algo que no caló con la profundidad necesaria: me lastimó la piel, me magulló los músculos, pero no se revolvía en mis tripas, ni se me alojaba en la médula de los huesos. La escritura necesita de raíces más profundas. Se nutre sobre todo de lo que no logramos percibir o entender en su momento; por eso éstas se hunden tantas veces en la adolescencia, la infancia temprana, e incluso la época anterior a nuestro nacimiento; luego, esas vivencias que nos convierten en otro, que nos cambian para siempre. Este fue mi tercer descubrimiento: hay experiencias que nos afectan, y experiencias que son la materia misma de la que estamos hechos. Estas últimas son el más poderoso motor de la escritura.
La literatura argentina sobre la dictadura pasó por cuatro etapas, etapas más lógicas que cronológicas. La primera (que por excesivo énfasis en el tema de la memoria de la dictadura obvié en mi presentación en Berlín, omisión que me ayudó a remediar Sergio Chejfec, presente entre el público) fue la literatura producida durante la dictadura, cuando cualquier revelación sobre lo que estaba sucediendo sería no sólo censurada sino castigada con la muerte. Las estrategias habituales para eludir la censura: la elipsis, el desplazamiento, la alegoría más o menos evidente, se extremaron en esta situación de censura de muerte. Ejemplar en este sentido es Respiración artificial de Ricardo Piglia (1980), novela tan críptica e inteligente que estaba garantizado que los militares no podrían entenderla, y en la cual la desaparición forzada de las personas, ya que no podía decirse, se realiza haciendo desaparecer a un personaje del texto de la novela. La literatura del período necesariamente debe haber tenido una elaboración diferente en los escritores que vivían en el exilio (obligado o voluntario) y publicaban en el extranjero. Pero en Nadie nada nunca (1980) de Juan José Saer o en Cuarteles de invierno (1982) de Osvaldo Soriano también se optó por versiones más o menos indirectas o metafóricas: como señaló Laura Alcoba, los exiliados, por solidaridad mimética, podrían haber limitado su propia libertad de expresión a imagen y semejanza de los que se habían quedado en situación de riesgo.
La etapa siguiente estuvo marcada por la producción discursiva de los participantes directos: militantes y sobrevivientes de los campos de concentración de la dictadura. La forma privilegiada fue el testimonio: lo sucedido en aquellos años había sido escamoteado, negado, borrado, desaparecido; era esencial rescatar la historia, oponer la verdad a las ficciones de la dictadura. En lo discursivo, recordemos, la dictadura y el periodismo cómplice fueron sobre todo creadores de ficciones: estábamos librando la tercera guerra mundial contra el comunismo, los desaparecidos estaban vivos en Europa, estábamos ganando día a día la Guerra de Malvinas. Frente a las ficciones del poder, la literatura se vio obligada a ocupar el lugar de la mera verdad: la imaginación era innecesaria, casi irreverente. El Nunca Más fue el texto fundamental del período: un informe, cuyo fin principal era el de establecer la verdad de los hechos, pero también una colección de relatos, que funda un género discursivo: el Decamerón o Las mil y una noches de los años oscuros. En esta etapa aparecen también novelas que oscilan entre la ficción y el testimonio, como Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso (1984), y ese otro Decamerón, ahora de los años de la militancia, que es La voluntad de Martín Caparrós y Eduardo Anguita (1997-1998). Posteriores, pero asimilables en algunos aspectos a la producción de esta etapa, fueron Villa de Luis Gusman (1995) y El fin de la historia de Liliana Heker (1996), novelas en las cuales la novedad está en haberles dado voz y adoptar el punto de vista de los victimarios –como el médico que trabaja para López Rega en la novela de Gusman–, o de una militante que pasa a colaborar con la represión, como en la de Heker.
Paralelamente empieza a elaborarse la literatura de los que podríamos llamar los testigos, aunque quizá les convenga mejor la palabra inglesa bystanders, que designa al testigo-observador más que al testigo–participante; niños o como mucho adolescentes cuando aquel fatídico 24 de marzo de 1976, demasiado jóvenes para la militancia y mucho más para la guerrilla; testigos a veces directos, como Laura Alcoba en La casa de los conejos (2008), novela que narra, desde la perspectiva de una nena de siete años, la vida cotidiana en una casa operativa de Montoneros; a veces meramente testigos de los silencios, las verdades a medias, o directamente las mentiras que nuestros mayores nos impartían. En esta etapa regresa la mirada indirecta, los testimonios sesgados y refractados de la primera, pero ahora no por necesidad práctica sino por elección estética, como la más adecuada a la naturaleza incompleta, bloqueada, turbia de la experiencia: como en las novelas Dos veces junio (2002) y Ciencias morales (2007) de Martín Kohan, con su énfasis en las actitudes de los que, como un colimba o una preceptora de escuela, habitan rincones remotos del aparato represivo, o La ley de la ferocidad de Pablo Ramos (2007), en la cual la violencia exterior es referida, metafórica o más bien metonímicamente –porque no se trata de un juego de analogías sino de contagios mutuos–, por la cadena de violencia familiar, y donde el orden moral se trastrueca cuando el hijo sometido a la violencia del padre se regodea de que éste, preso por la dictadura, deba “sentir en carne propia la ferocidad interminable de un sistema invencible”.
Y por último –por ahora– llegó la literatura de los que no tienen recuerdo personal alguno; que saben porque escucharon las historias familiares, o leyeron, o investigaron, o imaginaron lo sucedido. Albertina Carri en la película Los rubios (2003) o Félix Bruzzone con 76 (2007) y Los topos (2008). Los caminos parecen dividirse: en algunos casos, el de un furor investigativo, de llegar a la verdad, reponer lo elidido o desaparecido de la memoria o los relatos familiares y sociales. Pero esta investigación no logra a veces más que hacer presente la ausencia, como sucede en el documental-ficción de Carri. Otras veces, la imaginación se sacude todo imperativo de verdad y rellena y aun desborda los huecos de la historia, que parece ser la estrategia de Los topos.
Suele decirse que para entender un período histórico, sobre todo si es traumático, se necesita dejar pasar el tiempo, a veces una o dos generaciones (o tres o cuatro, subirán la apuesta los interesados en que nunca suceda). Pero el tiempo no pasa solo, hay que hacerlo pasar: no es tiempo de espera sino de trabajo incesante. La distancia no se crea con silencio sino a fuerza de escritura. Si se dejan pasar treinta años a la espera de ese momento adecuado, estaremos, treinta años después, todavía al comienzo. Cada escritor se apoya en lo que han hecho los anteriores; porque lo han hecho, puede pasarse a una segunda etapa, o a una tercera. En este proceso inciden todas las prácticas de la sociedad, no sólo la literatura. No importa cuánto tiempo ha pasado, lo que importa es lo que ha pasado en ese tiempo. En la Argentina, en los últimos 34 años desde el golpe, se realizaron los Juicios contra las Juntas, que continúan ahora con los otros responsables; se reivindicó y reparó, en la medida de lo posible, a las víctimas, se restableció la identidad a muchos cuerpos, se recuperaron muchos chicos arrebatados a sus familias. Si no hubiera sucedido todo eso, la literatura seguiría atada a las funciones más básicas del testimonio y la denuncia. El discurso de los derechos humanos, por su vinculación necesaria con la Justicia, es, necesariamente, un discurso de verdad; la literatura no lo es, no necesariamente, y puede, si no oponerse, hacer otra cosa. Cualquier cosa, como dijo Beatriz Sarlo a propósito de Los topos, novela cuya deriva, más que decurso, lleva al protagonista, hijo de desaparecidos, desde una vinculación a regañadientes con la agrupación H.I.J.O.S. hacia planes de venganza personal que lo impulsan a convertirse en travesti y, eventualmente, a convivir en cálida felicidad conyugal con el Alemán, un sádico-tierno, amante-torturador de travestis quizá vinculado con la dictadura. El protagonista, cuyo padre le fue señalado por la propia familia como topo (doble agente), se convierte a su vez en otro topo-traidor que intenta desmarcarse de lo que los discursos oficiales le impondrían, y a quitarle a la palabra H.I.J.O.S. las mayúsculas y los puntos.
Los discursos de la ficción adquieren, en la obra de estos autores, máxima independencia de discursos como los de la militancia o los de los derechos humanos, que pueden considerarse solidarios, pero no por eso rectores. No es que la literatura esté por encima, ni que se constituya en discurso soberano (en todo caso estará al costado, en un lugar marginal, o menor). Esta independencia respecto de los discursos de verdad va de la mano con otra: la independencia de los discursos de la experiencia y los de la memoria, subsidiarios de aquélla. Y no nos parece adecuada esta etiqueta de “hijos de la memoria”: contra la visión necesariamente maniquea del discurso de los derechos humanos, que opone la necesidad de la memoria al discurso del olvido interesado, la construcción de una memoria en los discursos de ficción parte de la comprobación de que el olvido, lejos de ser el opuesto de la memoria, es su componente creativo; que la memoria no es igual al registro del pasado sino una versión de éste, siempre cambiante, urdida en función de las necesidades del presente, la más acuciante de las cuales es la de la construcción de la identidad. No hay –lo señala Beatriz Sarlo en su Tiempo pasado– diferencia fundamental entre la construcción de la memoria por parte de los protagonistas, de los testigos, de los que no tienen experiencia directa para recordar: cada memoria personal es un constructo hecho de recuerdos personales, relatos oídos, los discursos de la historia y los medios masivos, sólo que en la obra de estos últimos autores esto se vuelve más evidente que nunca antes. En contra del sentido común, que nos dice que son los protagonistas, o los testigos, los más indicados para recordar y contar la historia, ellos indagan de manera absolutamente novedosa y potente en una época que no vivieron, pero que los gestó en su vientre; tienen pleno derecho a hacer lo que quieren con ella, porque ella los hizo; la mudez no es problema para ellos, porque no están volviendo del campo de batalla: en él nacieron.
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