Domingo, 23 de mayo de 2010 | Hoy
De la crisis de 2001 a las aventuras africanas, Ojos negros arma un periplo existencial que busca jugarse el todo por el todo.
Por Sergio Kisielewsky
Si en El cielo protector Paul Bowles elige varios narradores para el abordaje de una acción de derrota de unos seres refugiados y perdidos en el corazón del desierto, Ojos negros apoya el peso de su fuerza narrativa en una trama policial que va de Africa a México. Son historias de peregrinos, claro, lo que los une.
Modesto Vargas, un detective a punto de jubilarse, descubre unas grabaciones sospechosas. En el camino entre el Congo y Angola, Miguel, un argentino en apuros por la crisis, sin trabajo, es testigo de las secuelas de la guerra, la mafia de los diamantes y las andanzas de los rufianes de turno. Creencias, crímenes y correrías. Sin prisa pero sin pausa la escritura se convierte en un mapa donde desfilan los paisajes desolados y las costumbres de un lugar ajeno, árido, inconmovible. Miguel por supuesto está aterrado y lo disimula con dignidad. Encuentra y desanda amistades con la frecuencia de un minutero y llega a entender a esos pueblos extraños cuando ya debe regresar a Buenos Aires. No es sencilla ni liviana la mochila que carga Miguel y no sólo porque en ella debe transportar joyas. Viene de separarse de Alicia, está desocupado luego de la gran crisis de 2001 en la Argentina y acepta un encargo por lo menos riesgoso en una zona a priori exótica y lejana. Es la tierra en que alguna vez luchó Lumumba, el héroe de la Independencia del Congo, y gran parte de los angoleños, pero ahora las cosas tienen otro color, el mundo cambia tan de prisa que no hay forma de que el vértigo se transforme en un modo de pensar. “El quid está en liberar el brillo”, escribe Sguiglia mientras los diamantes se tragan para luego venderlos.
El narrador suelta el pie del freno y da con un modo de decir cuando conoce a Laura, una médica trotamundos que sólo se calma mediante el trabajo y el deseo, o con Didí y Pierre cuando realizan un viaje a la intimidad del desierto y a la de sus vidas trashumantes. Didí confesará entre caminos polvorientos y gasolineras que fue feliz trabajando en una carnicería en Rotterdam. Y entonces el lector se pregunta si las últimas partes son las mejores cuando el tono se asemeja a algo familiar. Miguel militó en los ’70, es un sobreviviente, y más de una vez tuvo que saltar por los muros y arañar las piedras. Aunque ahora no es un chico y ya no escucha a su padre, aunque tenga que escapar de un detective mexicano que sólo busca jubilarse con el trofeo ajeno, Miguel será una y otra vez pieza de relojería de un cálculo que no siempre es exacto. Ni en la vida ni en la escritura. Pero que reconcilia a la necesidad vital de jugarse el todo por el todo con las ansias de aventuras y de viajar para después contarlo.
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