Domingo, 6 de junio de 2010 | Hoy
Es indudable que Chuck Palahniuk se ha convertido en algo más que un escritor de moda. Icono, fetiche e inspirador de clubes de la pelea, ahora es el turno de su incursión en el mundo de la industria del porno. Y lo hace a su manera desmesurada y llena de amor por los freaks.
Por Rodrigo Fresán
Una forma posible de desmontar las piezas de Chuck Palahniuk (Pasco, Washington, 1962) sería la siguiente: la fascinación por la estupidez humana y el poderío aforístico de Kurt Vonnegut (pero nada de su sensible humanismo y moralidad), la adicción a los paisajes de la entropía de J. G. Ballard (pero nada de su frialdad forense y flema británica), la propensión a provocar polémicas de Martin Amis (pero nada de su prosa bellow-nabokoviana), la fina capacidad para sintonizar los miedos del norteamericano medio de Stephen King (pero nada de su sentimentalismo redentor), y la crueldad casi diabólica de Bret Easton Ellis (pero nada de su compulsión por lo fashion o por la tan fitzgeraldiana “diferencia” de los ricos). Sumarle a estos ingredientes la masa atómica del propio Palahniuk y lo que hace la diferencia en la receta que suele prepararnos, casi anualmente, desde 1996. A saber: su casi evangélica cruzada predicando las idas y vueltas de freaks a los que ama y captura –según ha confesado– adentrándose como un lobo feroz en el bosque frondoso de las leyendas urbanas, los datos raros, los hechos históricos bizarros y las bromas de mal gusto, rematándolas, siempre, con un “Esto es verdad” o un “En serio” o un “Créetelo”. Comprobarlo en su no-ficción –Error humano y en Fugitives and Refugees– y comprender su orgullo por haber conseguido que los freaks imaginados en El club de la lucha hayan ascendido, dicen, a culto real.
Aclarado esto, puede agregarse que, asimismo, en Palahniuk conviven dos Chucks diferentes. El primero y mejor de ellos es un nihilista de altura y un escritor satírico de cuidado especialista en invadir como un virus terminal paisajes sanos. El segundo y peor es el que sucumbe al peso de su propio escandaloso mito y se deja tentar por temas y ambientes donde hay poco y nada para transgredir porque ya son atmósferas transgresoras per se que, además, fueron contadas con mayor talento. Así, los libros posteriores a Snuff demuestran a la perfección ambas pulsiones: Pigmy (2009) nos revela a una célula durmiente terrorista camuflada como estudiantes de intercambio internacional, mientras que la reciente Tell All tropieza con las indiscreciones del Hollywood dorado mejor exploradas por otro tipo peligroso: James Ellroy.
En Snuff tenemos a ambos Palahniuks haciendo lo que mejor saben deshacer y, quizá, lo que mejor no deberían hacer. Porque ¿qué sentido tiene documentar las tribus del porno luego de, por ejemplo, el film Boogie Nights de Paul Thomas Anderson? La respuesta que ofrece Palahniuk a esto último pasa por subir el volumen hasta 11 para –inspirándose en la verídica Annabel Chong, quien se acostó con 70 hombres hasta los 251 orgasmos en 70 horas– narrar gloria, pasión y muerte extática de Cassie Wright. Una sacerdotisa X –más polvos de agujero negro que polvo de estrellas– empeñada en romper la marca de fornicación serial frente a una cámara a lo largo y ancho de apenas un día. Sus apóstoles son tres hombres en fila –entre 600 voluntarios– esperando a ser inmortalizados entre las piernas, detrás, arriba o debajo de Cassie Wright. Mientras aguardan su turno, recorren su pasado y explican que los trajo corriendo para correrse aquí. Y la tensión aumenta, la temperatura sube y, como suele suceder en el Mondo Palahniuk se alcanza el –nunca mejor dicho– clímax de revelaciones y gemidos y más de una pequeña gran muerte.
En resumen: Palahniuk es el equivalente por escrito de ese otro maníaco referencial llamado Quentin Tarantino (ya verán, estos dos tarde o temprano acabarán trabajando juntos) y Snuff es muy divertida y el más perverso y culposo de los placeres: pura Pulp Fi(x)tion. El tipo de engendro que le hizo preguntarse a una crítica de The New York Times “¿Qué nos está pasando cuando el país que produjo a Melville, Twain y James ahora venera a Palahniuk?”. Y la respuesta tal vez sea que los genios creadores de Moby Dick, Tom Sawyer y Daisy Miller –más allá de su muy superior calidad y talento– jamás se atrevieron a poner por escrito sus más profundas e inconfesables fantasías. Es ahí donde, pienso, reside el valor y la valentía (y la adictiva gracia) de Palahniuk. Una bestia que –si es verdad aquello de “el sueño de la razón produce monstruos”– se atreve a detallarnos lo que produce la pesadilla de lo irracional. Y lo que produce es nada más y nada menos que cosas como Snuff, firmadas por alguien que alguna vez nos advirtió que “tu corazón es mi piñata”.
Aquí viene y aquí vuelve entonces, sonriendo, palo en mano y listo para pegarnos –porque sabe que en algún lugar nos gusta cómo nos pega– este glorioso bastardo que, entre un golpe y otro, nos explica que Adolf Hitler fue el inventor de la muñeca inflable.
De verdad. En serio. Créetelo.
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