Domingo, 4 de julio de 2010 | Hoy
El Fiera, el pibe y los otros (Galerna) es el nuevo libro de Enrique Medina, inclasificable en su género pero absolutamente reconocible por las marcas de su autor. Desde los años setenta, sobre todo a partir del resonante Las tumbas, Medina viene desarrollando un realismo tan vívido como subterráneo, pero en sus numerosos libros ha ido incorporando técnicas y puntos de vista novedosos. Voces ásperas y simultáneas, narraciones femeninas, infantiles y adolescentes, hasta formar un fresco disonante y expresivo sobre los márgenes sociales, que ha conocido de cerca como muy pocos escritores argentinos.
Por Luciana De Mello
Una mañana de 1973 Enrique Medina fue citado por la Policía de Moreno, seccional Moralidad. Hacia ahí se dirigió sin compañía de abogados, ni de amigos ni del miedo que sentiría más tarde al recordar el episodio. La causa del apriete: la publicación de su libro Sólo Angeles: “Vos sos un boludo, no escribas más contra nosotros” le decía el policía que tenía enfrente, ya encolerizado por las explicaciones que Medina le exponía sobre la voz narrativa: “Esto lo dice un personaje que es un marginal y yo no puedo traicionar el pensamiento de un marginado. Usted sabe como yo que un marginal no va a decir que los policías son buenos”. Claro que lo sabía: ese cana que más tarde lo amenazaría con tomar “otras medidas” era un ex compañero de tumba.
La escena es un claroscuro que define no sólo el sarcasmo del destino, la delgada frontera que une a víctimas y victimarios, sino también el espacio literario que contiene y desborda a Medina. No hay límites precisos, Medina es un raro de la literatura argentina que no entra en encuadres literarios, ni en bares literarios, ni en círculos literarios. Como apuntó Juan José Sebreli, “quizá sea el único escritor argentino de clase baja –-su padre fue un boxeador fracasado, su cuna fue un cajón de manzanas tapado con diarios– y esa condición lo hace sentirse aislado en un medio literario donde predominan la clase media y la clase alta casi con exclusividad”.
Sí, pero luego del reformatorio también estudió bellas artes, cine, teatro, viajó por Latinoamérica para escribir un libro de ensayos políticos, trabajó en cine y en burdeles, charló con Bioy, Borges y Puig sobre su literatura. El chico del reformatorio escribió Las tumbas, uno de los libros más vendidos en el país y que marcó desde entonces una manera de narrar el margen a comienzos de la década del ’70. Imposible aprehenderlo. Sin maestros ni discípulos, ese pibe que se crió dentro de una tumba no vuelve al encierro nunca más. Como en su vida, en su literatura ése es el gesto: una delgada pero constante línea de fuga.
Lejos, se va siempre bien lejos y sólo interrumpe el viaje para sentarse a escribir. Como en el caso de esta entrevista vía mail, charlada en el teclado, Medina responde desde la ruta de otro continente mientras arremete contra la computadora francesa que no le marca la “ñ”.
¿Cómo se sale de un reformatorio?
–Se puede salir por la puerta o por el techo; en mi caso fue fácil salir por la puerta. De todas maneras, sigo creyendo que pasé a un salón contiguo, es decir, sigo estando en un reformatorio, pero mayor. De ahí mi espíritu de nómada, la necesidad de huir constantemente, algo que pude lograr gracias a mi literatura, aunque a medias. Siempre leí en los institutos, primero historietas, después policiales de los kioscos, y luego fue la entrada a las librerías, lo que significaba mayor exigencia. A escritor caí porque primero busqué mi espacio en otras actividades, la pintura, el cine, el teatro. Cuando me di cuenta de que no me encontraba con posibilidades de hacer lo que yo quería, salté a la literatura como última opción. Yo siempre escribí al mismo tiempo que leía. Ya en la escuela de pintura escribía relatos que luego aparecen en mi novela StripTease. Entonces me dediqué a escribir esa novela; pero me di cuenta de que mis personajes estaban bastante desdibujados y que tenía que empezar por el principio, es decir la historia de estos personajes.
¿Cómo fue el momento de escribir Las tumbas?
–Fue un momento muy inestable de mi vida, tuve que irme del país y me fui a Montevideo y mientras trabajaba con una compañía de marionetas, vivía en el camarín del teatro y ahí escribía por las mañanas Sólo Angeles, y por las tardes Las tumbas. Quizá toda mi literatura no haya sido más que la búsqueda de una salida, y esa salida creía haberla tenido durante aquel tiempo de vagabundaje por Latinoamérica. Uno de los motivos por los que viajé fue para escribir un libro, de ensayos. Estaba entusiasmado con toda la epopeya que en ese entonces significaba la política en Latinoamérica. Pero poco a poco me fue absorbiendo la vida cotidiana, y me olvidé del libro que quería hacer, de lo cual me felicito, porque entre vivir aventuras en un libro y vivirlas realmente preferí esto último, y es lo más lindo de mi vida. Pero tuve miedo de seguir, habiendo llegado a México, no me animé a cruzar la frontera para seguir y cumplir con el sueño de llegar a Hollywood y trabajar en cine. Cosa que me criticaba Puig, porque él sí se había animado a Europa, y llegó a trabajar como asistente en el equipo de guionistas del neorrealismo italiano. No me animé a saltar a Estados Unidos porque ya llevaba diez años fuera de mi país, y no quise pasarme otros diez años allá, porque pensé que después uno no vuelve más. Pensaba en mi abuela, que se quedó extrañando sus olivares de Jaén; a ella le hice un homenaje en Transparente. Además yo ya estaba muy cansado. Pero sigo lamentando no haber tenido el valor de atreverme a esa aventura. Moriré lamentando esa achicada.
Pero tiempo más tarde estuviste en Arizona enseñando literatura latinoamericana.
–Sí, fue riquísima la experiencia, y me ayudó mucho porque fue en la época militar, donde yo estaba totalmente prohibido, y no tenía cómo mantenerme. Ese trabajo me salvó por un largo tiempo. Yo había dejado una novela, Las muecas del miedo, en una editorial, pero estando en Estados Unidos recibo una carta y me avisan que no podían publicármela, por razones obvias. Ese fue el único mal momento mientras estuve allá. Las épocas han cambiado, yo he cambiado, y Estados Unidos en estos momentos está controlado por los lobbies más conservadores. Hoy, mis íconos de entonces ya están muertos. Acaba de morir Norman Mailer y por suerte aún está Gore Vidal. El resto no me atrae. El cine yanqui ya no existe, sólo es efecto y flatulencia inicua.
¿Este trabajo en Arizona fue una suerte de exilio?
–Con el exilio no tuve nada que ver, nunca me exilié, y sufrí en carne propia la persecución, pero nunca puse chapa en la puerta para usufructuar. Nunca participé en política, porque considero que un artista debe tener la mente libre de ataduras. Es muy triste para un creador, cuando está escribiendo una novela, tener que estar pensando “esto es correcto”, o “esto va contra la línea del partido”. Considero que el artista debe ser espiritualmente anárquico, no responder ni obedecer a ninguna convención establecida por el sistema sino únicamente a la lógica de sus personajes. Desgraciadamente reconozco que a veces algunos trazos políticos no beneficiaron mi literatura.
¿El resto de las disciplinas artísticas en las que te formaste la beneficiaron?
–Y... en todos los aspectos se cuela algo; el teatro, en la predisposición mía a hacer diálogos extensos, monólogos, personajes que se contraponen. Buscando a Madonna fue un gran éxito en teatro. La pintura, en los fragmentos sombríos a lo Goya o a lo Rembrandt en Strip Tease; el cine, supongo que el ritmo que logro imponer en mis novelas, gracias al manejo de la compaginación y el montaje como en El Escritor, el Amor y la Muerte. Yo siento que me marcó mucho el neorrealismo italiano y el cine norteamericano negro. De pintores, Berni, Jerónimo Bosch, Brueghel, Cranach, David, Beckman. Antes yo era fanático de todo. También de la música. Admirar lo hace humilde a uno, te permite crecer.
Después de la publicación de Las tumbas Medina escribió veinticuatro libros más, a razón de uno por año. Hubo urgencia de narrar y esa urgencia se lee en sus textos, en sus personajes desbocados que se expanden en extensos monólogos donde la voz narrativa parece no tener una intervención de transcripción. Por el contrario, los personajes se imponen frente al autor marcando un acento íntimo, intrínseco a la clase social a la que pertenecen, subvirtiendo los efectos de la lengua literaria.
Su último libro, El Fiera, el pibe y los otros es difícil de clasificar dentro de un género. Es un texto, marca Medina, plagado de voces que cuentan durante un mismo día de lluvia desde diferentes barrios porteños, sus obsesiones, soledades y miedos. Pero sobre todo, lo que ellos observan es la violencia que los rodea, ya sea desde los binoculares de un viejo que se masturba en su balcón, o desde la ventana de una anciana de Barrio Norte que, indignada porque la municipalidad le cortó su árbol de la vereda, apenas nota el robo al supermercado chino de enfrente. Una violencia que está concentrada en la mirada de la clase media argentina condenando a los otros, el fiera y el pibe, que esa mañana de lluvia buscan salir de la miseria de Fuerte Apache con una 45 en el bolsillo de la campera.
En los relatos de la segunda y tercera parte del libro se narra la ciudad de Buenos Aires desde distintas perspectivas, como la lluvia que cae en diferentes barrios provocando diferentes barros.
¿En cuál estás parado vos para contar?
–Creo que cuando decís: “como la lluvia que cae en diferentes barrios provocando diferentes barros”, es exactamente así. Las palabras que componen un texto semejan una lluvia que moja sin discriminar ni para bien ni para mal. Yo no sé quién condena a quién en este sistema. Sé que es difícil aceptar cosas impuestas, pero la gente está muy cansada simplemente por sobrevivir y le resulta fácil entregarse a lo que nos dan ya masticado, sin permitirnos analizar las cosas desde nuestra perspectiva. Lo que sé es que el hombre no es más que un eterno proyecto en busca de una hipotética perfección, y, por lo tanto, todo aquello que se da por terminado, por hecho, por superado, no son más que estrechos escalones que, muy de a poco, nos están llevando a algún lado sin saber a dónde. Actualmente estamos en un período confuso... Mirá, en tiempos de Cervantes, fue muy popular el Quijote porque todos los lectores lo interpretaban como una crítica a los intelectuales, a su pérdida del sentido de la realidad; y al cabo de los siglos, es al revés. ¡Los revolucionarios se identifican en serio con Don Quijote, es su héroe, ya no perciben el sarcasmo del narrador! Por suerte, nunca fui preferido por un régimen político, ni respaldé ninguna posición ideológica. No quiero ser una marioneta. Mis personajes se pueden interpretar de muchas maneras a través del tiempo. Para mis nuevas ediciones puse un poemita como prólogo que me ubica en esta cuestión. Una vez que un texto se publica ya no es de uno y cada cual puede opinar lo que quiera, aun desconcertando al autor. Cuando yo escribo, soy un personaje más. Puedo meterme en la piel del victimario como en el de la víctima. Me revientan los esquemas. Me revienta la predisposición a someternos a conceptos maniqueos. Fundamentalmente mi literatura está hecha en las antípodas de ese criterio macartista, en el que las cosas se juzgan más desde una posición supuestamente correcta en función del esquema dominante, que desde una visión artística independiente de tabúes. Desgraciadamente, cada vez más, se nota que los creadores se están atando, se están esclavizando a un pensamiento único universal que nos amordaza y nos limita en nuestra expresión.
Este libro está compuesto por algunos textos que fueron contratapas de Página/12. ¿Cómo se relaciona la escritura para un medio con la otra más ficcional?
–Para mí la literatura no tiene un formato exclusivo. Todo reside en la propuesta que uno tenga. Yo escribo con la predisposición de dar lo mejor posible, para la publicación que sea. Nunca pretendí sentar propuestas ni establecer criterios o cánones únicos. Creo que la diversidad enriquece y el maniqueísmo mata. Yo no escribo en función del lector, sino en función de mis personajes, que son multitudes, y no fórmulas acomodaticias. Bukowski se reía de aquellos que creían que él favorecía a los violadores por haber escrito el relato de un violador desde la primera persona.
¿Y a la crítica, cómo la recibís?
–Cuando un novelista escribe, cuando escribe ficción, está buscándose, está tratando de entenderse, de saber qué clase de persona es, tratando de encontrar su espacio en esta vida, junto a sus semejantes. El ensayo es otra cosa. Me interesa siempre muchísimo lo que han escrito de mí y siempre lo he agradecido, y más de una vez me ha sorprendido lo que dicen y que ni yo me imaginara que tal o cual personaje (o yo mismo) pudiese ser interpretado de una u otra forma. En este caso puntual, supongo que cada ensayista tiene razones y seguridades, a diferencia de un narrador. Para mí lo más importante en toda actividad creativa es que uno tenga una obra que se haya identificado con el público. Hay escritores extraordinarios, de un talento absoluto, reconocidos, pero que no han tenido la suerte de tener una obra que fuera recibida como propia por el público, y es una injusticia. Yo tuve suerte. Tuve la suerte de que Las tumbas estuviera inmediatamente asociado a mi nombre, y esta suerte no todos los escritores la tienen. Me lo decía Di Benedetto, que leyó mi libro en la cárcel y lo dice en el prólogo a Transparente.
En uno de los relatos de El Fiera... hay una discusión sobre lo que es arte y lo que no. El narrador, hablando de Gardel, dice: “la emoción que se transmite es lo que transforma una simple canción en una obra de arte”. Más tarde afirma: “Gardel cantaba bien pero nada más”. ¿Cómo trasladás este debate a la escritura?
–Creo que escribir bien no es un inconveniente para que una historia sea sentida profundamente por el lector. No son contradicciones: el narrador no se puede hacer cargo de todo lo que digan sus personajes, pero tiene que serle fiel a su pensamiento; esto lo vengo haciendo desde mi primer libro, y especialmente en Sólo Angeles hay discursos contrapuestos que se emparientan con lo que se le cuestiona a mi querido Gardel. Pero, en fin, son puntos de vista y esto es lo lindo del arte, que cuando uno tiene aún libertad espiritual, puede aceptar o renegar de Shakespeare sin tener que darle cuenta a nadie ni estar obligado a justificar una posición en la vida. Recuerdo que Borges me enseñó a leer a Quiroga. Yo admiraba a Quiroga como escritor, y Borges me señaló sus carencias, indicándome cosas que se me habían escapado gracias al talento encubridor de Quiroga. Si Quiroga hubiera tenido mayor cuidado en la forma, su literatura habría trascendido mucho más.
En ese monólogo también se dice que “cuando se pretende cantar para la posteridad, se termina cantando para el inodoro”.
–Hasta el hartazgo hay ejemplos de lo que digo. Y de todos los colores. Por eso es que yo me limito a escribir para mí, y para quien, casualmente, coincida conmigo.
No sólo en los relatos de El Fiera..., sino en muchas de tus novelas anteriores, escribís desde la perspectiva femenina logrando un resultado sorprendente en cuanto a la mirada. No se lee a un hombre contando como mujer.
–Luego de mis dos primeras novelas desde el punto de vista masculino, y por ser novelas fuertes, sentí la necesidad de interpretar otras voces para multiplicar mi espectro narrativo. Por eso fui a lo opuesto, poner a una mujer en primera persona. La tercera persona te permite unas escapadas, la mirada puede ser un poco distante; en cambio la primera persona es un desafío extremo, y siempre me ha llamado mucho la atención cuando leo cosas de mujeres que escriben sobre hombres, que no dan en el clavo; recuerdo que esto lo charlé mucho con Marta Lynch y María Esther de Miguel. A la inversa, traté de cubrir lo que yo creí que era una falta en la literatura argentina. Reconozco que fue una propuesta pretenciosa, pero muchas de mis lectoras me han dicho que mis protagonistas son creíbles, y eso es lo que busco, credibilidad en las protagonistas. Y la autenticidad se da a través de los detalles. Un ejemplo logrado, por ejemplo, un detalle que te da la pauta de que todo lo otro es auténtico: cuando Violette Leduc escribe, hablando sobre el pene, “es la raíz del mundo”, es una línea que no creo que ni Shakespeare hubiera podido escribir. Y cuando John Cheever describe a un personaje que se sienta y cruza las piernas y se aprieta un huevo, no creo que dicha línea hubiera podido ser escrita por una narradora.
En el relato “Bar literario” de El Fiera... juntás a todos los totems nacionales y extranjeros de la historia de la literatura y los ponés a conversar. Si tuvieras que elegir un lugar en la biblioteca, ¿al lado de quién estarían tus libros?
–En un tiempo creí que yo tenía algún lugar, fue el tiempo en que uno “se la cree”. Quizá por eso, hoy, el narrador de ese relato se retira del bar y termina caminando por el centro de la calle cantando un tango. De todas maneras, aunque sea un sueño, me encantaría ser un “apoyalibros” de Eduardo Gutiérrez (que creo que se me olvidó en ese texto, y seguramente un montón más), Martínez Estrada, Céline, Leduc, Marechal, Miller...
¿Cómo se conjuga escribir y sobrevivir?
–Es lo mismo, yo sobrevivo en la medida en que mi escritura me sostiene.
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