Domingo, 15 de agosto de 2010 | Hoy
De los varios cursos que Borges dictó cuando estaba a cargo de la cátedra de Literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, uno solo quedó registrado completamente: el de 1966. De entre todos los autores y períodos de esa literatura, de poderosa influencia sobre su obra, la anglosajona ocupa un lugar de privilegio. Borges resucitó una literatura marginal y de museo para los mismos ingleses y no sólo se valió de ella para forjar la mitología criolla de su obra, encontrando en esas sagas los ancestros de las guerras floridas, los cuchilleros y el tango, sino que se volvió un autor insoslayable para los ingleses interesados en su propia tradición. Carlos Gamerro reconstruye esa relación y se sumerge en el libro Borges profesor (editado en 2000 y reeditado por primera vez esta semana), que reconstruyó con paciencia y maestría aquel curso.
Por Carlos Gamerro
Voy a empezar con una pregunta para la cual ningún énfasis parece ser suficiente. ¿Qué pudo llevar a un escritor sudamericano a interesarse en una literatura tan marginal, tan muerta y tan remota, y sobre todo tan ajena como la anglosajona, hasta el punto de estudiar un idioma que, incluso dentro de la tradición de las lenguas inglesas, apenas unos pocos académicos especializados manejan? Y si esta pregunta tuviera respuesta, quedaría aún esta otra: ¿cómo se explica que haya tenido éxito, que haya logrado habitar imaginativamente esta literatura y esta lengua muertas, hasta el punto de escribir a partir de ellas, de producir un corpus específicamente borgeano de literatura anglosajona, un corpus que los propios ingleses no pueden ignorar a la hora de estudiar la literatura de sus orígenes? Porque habría que aclarar que ningún escritor de lengua inglesa, en el siglo XX al menos, ha logrado recrear esta literatura con la convicción y la vitalidad con que lo ha hecho este habitante de un perdido arrabal sudamericano.
La relación vital y hasta personal que Borges mantenía con la imaginería de la literatura anglosajona era tal que llegaba a soñarla. En “La pesadilla”, conferencia incluida en Siete noches, afirma que su pesadilla más terrible fue la de “un rey del Norte, de Noruega. No me miraba: fijaba su mirada ciega en el cielo raso. Yo sabía que era un rey muy antiguo porque su cara era imposible ahora. Entonces sentí el terror de esa presencia”. El mismo rey, que ahora es “de Nortumbria o de Noruega”, y el mismo sueño aparecen en el soneto “La pesadilla” de La moneda de hierro, que termina con estas palabras: “Sé que me sueña y que me juzga, erguido. / El día entra en la noche. No se ha ido”. “Juzga” debe leerse, entiendo, kafkianamente, como sinónimo de “condena”. ¿Por qué crimen juzga este rey anglosajón o noruego a Borges? ¿Y por qué pasa del sueño a la vigilia y permanece en ella, juzgándolo para siempre, como el cuervo de Poe?
Un esbozo de respuesta a la pregunta inicial podría empezar por una referencia al linaje anglosajón del propio Borges, a través de la abuela paterna, Fanny Haslam. Es lo que sugiere el poema “Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona”: “Al cabo de cincuenta generaciones / vuelvo [...] a las ásperas y laboriosas palabras / que, con una boca hecha polvo, / usé en los días de Nortumbria y de Mercia / antes de ser Haslam o Borges”.
La hipótesis es simpática, pero no explica por qué Borges no manifiesta pareja devoción por Os Lusíadas, debido al origen portugués de los Borges, o por el Poema de Mio Cid, por los Acevedo y los Suárez. Además, si los ancestros fueran tan poderosos, casi todos los escritores ingleses, norteamericanos y australianos deberían también haberse abocado a realizar parejas recreaciones de la literatura anglosajona. La ascendencia anglosajona es aquí más una excusa, casi diríamos un pedido de permiso, que una causa o un motivo. Borges intenta (conscientemente o no) legitimar su presunción ante un auditorio anglosajón imaginario y sus imaginarias censuras.
Es interesante considerar cuál es el corpus específicamente borgeano de la literatura anglosajona, es decir, qué textos selecciona y privilegia Borges. En sus Literaturas germánicas medievales, como corresponde al propósito de divulgación de la obra, es más general y abarcador; lo mismo sucede en el curso de literatura inglesa en la UBA incluido en Borges profesor; la selección es más acotada en la Breve antología anglosajona, y es directamente personal en su poesía y sus relatos. Y lo que se comprueba es que en ellos Borges se interesa sobre todo por las composiciones realistas de las antiguas literaturas germánicas, lo cual lo lleva a preferir el modelo de las sagas islandesas por encima de poemas como Beowulf o El cantar de los Nibelungos, en los cuales es mayor la proporción de lo simbólico y lo mágico. “El arte medieval es espontáneamente simbólico”, escribe Borges en Literaturas germánicas medievales, “conviene recordar esta circunstancia para apreciar lo excepcional y asombroso de un arte realista como el de las sagas en plena Edad Media”.
¿Por qué Borges, el autor más importante de nuestra tradición fantástica (más aún, el que bien puede considerarse el inventor de nuestra literatura fantástica) se desinteresa de los aspectos mágicos y sobrenaturales de estas literaturas, y atiende a las composiciones realistas, antes que a las mitológicas? Una respuesta posible es que lo fantástico en la literatura anglosajona, al igual que en la celta, aparece bajo la forma general de lo maravilloso: dragones, monstruos, hadas, magos, doncellas que vuelan a caballo, dioses. El género fantástico argentino tal cual lo crea Borges, y lo desarrollan Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar, es, en cambio, heredero directo de los juegos conceptuales del Barroco, de ese encuentro conflictivo de dos planos de realidad: historia y ficción, sueño y vigilia, mundo y teatro, etc. Una anécdota que, como la de Beowulf, incluye un príncipe que se zambulle en un lago y nada durante horas, sin escafandra, para llegar a un palacio subacuático en el cual misteriosamente ya no hay agua, y lucha con la madre del monstruo que antes ha matado, no tiene mucho que ofrecer en este aspecto.
El mundo de estos anglosajones borgeanos tiene una serie de rasgos que se repiten, como el culto del coraje; la fe en la fuerza o en la habilidad guerrera, cifradas en un símbolo, la espada; la obligación de lealtad al señor, y su inevitable reverso, la traición (como en el poema “Hengist Cyning”). Es un mundo masculino, donde la mujer apenas aparece, y cuando lo hace, como en “Brunanburh, 937 A.D.” aparece para cuestionar ese mundo y sus valores. Es, en suma, un mundo a la vez feudal, machista y bárbaro, previo a la ley, o, ya que surge del derrumbe del imperio romano, un mundo en el cual la ley y las instituciones de la ley han sido olvidadas.
En la mayoría de los cuentos y poemas de Borges de la línea universalista o cosmopolita predominan los problemas metafísicos o gnoseológicos, pero en éstos de inspiración anglosajona lo fundamental es el problema ético: son textos que se preguntan cuál es la conducta correcta –y esto independientemente de la medida en que esa conducta sirva o no para fundamentar un orden, una sociabilidad–. A su vez, la cuestión ética permite responder a la pregunta por la identidad. El hombre sabe para siempre quién es cuando sabe qué hacer, cómo comportarse. Esta ética es, por encima de la del honor, la del coraje. La ética del coraje es absoluta, no es relativa a si se pelea, o no, por una buena causa. Por eso es bárbara. La ética del coraje está, también, por encima de la del honor. En las palabras de Hengist Cyning:
Yo sé que a mis espaldas
Me tildan de traidor los britanos,
Pero yo he sido fiel a mi valentía
Y no he confiado mi destino a los otros
Y ningún hombre se animó a traicionarme.
Hengist Cyning traiciona a su señor porque es fiel a un valor más alto que el de la debida lealtad: su valentía.
Habiendo dicho todo esto, la respuesta puede por fin esbozarse. Esta lista de características de la literatura anglosajona reescrita por Borges podría aplicarse, sin modificación, a sus cuentos y poemas sobre orilleros y gauchos. El uso que Borges hace de la literatura anglosajona la coloca más cerca de la línea criolla de su obra, y ésta es eminentemente su línea realista, no fantástica. Dicho en términos simplistas y –por qué no– efectistas: así como el mar es la pampa de los ingleses (como Borges famosamente lo define en “La poesía gauchesca”), los anglosajones de Borges son los gauchos y los malevos de las Islas Británicas. Esta conjetura se ve avalada en Borges profesor por la comparación explícita que hace el profesor, en su clase N° 3, entre Beowulf y los compadritos. A propósito de la escasa modestia del héroe anglosajón ante sus propias hazañas guerreras, comenta: “Decimos hoy que un hombre valiente no debe ser jactancioso... Pero esa idea no existía en la antigüedad. Los héroes se jactaban de sus hazañas... Puedo traer a colación las coplas de los compadritos de principios de siglo en Buenos Aires: ‘Soy del barrio ‘e Monserrá,/donde relumbra el acero,/lo que digo con el pico/lo sostengo con el cuero.’”
En el Evaristo Carriego, antes de escribir sus ficciones sobre malevos y gauchos, Borges establece las bases de su mitología criolla en la epopeya tradicional: del capítulo XI proviene la idea de que las letras del tango puedan llegar a constituir nuestra épica (lo mismo había dicho Lugones, pero del Martín Fierro): “Es sabido que Wolf, a fines del siglo XVIII, escribió que la Ilíada, antes de ser una epopeya, fue una serie de cantos y de rapsodias; ello permite, acaso, la profecía de que las letras de tango formarán, con el tiempo, un largo poema civil, o sugerirán a algún ambicioso la escritura de ese poema”. Del mismo capítulo, la sección “El desafío” incluye una de las versiones más explícitas de tal filiación: “Tendríamos, pues, a hombres de pobrísima vida, a gauchos y orilleros de las regiones ribereñas del Plata y del Paraná, creando, sin saberlo, una religión, con sus mitologías y sus mártires, la dura y ciega religión del coraje, de estar listo a matar y a morir. Esa religión es vieja como el mundo, pero habría sido redescubierta, y vivida, en estas repúblicas, por pastores, matarifes, troperos, prófugos y rufianes. Su música estaría en los estilos, en las milongas y en los primeros tangos. He escrito que es antigua esa religión; en una saga del siglo XII se lee:
“–Dime cuál es tu fe –dijo el conde.
–Creo en mi fuerza –dijo Sigmund.”
Y en “El tango” de El otro, el mismo, leemos: “Una canción de gesta se ha perdido [...] / En sórdidas noticias policiales”. Borges es claramente quien redime al malevo de esa existencia meramente periodística, quien reúne esa gesta dispersa y perdida y se convierte en el redactor de la Edda menor de nuestras letras.
Hasta ahora he hablado como si los textos de la línea criolla, que también es la de (declarada) inspiración oral, fueran sólo los relacionados con los gauchos y los orilleros. Pero esta línea tiene dos vertientes fundamentales: la primera y más conocida, que podemos llamar la popular-literaria, corresponde al mundo social plebeyo (gauchos y malevos) y se escribe sobre todo en prosa, aunque ha dado series poéticas como Para las seis cuerdas. Pero también está (y es anterior) la que podríamos llamar la línea histórico-familiar, que se manifiesta bajo la forma del culto a los ancestros de pasado militar glorioso, y se escribe en verso, ya desde “Inscripción sepulcral” en Fervor de Buenos Aires. La actitud de ‘Borges’ (hablo de Borges en tanto yo poético) ante estos antepasados suele ser la de una vergüenza como la declarada en “Dulcia linquimus arva”, donde al compararse con sus ancestros de a caballo dice “Soy un pueblero y no sé de estas cosas”, y llega a su paroxismo en la Tanka Nº 6 de El oro de los tigres:
No haber caído,
Como otros de mi sangre,
En la batalla.
Ser en la vana noche
El que cuenta las sílabas.
A partir de El Hacedor, los textos que promueven este culto a los mayores empiezan a cruzarse con los textos de inspiración anglosajona en un mismo libro y, a veces, hasta en un mismo poema, como “Elegía del recuerdo imposible” de La moneda de hierro: “Qué no daría yo por la memoria de haber combatido en Cepeda / [...] / con la alegría del coraje / [...] / Qué no daría por la memoria de las barcas de Hengist / para develar una isla / que aún no era Inglaterra”. En este libro, que es de 1975 y que parece hacerse eco de la violencia exterior que sacude al país, no menos de once textos (de un total de treinta y seis), cuatro de ámbito anglosajón y siete latinoamericanos, están dedicados a la celebración del coraje guerrero como valor absoluto (“No importa lo demás. Yo fui valiente”, leemos por ejemplo en “El conquistador”, donde “lo demás” es nada menos que la destrucción de las culturas precolombinas, la violación, tortura y muerte de millares de seres humanos). Ambas series, la épico-militar criolla y la anglosajona, comparten un símbolo único, la espada; en la serie plebeya, en cambio, espada y puñal se oponen: la espada o sable del militar o policía contra el cuchillo o el puñal del orillero o del gaucho.
No sería arriesgado suponer, entonces, que en la figura de ese rey de Nortumbria que inapelablemente lo juzgaba, confluyeron las figuras míticas del pasado remoto europeo y las figuras no menos míticas del reciente pasado argentino, las del panteón familiar: juzgan y condenan al pueblero que cuenta las sílabas. Y ahora, también, se puede responder a otra de las preguntas iniciales: Borges es capaz de recrear la literatura anglosajona como modelo vivo, y no como mera letra muerta, porque lo hace a partir de un paradigma heterogéneo pero íntimo y personal, que incluye lo que ha heredado (la gauchesca y las historias familiares), y lo que él ha creado (la literatura orillera). Y puede hacerlo tanto mejor que sus contemporáneos anglosajones porque la literatura anglosajona, y el mundo vital que evoca, están mucho más cerca suyo que de ellos. Para el inglés moderno, la literatura anglosajona es (como sus artefactos) una pieza de museo. Para Borges está viva, como esas espadas y esos puñales que esperan en una vitrina la mano que los agarre.
Aceptada con mayor o menor convicción esta relación entre ambas series, falta conjeturar el propósito o el sentido de esta relación.
Han sido ya suficientemente destacados los procedimientos de subversión e inversión a los que Borges somete el núcleo ideológico fundante de nuestra literatura, la disyunción, o conjunción, civilización/barbarie: en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, en “El sur”, en el “Poema conjetural”, y sobre todo en “Historia del guerrero y de la cautiva”, la superioridad del paradigma civilizado se ve relativizada y cuestionada. Hablando de Henry James, otro autor americano que también interrogó las diferencias entre América y Europa, Borges dice que veía a los americanos como intelectualmente inferiores y éticamente superiores a los europeos. De manera análoga, según Borges, los argentinos seríamos inferiores a ellos en términos de cultura y de costumbres civilizadas, pero superiores en autenticidad y vitalidad. La civilización nos ofrecería una aspiración, una meta, pero es fatalmente ajena, no nos otorga eso fundamental que es la identidad.
En dirección parecida avanza el trabajo que Borges realiza sobre la antigua literatura anglosajona. Toma ese paradigma de civilización del siglo XIX, que era Inglaterra, y descubre los orígenes bárbaros del gran imperio civilizador y, así, el núcleo de barbarie que necesariamente alimenta la empresa colonial. Esta operación, convengamos, ya había sido realizada en una de las novelas más admiradas por Borges, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Esta nos presenta el caso de Kurtz, paradigma de la civilización europea, un hombre renacentista en sus variadas aptitudes, que se interna en el Africa en misión civilizadora y se hace salvaje. Pero Kurtz, más que volver a la barbarie inicial, la lleva a un plano superior, a una superación dialéctica que podemos llamar de barbarie civilizada (anticipando así el oxímoron mayor del siglo XX, la barbarie alemana, también conocida como nazismo). Y para prepararnos para esta (aparente) paradoja, antes de llevarnos río arriba por el Congo, al corazón de las tinieblas africanas, el narrador, Marlow, nos recuerda que el río de donde irradia hoy la luz de la civilización, el Támesis, fue una vez tan salvaje como aquél: “Y éste también –dijo Marlow de repente– ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra”. Imagina al colonizador, al civilizador, al romano de entonces, perdido, anulado por la barbarie britana que lo rodea por todas partes, y sugiere que su situación es apenas distinta del europeo del siglo XX perdido en las selvas africanas.
La vinculación entre barbarie medieval y barbarie moderna se vuelve por supuesto más clara en el caso testigo para todo el Occidente, que es el de la Alemania nazi. Es interesante comprobar que cuando Borges vincula barbarie anglosajona y barbarie criolla, la actitud suele ser de valoración o aprobación: ambas se justifican la una a la otra. Cuando vincula barbarie criolla con barbarie alemana, en cambio, cada una echa sobre la otra una luz negativa. En “Anotación al 23 de Agosto de 1944” de Otras inquisiciones, leemos:
“Para los europeos y americanos, hay un orden –un solo orden– posible: el que antes llevó el nombre de Roma y que ahora es la cultura de Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un viking, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral.”
La referencia a la barbarie nazi, y la postulación de sus vínculos con la barbarie criolla, lo llevará, también, a cuestionar, o al menos a relativizar, el valor del culto a los mayores. El infame Otto Dietrich zur Linde, narrador y protagonista de “Deutsches Requiem”, comienza su relato con una lista de antepasados guerreros, y lo cierra con estas palabras que tanto recuerdan a las de los poemas de Borges referidos al mismo tema: “Mañana... yo habré entrado en la muerte, es natural que piense en mis mayores, ya que tan cerca estoy de sus sombras, ya que de algún modo soy ellos”. Pero Zur Linde no es un héroe, ni un guerrero: es el subdirector de un campo de concentración que atormenta a su más famoso prisionero, el insigne poeta David Jerusalem, hasta enloquecerlo y llevarlo al suicidio.
En un espíritu parecido, en esa especie de revisión global de la obra que es el Epílogo a las Obras completas de 1974, Borges escribe:
“No hay que olvidar, en primer término, que los años de Borges correspondieron a una declinación del país. Era de estirpe militar y sintió la nostalgia del destino épico de sus mayores. Pensaba que el valor es una de las pocas virtudes de las que son capaces los hombres, pero su culto lo llevó, como a tantos otros, a la veneración atolondrada de los hombres del hampa. [...] Su secreto y acaso inconsciente afán fue tramar una mitología de una Buenos Aires que jamás existió. Así, a lo largo de los años, contribuyó sin saberlo y sin sospecharlo a esa exaltación de la barbarie que culminó en el culto del gaucho, de Artigas y de Rosas”. Las fechas no son inocentes. En 1974, este culto del gaucho, de Artigas y de Rosas es una manera elíptica de aludir al peronismo.
Las variaciones en la obra de Borges se dan menos por evolución que por aplicación sistemática de la lógica combinatoria: si un cuento como “Hombre de la esquina rosada” celebra el coraje del pendenciero, tarde o temprano vendrá su reverso, el cuento que reivindica el coraje del que se abstiene y no pelea, como en “Historia de Rosendo Juárez”. Una aplicación rigurosa de la lógica combinatoria, como la que se lleva a cabo en “La biblioteca de Babel”, debería haber desembocado en el duelo entre la espada y el puñal, entre un guerrero anglosajón y uno criollo. Borges se abstuvo de imaginar esta improbable eventualidad, pero la historia, que a veces ensaya combinaciones más inesperadas que las de la ficción, se encargó de dársela. Y el texto que Borges escribe a partir de ella es, sorprendentemente, un texto pacifista. Es un poema, el poema se llama “Juan López y John Ward”, y se refiere a la Guerra de Malvinas. Es el poema que precede a “Los conjurados”, y de hecho están en páginas enfrentadas. Y “Los conjurados”, el poema que cierra el libro y con él la versión de sus Obras completas que Borges publicó en vida, es el que propone a Suiza como modelo para la humanidad: modelo de convivencia pacífica y razonabilidad, dos características que ciertamente nunca hizo suyas la barbarie.
Borges es presentado a veces como un autor que escribía su obra al margen del mundo contemporáneo, de la actualidad, de los sucesos exteriores. Y sin embargo su época más violenta va de “El otro duelo”, que posiblemente sea su cuento más sanguinario y se publica en 1970 en El informe de Brodie, pasa por los poemas épico-patrioteros de La rosa profunda (vayan de muestra estas líneas del poema que lleva el significativo título “1972”: “pero la Patria, hoy profanada quiere / que con mi oscura pluma de gramático, / docta en nimiedades académicas / y ajena a los trabajos de la espada, / congregue el gran rumor de la epopeya / y exija mi lugar. Lo estoy haciendo”) y alcanza un crispado clímax en el prólogo de La moneda de hierro, en la ya famosa frase “Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística”. Debajo agrega, como quien patea a un caído, la fecha: 27 de julio de 1976. El regreso del peronismo reavivó el fuego de la dura religión del coraje y de la espada, como evidencian los poemas de La rosa profunda.
Y la dictadura que comienza en ese año terminará haciéndolo renegar definitivamente de ella. En Los conjurados, que es de 1985, no hay ningún poema que celebre la violencia y la barbarie, y apenas uno, “Milonga del muerto”, referido a un soldado caído en Malvinas, aludirá al culto del coraje, y esto de manera a la vez contradictoria y atenuada. Muchos, incontables hechos se dieron en el universo y en la vida de Borges en esos diez años; yo voy a señalar solamente uno. En 1981, en plena dictadura, Borges firmó la solicitada que las Madres de Plaza de Mayo lograron publicar en el diario La Prensa en reclamo por sus hijos desaparecidos.
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