Domingo, 26 de septiembre de 2010 | Hoy
Al calor del narcotráfico y la violencia desenfrenada de los últimos años en su país, han aparecido varios libros de ficción que reflejan, al menos, la preocupación de los escritores mexicanos por dar cuenta del tema que tiene su epicentro en Ciudad Juárez, con su tasa criminal exorbitante y su ya declarado feminicidio. Desde 2666 de Roberto Bolaño en adelante, algunos se preguntan si están frente a un nuevo fenómeno llamado “narcoliteratura”. Mientras tanto, otros lo niegan, aunque no dejan de escribir sobre el tema. A continuación, un mapa de las más recientes novelas y autores que de una forma o de otra se han colocado en el ojo de la tormenta.
Por Monica Maristain
En diciembre de 2002, Arturo Pérez-Reverte presentó en la Feria del Libro de Guadalajara La Reina del Sur, una novela que narra la vida de una narcotraficante de Culiacán, Sinaloa, y que estaría inspirada en las peripecias de la Reina del Pacífico, considerada una líder histórica en el contrabando de cocaína de Sudamérica a México. El autor niega más o menos rotundamente (como es muy su estilo) que Teresa Mendoza, su personaje, le deba algo a la real y ahora encarcelada Andrea Avila, aunque admitió en aquella ocasión haberse valido de los buenos oficios del escritor mexicano Elmer Mendoza para conocer los intrincados vericuetos de la “cultura del narco”, un sistema que se inicia con los narcocorridos de Los Tigres del Norte y que tiene su punto climático en ciertas novelas, como las del propio Elmer, por caso su celebrada Balas de plata.
La amistad entre Pérez-Reverte y Mendoza ha generado un chiste entre bambalinas de la intelectualidad mexicana tendiente a hablar de La Reina del Sur como de “esa linda novela que escribió Elmer”. La ironía es reflejo, en todo caso, de una extrañeza que causa la historia del narco mexicano narrada desde afuera, algo singular, aunque en un país acostumbrado a ser mejor narrado por los extranjeros que por sus naturales (ejemplos: Bajo el volcán, de Malcolm Lowry; Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño). Por lo pronto, la chanza no hace más que pronunciar en secreto una verdad intuida: lo que está pasando con el tema del narcotráfico mexicano no puede ser contado desde una frontera lejana. Al menos no puede ser contado sin el riesgo de tornarse así un folklore for export, tan for export como las bolsitas con la cara pintada de Frida Kahlo o los muñecos de resina con la estampa de un mexicano durmiendo la siesta eterna en la vereda pública.
Fue Pérez-Reverte quien en la conferencia de prensa realizada para hablar de La Reina del Sur hizo referencia a cierta ética y códigos morales que caracterizaban el negocio del narcotráfico. “No estoy a favor del crimen organizado, por supuesto, pero he de decir que conceptos como los de la lealtad y de no matar a inocentes deberían ser más respetados en lo que se llama la sociedad normal y que sí veo entre los narcos”, señaló.
Pérez-Reverte dijo eso y luego se llevó a Los Tigres del Norte de gira por toda España, en donde les brindó su amor públicamente y hasta cantó un corrido con ellos. “Camelia la tejana”, un narcocorrido de Los Tigres del Norte, fue el punto de partida para La Reina del Sur, así que había que devolver gentilezas.
Claro que en 2002 todavía no había comenzado lo que hoy se conoce como “La guerra del narco”, que ha sido la manera elegida por el actual gobierno de la derecha mexicana, encabezado por el presidente Felipe Calderón, para plantarle cara al negocio de la droga en tierra azteca. Cuestionada por propios y extraños, la guerra oficialista ha generado una espiral de violencia cruenta y ciega que ha dejado, desde 2006 hasta la fecha, unos 30 mil muertos y unos 5 mil desaparecidos. La cifra es índice de una pequeña guerra civil que tiene como escenario principal el norte del país, con Ciudad Juárez como símbolo de un infierno que parece no tener fin.
Los códigos morales a que hacía referencia Arturo Pérez-Reverte y cierto aire festivo que ofrecen los narcocorridos populares al describir el trasiego de cocaína y toda la red de relaciones que se generan a su alrededor, parecen hoy haber quedado en parodia de una crueldad feroz que ha puesto en vilo al sistema de gobierno mexicano.
Frente a los hechos, el folklore literario y musical del narco parece haber enmudecido. Tanto es así que la tan mentada versión cinematográfica de La Reina del Sur ha sido cancelada sin retorno por su director y productores “a raíz de la violencia que se vive en México”.
¿Cómo ha ido respondiendo la literatura a la escalada de violencia que crece sin cesar en México? Si Balas de plata, la novela con la que Elmer Mendoza obtuvo el premio Tusquets en 2007, elegía el policial y un detective a lo Wallander para narrar una intriga sinaloense donde la corrupción, la venganza y la tragedia destacaban al tráfico de armas como la peste bubónica que asola las tierras de nuestro descontento, Fiesta en la madriguera, la reciente y primera novela del mexicano radicado en Barcelona Juan Pablo Villalobos, se anota en la otra punta del género para contar una historia de extrañeza en la voz de un niño enredado trágicamente en un sistema sangriento.
Entre ambos libros, el de Elmer Mendoza y el de Juan Pablo Villalobos, hay mucha tela literaria que cortar. En esa trama roja, cada vez hay menos espacio para intentar la construcción de una épica alrededor de los crímenes del narcotráfico, y la violencia en alza plantea cada vez más dilemas morales. Un rasgo fuerte del dilema lo marcó El hombre sin cabeza, de Sergio González Rodríguez, un tratado de la violencia contemporánea que une mediante un hilo narrativo tenebroso las decapitaciones de los sicarios mexicanos con las que realizan los talibán y que luego difunden por Internet.
Sergio González Rodríguez, nacido en 1950, cobró fama internacional con Huesos en el desierto, el registro de las mujeres asesinadas en Juárez y que dio origen al término “feminicidio” en un país que no ha alcanzado todavía a dar respuesta a los familiares de las víctimas. Ya suman más de 500 las mujeres muertas, con 142 asesinadas sólo en 2010 y la policía no ha detenido a nadie por estos hechos. El tema de los descabezados lo retomó Daniel Sada (Mexicali, 1953) en su reciente libro de cuentos Ese modo que colma. La narración que da título al libro describe, precisamente, una historia en la que aparecen cuatro cráneos en una hielera, un hecho real que dio rienda suelta a la imaginación del autor norteño.
Obviamente es posible empezar a preguntarse si los libros aparecidos en el último quinquenio en México alcanzan para definir un corpus que pueda definirse como el nacimiento de un nuevo género literario al que podríamos llamar “narcoliteratura” o “narconovela”. En diálogo con Radar, Juan Villoro (él mismo ha usado el narcotráfico como tema de fondo en su novela El testigo) considera que “más que una narconovela, lo que existe es interés por el tema. No puede ser de otro modo, con cerca de 30 mil muertos en cuatro años”. Para él, hay dos ejes fundamentales en los libros que tratan el tema del narco: “El retrato de la violencia y la necesidad de trascenderla a través de la ironía, el placer y la imaginación”.
Elmer Mendoza es más entusiasta y optimista. “La literatura de violencia es cada vez más propositiva. No es sólo un recuento épico de la depredación humana; se sustenta en una estética que se va definiendo en base a una voluntad de estilo y un territorio lingüístico concreto. Si logramos crear obras maestras, será un género literario”.
Daniel Sada dice que “se está produciendo cierta obra relacionada con el narco, pero para mí es un petardo que no creo que dure mucho. En todo esto se dirime la calidad, habrá buena literatura y mala. Antes del narco se hablaba mucho de la frontera, de los migrantes, pero no existe ninguna gran novela sobre ese tema”, dice. “Para que se funde un género, hace falta una obra muy contundente y esa obra no ha aparecido todavía. De todas las que salieron, la que más me gusta es Al otro lado, de Heriberto Yépez”, agrega.
Según Villoro, “a diferencia del periodismo, que ha cedido el protagonismo a los autores de los crímenes, la novela ha buscado el relato de las víctimas, los actores secundarios, los daños colaterales (así es como, a fin de cuentas, se nos puede decir a la mayoría de los mexicanos)”.
Juan Pablo Villalobos es una rara avis en el género e incluso en el mundo literario mexicano. Fiesta en la madriguera ha irrumpido con sugestiva fuerza entre los lectores, inaugurando un lenguaje aséptico que describe irónica y desapasionadamente la rutina del crimen organizado, echando mano de la voz de un niño-testigo que al principio parece no entender nada, pero luego lo entiende todo. “Al final, el acercamiento al tema del narcotráfico me interesaba poco en cuanto a reflejo de una realidad social y en cuanto a construir la historia de un narcotraficante en particular. Mientras yo escribía la novela, iba leyendo las noticias de México. Empecé cuando comenzaba el boom de la violencia más bestial, cuando aparecieron pedazos de cuerpo y cabezas por todos lados, pero lo que yo hacía como método de escritura era mirar a la mañana tres o cuatro periódicos de México por Internet, aunque sólo miraba la primera plana, no entraba en la noticia. Entonces, en la novela hay un poco de esto, pero sin llegar a relatar puntillosamente un hecho que realmente haya sucedido”, cuenta Villalobos a Radar.
Alejandro Páez, nacido en Ciudad Juárez en 1968, escribió Corazón de Kalashnikov (Planeta, 2009) entrelazando la vida de tres mujeres juarenses signadas por la violencia y echando mano de un lenguaje literario de alto vuelo, para narrar ficcionalmente lo que su oficio de periodista no le permitía contar. Para el autor no existe el concepto de “narcoliteratura”.
“Respeto a quienes lo usan o lo aceptan, pero no creo en él. Me parece que la literatura es una sola e indivisible. Por lo regular escribimos de lo que conocemos, de lo que sabemos. La literatura no viene de la nada. En mi caso, provengo de una ciudad que ha convivido ya un siglo con traficantes de heroína, candelilla, licor, cigarros. Viví entre narcos, fueron mis vecinos. Mi generación quedó destruida por contacto directo o como víctima colateral. Entonces, en cierto momento, cuando me di el tiempo y me senté a escribir ficción, no pude sino recurrir a las figuras que me eran comunes. Corazón de Kalashnikov recurre a narcos, sí, pero también a mujeres: Ciudad Juárez es una comunidad en la que las mujeres juegan un papel central. La fuerza laboral de esa frontera fue de 400 mil durante el boom maquilador, en la década de 1990. Los hombres fueron reducidos a papel secundario y eso generó un drama que no viene al caso contar aquí, pero que se expresó en maltrato y, en algunos casos, en homicidios. El narcotráfico tiene una presencia tan brutal en México que por supuesto ha marcado muchas formas del arte, entre ellas la literatura”, asegura.
Más allá de negar que exista una “narcoliteratura”, ¿cree que el tema del narco es insoslayable en la literatura mexicana?
–Si este sexenio terminará con cerca de 60 mil muertes, uno de nosotros tendrá que contarlo, seguramente. Cito a Julio Cortázar. Está el narco porque debe estar. Este trauma trastrocará la plástica, la historia, los libros de texto. Los que escribimos o nos expresamos somos por lo regular hojas limpias y sensibles sobre las cuales cada circunstancia deja una huella.
Antes de publicarla, ¿sabía que su primera novela debía tocar el tema de la violencia, de su ciudad natal?
–Una amiga periodista descubrió estos textos. Me preguntó: “¿Qué escribes, Alejandro? ¿Tienes ficción?”. Fue entonces que descubrí que sí escribía ficción y que tenía una novela terminada. “Sí”, le respondí. Ella, mi madrina, me llevó ante mis editores y no para planear una novela sino para buscar la oportunidad de publicar algo que casi se escribió solo antes.
Es decir, además del peso autobiográfico, ¿sintió la necesidad moral de que su primera novela transitara el territorio de Ciudad Juárez?
–No. Esos ambientes, esos personajes, esas mujeres y esos hombres estaban dentro de mí. No pude evitarlos. Como periodista, como estoy informado de manera natural de lo que allí sucede, sí podría hablar de un compromiso. Pero no como escritor.
Sus personajes sobreviven en medio de la violencia y a usted le gusta decir que en realidad todas sus historias son historias de amor.
–Creo en el amor. En su fuerza destructora, que no tiene nada que ver con violencia. A todo amor le corresponde un desamor. Debemos recordar que en Ciudad Juárez, en donde van 7 mil ejecutados violentamente por el narco en sólo tres años y medio, la gente sigue enamorándose, guiando a sus hijos, llevándolos a la escuela. Sigue amando. Por eso digo que escribo de amor, aunque haya balas y sangre en mis textos. En mi caso, me parece que sin pensar en el género deberé escribir sobre Juárez porque no tengo remedio: soy juarense, mis padres son de Chihuahua, como mis abuelos y mis bisabuelos. Tengo pocos cántaros a los cuales recurrir, y éste no se ha secado todavía.
Según Roberto Bolaño, “el infierno es como Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de nuestra infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos”. ¿Qué es para usted Ciudad Juárez?
–Hace poco, y cito a Charles Bowden, pensaba que Ciudad Juárez era el laboratorio de nuestro futuro como sociedad latinoamericana. Pero el futuro nos alcanzó pronto. Juárez es el presente. Cali está en llamas. Todo Venezuela está en llamas. Tamaulipas, Coahuila, Nuevo León: México está en llamas porque el modelo económico que seleccionamos, y que hizo mierda a Ciudad Juárez, falló; y los jóvenes no tienen otra opción que lanzarse al mundo del narcotráfico. Les fallamos y ahora nos disparan. No los educamos, no les dimos salarios dignos, empleos, salud. Ahora tomaron su camino y fue el peor. Eso ha pasado durante generaciones en Ciudad Juárez. Ahora nos explota en la cara. Nos dice con toda brutalidad que somos una sociedad fallida, que no distribuimos las oportunidades y que ahora hemos enfermado todos, en conjunto. Si seguimos tratando de acabar a punta de balas y prohibiciones este fenómeno, estamos condenados al fracaso. Debemos pensar que los drogadictos son nuestro error; su enfermedad es nuestra culpa. Debemos pensar que el sicariato se alimenta de nuestra falta de fuerza para exigir un justo reparto de la riqueza. Debemos pensar que la violencia es el resultado de gobiernos corruptos y sociedades corrompidas que vivieron del crimen organizado. Ahora, el crimen está más organizado que la sociedad, y nos desangra.
Las mujeres de Juárez son las protagonistas de su novela. En la realidad, ¿son una lucha perdida?
–Mi madre tiene cinco albergues de huérfanos en Ciudad Juárez. A sus 74 años, ella sigue rescatando niños, sin ayuda del Estado, de picaderos, de familias de drogadictos, de las esquinas. Esas son las mujeres de Ciudad Juárez: son su fuerza. La lucha la perdimos todos, menos ellas. Ellas son las que mantienen el alma de esa comunidad. Y, hasta la fecha, son las de los empleos modestos y legales: las que van, entre balazos, a las maquiladoras; las que atienden los restaurantes, las tiendas, los comercios, a pesar de que los extorsionadores casi acabaron con todo negocio legal en Juárez. Ellas son la única lucha que hemos ganado como sociedad. Y son, claro, las más vulnerables. Una pinche sociedad de machos ha querido aplastarlas, pero por fortuna siguen de pie. El futuro, si lo pensamos con esperanza, se fincará en ellas.
¿Qué opina de los innumerables libros que han salido sobre Juárez?
–Les deseo suerte. Espero que se vendan si tienen calidad, como el de Bolaño, y que queden en el olvido si son una mierda.
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