Domingo, 2 de enero de 2011 | Hoy
Pascal Quignard es uno de esos autores solitarios y singulares que en su país, Francia, son paradójica mayoría. En su nuevo libro retoma su pasión por el origen de las palabras, las leyendas y los mitos.
Por Juan Pablo Bertazza
Hay estilos literarios que, más allá de la biografía de los escritores, parecen responder, a veces, a un estado de ánimo; a veces, a ciertas patologías. Están las prosas condescendientes y demasiado optimistas que suelen ocupar los estantes de las novedades rutilantes; las prosas inestables y ciclotímicas de las personalidades bipolares, y están también las prosas afónicas que revuelven con su incontinencia el barro sagrado de lo prohibido para engendrar con su aura los agujeros negros de eso que, a falta de un nombre mejor, podríamos llamar literatura maldita. O buena literatura.
La escritura de Pascal Quignard, uno de esos escritores franceses aislados, singulares, únicos y muy incómodos que, paradójicamente, son mayoría en Francia, tiene la rara virtud de ahogarse en su propia expresividad, lo cual no puede dejar de relacionarse con el período de autismo que pasó a los 18 meses, en el año 1949, y luego en su adolescencia. Un silencio cargado y extravagante como el la mudez de El grito de Edvard Münch. Además de violoncellista, fundador del Festival de Opera y Teatro Barroco de Versailles, y estudiante de filosofía y letras clásicas que se nutrió con las lecciones de Lyotard, Levinas y Ricoeur, Pascal Quignard integró en 1976 el comité de lectura de la prestigiosa editorial Gallimard. En cuanto a su literatura, recibe el Premio de la Crítica en 1980 con su novela Carus, pero antes escribe El lector, un relato impactante y perfecto que seguía la herencia de Maurice Blanchot. Pero antes de su consagración, toma una decisión fundamental en su carrera: en el año 1994 abandona todas sus actividades –incluso su estable trabajo editorial– para dedicarse de lleno a la literatura.
En el año 2002 cae de maduro el fruto y gana el Premio Goncourt, el más importante en las letras francesas, gracias a su novela Las sombras errantes.
La barca silenciosa, el libro que nos ocupa, es el sexto volumen de la saga Dernier royaume, cuya primera entrega es, de hecho, Las sombras errantes. Se trata de una serie de libros que atraviesa todos los géneros literarios con el único hilo conductor de condensar las obsesiones del autor por las letras clásicas, la etimología, la fragmentación y esa prosa autista a la que hacíamos referencia. El título proviene de la extraña etimología que el autor descubrió de la palabra corbillard (coche fúnebre): “Un vehículo acuático que, a principios del siglo XVII, transportaba niños de pecho a París mediante la ayuda de un solo hombre al que se llamaba ‘transportador de bebés’”.
Si tenemos en cuenta algunas de las numerosas estimologías que Quignard va desatando a lo largo de esta obra extraña, advertimos que este título puede tener, entonces, tres significados distintos pero estrechamente relacionados: la barca silenciosa, la barca infantil y la barca mítica. La razón es que tanto la palabra latina “infancia” como la palabra griega “mítico”, comparten la raíz en el silencio.
Pascal Quignard arma en La barca silenciosa un cocktail de temas que incluye la literatura, el ateísmo, los puertos, la religión, los gatos y los perros, mezclando, confundiendo, clarificando pero a su vez generando ideas que, de tan originales, parecen evidentes: “Jesús ha descendido a los infiernos como el resto de los héroes. Pero, a diferencia de Hércules, Dioniso, Orfeo, Tiresias y Aquiles, nada se sabe de los infiernos de su boca. Es el único héroe que no tiene la fuerza o el coraje de contar a los vivos su visita entre los muertos”.
Con un estilo que, en sus momentos más poéticos, hace acordar al Barthes de Fragmentos de un discurso amoroso (“tenemos necesidad de narraciones porque cada uno que nace fue un héroe completamente perdido”), el ingrediente de una erudición clásica a toda prueba (especialmente en lo que hace a la influencia que sobre la cultura francesa ejercieron griegos y romanos) y, sobre todo, esa curiosidad etimológica casi demencial –desde Brontë (tempestad) hasta Oxford (“vado de bueyes”)– Quignard es el típico escritor capaz de convertir el silencio en un susurro atronador.
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