Domingo, 27 de marzo de 2011 | Hoy
Ninguno de los libros póstumos de Roberto Bolaño parece tan conectado con la obra que publicó en vida como Los sinsabores del verdadero policía, y a la vez ninguno se mueve con tanta soltura por sus propios medios. Entre la poesía latinoamericana de Los detectives salvajes y la violencia mexicana de 2666, el libro se adentra en el corazón de la obra de Bolaño: las zonas rojas que dejaron la revolución, el sida y la literatura.
Por Claudio Zeiger
Desde las primeras páginas de Los sinsabores del verdadero policía se nos informa que según Padilla (poeta hermoso y maldito, ángel de la madurez melancólica y sensible del entrañable profesor Amalfitano) existe literatura heterosexual y literatura homosexual; que las novelas en general son heterosexuales, mientras que la poesía es irremediablemente homosexual; sólo resta distinguir, a continuación, entre poetas maricones y maricas. Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Góngora y Quevedo, maricas. Rubén Darío, la reina de las locas. El profesor Amalfitano no repara inmediatamente en la temible paradoja, en la reveladora verdad que para su propia vida puede llegar a tener la peregrina teoría esbozada al pasar, como un delirio más de porro al amanecer. Y sin embargo, sobre la seriedad o no, el rigor o no, el grado de broma intelectual o boutade del autor que se le atribuya a esta clasificación, depende en gran medida la lectura que se pueda hacer de esta novela póstuma de Roberto Bolaño.
A juzgar por el desarrollo narrativo, habría que tomarlo mitad en serio, mitad no: quizás el drama de una novela de “asunto gay” sea que no puede dejar de ser una novela heterosexual, condenada apenas a una delgada voluta de lirismo, lejos de la poesía de verdad. Pero ese lirismo a cuentagotas es, en este texto, uno de sus mayores logros. Por otra parte, los poetas como los ha entendido Bolaño no pueden dejar de ser unos marginales condenados (salvo Pablo Neruda y Octavio Paz). Por eso los poetas son como los homosexuales de los años ’80 y los fisurados de la izquierda de los ’60 y los ’70: gente que se va quedando al margen del margen, destinada a la permanente errancia, condenados a no llegar nunca a ninguna parte.
Los sinsabores del verdadero policía condensa y amplía el mapa perdedor sudaca que tan entrañable ha vuelto la literatura de Roberto Bolaño. Todo comienza con el derrumbe. Cae el muro de Berlín, caen las máscaras y caen los velos del deseo. Pasolinianamente, almodovarianamente, un profesor de literatura de 50 años descubre –herido como del rayo– su homosexualidad a raíz de un muchacho que dice ser no su hombre sino su ángel; un ángel sucio, drogón y callejero. La inocencia, en astuta inversión, la virginidad de cuerpo y alma, están más del lado del profesor que del alumno. Se trata de una iniciación al revés, lo que no quita que a la hora de la moral académica, el condenado sea el “inocente”. Amalfitano es amablemente invitado a renunciar a la cátedra, si no, irá a juicio por corrupción.
Alejado de Barcelona por el escándalo de sus amoríos con estudiantes, el profesor Amalfitano partirá rumbo a una lejana universidad del noroeste de México, en los umbrales del desierto. Y pronto, el sida y la heroína van a terminar con tanta juventud y poesía. A partir de entonces, la novela va a asentar sus reales en el espacio que verdaderamente le interesa explorar: el vacío, el desierto, la frontera, las zonas calientes.
Santa Teresa es un infierno colorido. Pero venidos de la vieja Europa, el profesor y su hija Rosa descubren que América latina está viva, tan cerca de la muerte y la violencia, pero viva. Ahí se encuentran con un realismo más caliente y picante que mágico: la increíble saga familiar de las hermanas Expósito prefigurando los crímenes de Ciudad Juárez; los gemelos Pedro y Pablo Negrete, uno convertido en comisario y el otro en rector de la universidad (trucos que sólo se le pueden perdonar a Bolaño y a Almodóvar), el mago de Thomas Mann, de Mario y el mago, actuando en un teatrito mugroso pero con su magnetismo intacto. Santa Teresa parece el lugar de una violencia apacible, un momento de calma antes de la gran explosión. Y esa es, quizás, la mejor manera de situar a esta novela entre las otras. Los sinsabores del verdadero policía arrastra climas y tonos del primer Bolaño, aquel que aún no terminaba de armar la maquinaria narrativa que parte desde Literatura nazi en América pero es obvio que también es una novela que fue creciendo y alimentándose al costado de esa gran maquinaria que sumó Estrella distante, Amuleto, Los detectives salvajes y finalmente 2666. Novela entre novelas, remanso sentimental, en el que la gran matriz de las “vidas imaginarias” (no en el sentido de vidas apócrifas sino como la vida que pudimos haber vivido y no vivimos, o vivimos a medias) recae sobre la triste carne de Amalfitano para dejarle en el cuerpo la nostalgia de una vida de poeta errante, de fugitivo que en vez de entregarse a los brazos de la ortodoxia marxista, se hubiera entregado gustoso a los brazos de Rimbaud. Como no puede volver a vivir, vive lo que resta a través de su ángel, ese corto viaje que Padilla va narrando entre visiones, sueños, cartas y premoniciones de la felicidad.
Una metáfora condensa las diferentes formas del margen: la zona roja. Algo que amalgama vertiginosamente la militancia y el pecado, la pureza y la impureza. “Amalfitano también, a lo largo de su vida, había conocido zonas rojas. Los barrios obreros, los cordones industriales, primero, los campos liberados por la guerrilla, después. Llamar zona roja a un barrio de putas, no obstante, le parecía afortunado y reflexionó si aquellas lejanas zonas rojas de su juventud no fueron también enormes barrios de putas camuflados en la Retórica y la Dialéctica. Campos de putas invisibles, resplandor de macrós y policías, todo nuestro esfuerzo, nuestro largo motín carcelario.” Este fragmento, como tantos otros, indica que esta es una novela llena de misterios, de revelaciones que asoman la punta pero no se dejan ver del todo en el horizonte del sentido.
Hay ya una tendencia a leer Los sinsabores del verdadero policía como un desvío, complemento o corazón oculto de 2666, la monumental última novela de Bolaño. Habrá que leerla como la más gay de las novelas heterosexuales, o la más heterosexual elegía de los muertos maricas. Quizás, quizás, quizás, por decirlo con palabras de apropiado bolero. De lo que no cabe mucha duda es de que estamos frente a una novela cálida, hermosa, con algunas páginas de una nitidez deslumbrante, que apela sobre todo a la zona roja que cada uno de nosotros lleva adentro.
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